Ernst Chain. El descubrimiento de la penicilina en el exilio
Hay fechas que quedan grabadas a fuego. Días dramáticos que marcaron el curso de nuestra historia. Uno de ellos es el domingo 26 de mayo de 1940. Y por doble motivo, pues en muy pocas horas se produjeron dos acontecimientos a cual más transcendental. El primero nos lleva a las playas de Dunkerque, donde aquella mañana amanecieron centenares de miles de soldados aliados. Habían quedado presos entre el ejército alemán, que había desbaratado a velocidad de vértigo las defensas de los Países Bajos y Bélgica, y las aguas del mar.
8 de Agosto de 2017
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Continuaron allí toda la jornada bajo el acoso de la artillería nazi a la espera de su evacuación al otro lado del Canal de la Mancha. Esta comenzaría ya de noche, en lo que la posteridad conocería como Operación Dinamo. Durante seis frenéticos días, cientos de embarcaciones de todo pelaje, desde destructores de la Marina Real Británica hasta barcos pesqueros y yates privados, pusieron a salvo a cerca de trescientos cincuenta mil combatientes que escaparon de milagro de las garras enemigas.
Esta valerosa acción bélica pudo cambiar el signo de la contienda que estaba por venir. De haber caído prisioneras el grueso de sus tropas, Gran Bretaña se habría visto obligada a dar su brazo a torcer. Y, con ello, los nazis hubiesen tenido campo libre para dominar Europa por un tiempo indeterminado. Asusta solo pensarlo. Sin embargo, ese mismo día sucedió otro hecho que muy probablemente haya resultado más importante para nuestras vidas. Aquella mañana, al mismo tiempo que los soldados aliados soportaban estoicos la macabra lotería de los proyectiles alemanes, tres científicos de la Universidad de Oxford finalizaban un experimento que nos ponía rumbo a una nueva era, la del disfrute de los antibióticos.
En el año 1940, a pesar incluso de la guerra, las enfermedades contagiosas se mantenían como primera causa de muerte. No existían armas para luchar contra las bacterias causantes de males como la neumonía, la sífilis o la tuberculosis y demasiado a menudo la función de los hospitales se limitaba a amontonar pacientes sin esperanza de curación. Hasta una pequeña herida, si llegaba a infectarse, podía perfectamente acabar en tragedia. De ahí la enorme alegría que aquella mañana de domingo inundaba al australiano Howard Florey, el británico Norman Heatley y el judío de origen alemán Ernst Chain al contemplar el contraste entre la inactividad de cuatro pobres ratoncillos que yacían en sus jaulas y el saludable aspecto de cuatro de sus congéneres que se alimentaban ufanos en las suyas. Los tiempos estaban a punto de cambiar.
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