Impulso animal

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En lo relacionado con su salud, una de las principales constantes en la historia del ser humano ha sido la búsqueda en la naturaleza de remedio para sus dolencias. Todavía hoy, se estima que el 80% de la población mundial recurre a la medicina tradicional como primera opción curativa. Aclaremos que no lo hacen por convencimiento con la moda naturista que nos rodea, sino por pura necesidad.

TEXTO POR DAVID SUCUNZA
ILUSTRADO POR ANA CAMPUZANO
ARTÍCULOS
FARMACOLOGÍA
18 de Septiembre de 2017

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La rica farmacopea actual solo es accesible para los habitantes del llamado primer mundo y las clases más privilegiadas del resto de los países. Estos afortunados, entre los que nos encontramos, disfrutan de lo mejor de cada campo. Cuentan tanto con fármacos sintéticos como con otros que se extraen de sus fuentes naturales. Porque, y aquí conviene hacer otra puntualización, la medicina moderna no está reñida con la tradicional. Más bien habría que decir lo contrario, que ha incorporado lo mejor de su saber. Que un medicamento se tome en dosis precisas, lo cual supone una importante ventaja con respecto al uso de plantas medicinales, no nos dice nada sobre su origen. De hecho, casi un tercio de los fármacos aprobados en los últimos treinta años son productos naturales o derivados directos suyos.

Dicho esto, volvamos al comienzo. Concentrémonos en un comportamiento que consideramos inherente al ser humano pero que no deja de ser curioso: creer a la naturaleza capaz de ofrecer sustancias que mitiguen e incluso curen nuestros males. Hoy en día nos parece obvio que los principios activos de las plantas no existen para curarnos, pues conocemos el origen de las enfermedades y los mecanismos causantes de que ciertos compuestos las combatan. Pero esto es algo muy reciente y durante la mayor parte de nuestra existencia como especie todo lo relacionado con la salud estuvo rodeado de mitos e ideas erróneas. Aun así, todas las sociedades tradicionales actuales, así como aquellas del pasado de las que se tiene referencia, han utilizado plantas medicinales. Una unanimidad que lleva a preguntarse ¿de qué manera y en qué momento adquirimos este hábito?

Porque, y aquí conviene hacer otra puntualización, la medicina moderna no está reñida con la tradicional. Más bien habría que decir lo contrario, que ha incorporado lo mejor de su saber.

No existe una respuesta clara a esta cuestión, pero sí dos ámbitos donde buscar indicios relevantes. El primero sería nuestro pasado remoto. Si nos fijamos ahí, los vestigios más antiguos de empleo de vegetales con fines relacionados con la salud por parte del Homo sapiens se encuentran en Sudáfrica. Allí, en el yacimiento de Sibudu, se han hallado restos de colchones de paja confeccionados hace 77 000 años con plantas que producen sustancias con efecto insecticida, algunas de las cuales todavía siguen en uso como repelentes. Estaríamos, por tanto, ante una práctica que en esa zona se ha mantenido sin excesivas alteraciones por varias decenas de milenios. Y si ampliamos el rango de exploración a otras especies del género Homo, aún descubriremos datos más interesantes. Uno particularmente llamativo proviene de nuestros primos los neandertales. En concreto, de una población que vivió hace 50 000 años en la asturiana Cueva del Sidrón y de la que, para nuestra suerte, se han recuperado restos óseos de al menos doce individuos. Su análisis está poniendo de manifiesto el sofisticado comportamiento de este clan, que al igual que los sapiens de su época adornaban su cuerpo, cuidaban de sus enfermos, enterraban a sus muertos y… usaban plantas medicinales. Como poco, aguileña, camomila y álamo, tres especies de las que se ha encontrado material atrapado en el sarro de sus dentaduras.

Todas las sociedades tradicionales actuales, así como aquellas del pasado de las que se tiene referencia, han utilizado plantas medicinales. Una unanimidad que lleva a preguntarse ¿de qué manera y en qué momento adquirimos este hábito?

Estos ejemplos, si bien no muy numerosos, indican que el género Homo se ha automedicado desde antiguo. La dificultad de encontrar rastros vegetales en muestras anteriores a las comentadas, tanto por su poca durabilidad como por la facilidad con la que sufren contaminaciones posteriores, impiden que podamos remontarnos más atrás en el tiempo. Pero la discusión no está ni mucho menos concluida pues existe un segundo ámbito del que extraer información. Veamos: el hombre de Neandertal, una especie diferente a la nuestra al fin y al cabo, tuvo la capacidad de reconocer y emplear plantas medicinales útiles para su salud, ¿es muy descabellado pensar en la posibilidad de que otras especies animales también posean esta destreza?

La respuesta es no. No es una consideración disparatada en absoluto. Al contrario, la automedicación constituye un comportamiento relativamente extendido en el reino animal. Sirvan unos cuantos ejemplos como muestra de un hábito mucho más general de lo que imaginamos.

Comencemos el repaso con el primer caso documentado de nuestro pariente vivo más cercano, el chimpancé. No llegó hasta 1987, muy posiblemente porque hasta ese momento nadie había prestado especial atención a una práctica que se creía improbable. Ese año, sin embargo, dos investigadores de expedición por los montes Mahale de Tanzania contemplaron como una hembra de esta especie, visiblemente enferma, arrancaba varios brotes del arbusto Vernonia amygdalina y masticaba su médula interior tras haberla separado de las capas exteriores. Y como al día siguiente vieron que la convaleciente se encontraba recuperada, volvieron al inesperado remedio y trataron de esclarecer el asunto. De esta manera averiguaron que los lugareños de la zona también recurrían a esa planta cuando sentían diversas dolencias y que su utilización no resultaba evidente. La corteza del tallo que la chimpancé había desechado contenía un compuesto altamente tóxico que sin embargo no estaba presente en la parte que había mascado. Lo que significaba que este animal no solo conocía la planta que podía servirle de tratamiento sino también la manera en que debía emplearla.

La automedicación constituye un comportamiento relativamente extendido en el reino animal.

Posteriormente, se ha observado con relativa frecuencia cómo estos primates consumen distintas plantas con mal sabor y poco valor nutricional cuando se sienten enfermos. En muchas ocasiones lo hacen a causa de sus parásitos intestinales, contra los que luchan engullendo hojas enteras de textura áspera y presencia de vellosidades. Es lo que se ha denominado efecto velcro, ya que se trata de una expulsión mecánica en la cual algunos de los nematodos que infestan sus sistemas digestivos quedan enganchados a las hojas ingeridas y son defecados junto a ellas.

Cabría preguntarse cómo adquieren los chimpancés estos conocimientos. Sabemos que poseen lo que denominamos cultura, si bien a nivel muy elemental, y que son capaces de desarrollar habilidades que pasan de generación en generación por pura imitación. Por esta razón, tanto en este aspecto como en el uso de herramientas rudimentarias se producen diferencias entre poblaciones. Pero esto solo nos habla de cómo transmiten esas destrezas, no de cómo llegaron a ellas por primera vez. ¿Será por prueba y error, como ocurre en los humanos con frecuencia? Muy posiblemente. Nuestros caminos evolutivos se separaron hace tan solo unos seis millones de años y compartimos bastantes más rasgos de los que a algunos les gusta reconocer.

Pero sigamos nuestro recorrido, pues aún nos queda mucho por ver. Y es que se han descrito casos de automedicación en animales de lo más dispares. Uno de los más comunes es la llamada geofagia, que tal como indica su nombre consiste en comer tierra, si bien no de cualquier tipo. Lo que buscan chimpancés, jirafas y rinocerontes en los termiteros, osos pardos y búfalos cafre al lamer terrenos sin vegetación y un largo etcétera de otras especies, como guacamayos, iguanas, gorilas y macacos japoneses, cuando consumen suelos diversos es arcilla. Una arcilla que, aunque ellos no lo sepan, posee una estructura química muy porosa capaz de absorber parte de las toxinas ingeridas durante su alimentación.

Otra práctica bastante extendida en el reino animal es la de frotarse las plumas o el pelaje con sustancias que protejan de los parásitos. Un ejemplo extremo de este hábito lo encontramos en el arrendajo común, pues se han visto especímenes de esta especie revolcándose con las alas extendidas sobre hormigueros. No llegan a tanto los osos pardos norteamericanos, que sin embargo protagonizan un caso particularmente interesante por lo que tiene de relación con el ser humano. Los grizzlies, como son denominados en los países donde habitan, poseen la costumbre de esparcir por su pelaje una pasta que preparan con la planta conocida como raíz de osha, vegetal que también utilizan los indios navajo para tratar infecciones y problemas estomacales. De hecho, este pueblo afirma que aprendió a emplearla gracias a los osos.

Sin salirnos de la lucha contra los parásitos, podemos añadir otro comportamiento reseñable que se ha observado con frecuencia. Varias especies de aves recubren sus nidos con tallos y hojas frescas de plantas aromáticas. Investigaciones realizadas en poblaciones norteamericanas de estorninos pintos indican que esta práctica reduce el número de ácaros en los nidos, lo que pone de manifiesto la utilidad de una técnica que recuerda bastante a los arcaicos colchones descubiertos en el yacimiento de Sibudu.

Y terminemos este rápido repaso con un último ejemplo. Fue descrito por la bióloga Holly Dublin tras una de las expediciones que realizó para la World Wildlife Fund en los años 70 del siglo pasado, donde presenció cómo una elefanta africana preñada recorría una distancia muy superior a la habitual hasta encontrar un arbusto de la familia de las borrajas, del que se alimentó ávidamente. Intrigada, esta investigadora siguió al animal al día siguiente, asistiendo al nacimiento de su cría, y más tarde constató la costumbre de muchas mujeres keniatas de tomar una infusión hecha con hojas de esa misma planta para inducir su parto. De nuevo, un uso de planta medicinal del que no somos los únicos beneficiarios.

Como vemos, aves y mamíferos predominan entre las especies protagonistas de los casos de automedicación detectados en el reino animal, si bien estamos ante un hábito que llega a darse incluso en invertebrados. Parece evidente, por tanto, que no se necesita poseer la capacidad de aprender para emplear sustancias curativas, pues también se produce en animales con cerebros muy poco desarrollados. De hecho, exceptuando a los homínidos, nos encontramos ante comportamientos innatos en los que la selección natural constituye la fuerza motora y los genes el repositorio que garantiza su transmisión a la siguiente generación.

Claro que, según esta explicación, uno esperaría que estas prácticas supusiesen una ventaja para las especies que las han desarrollado y no siempre es así. Ahí tenemos, por ejemplo, los múltiples casos documentados de animales comiendo frutos fermentados para embriagarse con ellos. Se ha visto a elefantes asiáticos tambaleándose después de atiborrarse de durianes maduros, que pueden llegar a contener un 7% de alcohol etílico, y a monos que tras emborracharse de igual modo permanecen en el suelo incapaces de subir a la copa de los árboles donde normalmente habitan.

Aves y mamíferos predominan entre las especies protagonistas de los casos de automedicación detectados en el reino animal, si bien estamos ante un hábito que llega a darse incluso en invertebrados.

De la misma manera, si pasamos a otras sustancias psicoactivas, nos encontramos con sucesos igual de chocantes. Como el de los petirrojos americanos durante la época de maduración de las bayas del toyón, cuando las engullen en masa a pesar del efecto embriagador que les provoca para luego formar grandes bandadas que vuelan totalmente desorientadas e incluso, si sufren intoxicaciones particularmente severas, caerse de las ramas y quedar a merced de sus depredadores. O el de los rumiantes que cogen gusto a pastar la llamada hierba loca pese a que los aturde y les llega a causar anorexia. Por no hablar del uso de la iboga, una de las plantas psicotrópicas más conocidas de África, por parte de facóceros, elefantes, puercoespines y gorilas. O de la costumbre compartida por varios pueblos siberianos y sus rebaños de renos de tomar Amanita muscaria. Este último caso, además, con la curiosidad añadida de que ambas especies han aprendido que la orina de los consumidores de esta seta alucinógena mantiene su poderoso efecto, lo que aprovechan los primeros en sus ceremonias rituales y los segundos, de forma menos solemne, peleando por el privilegio de beber las micciones de sus congéneres.

Podríamos argumentar que son dos situaciones claramente diferentes. Mientras que en los primeros casos hablábamos del empleo de sustancias curativas, en estos últimos hemos cambiado a psicoactivas. Pero no estaríamos analizando la cuestión del modo adecuado. Porque ¿cómo diferencian los animales entre unas y otras? Evidentemente, no lo hacen. Ambos comportamientos son en esencia el mismo. Una tendencia hacia el uso de plantas y otras sustancias más allá de lo relativo a la mera alimentación que invita a pensar en la existencia de un impulso animal que fomenta la aparición de este tipo de hábitos.

¿Cómo casa esta reflexión con nuestra pregunta inicial? Y, recordemos, nos planteábamos cuándo y cómo había empezado a utilizar plantas medicinales el ser humano. Considerando la enorme cantidad de ejemplos de automedicación descritos en la naturaleza, parece lógico conceder esta capacidad a nuestros ancestros antes incluso del propio nacimiento del género Homo. Ellos también habrían contado con esa predisposición natural a la que acabamos de referirnos. A partir de ahí, no cabe duda de que la enorme curiosidad intrínseca que define nuestra especie pudo hacer el resto. Gracias a los distintos mecanismos de adquisición de conocimientos que poseemos, como el ensayo prueba y error y la observación de las prácticas de otros animales, fuimos perfeccionando nuestras destrezas a la hora de cuidar de nuestra salud. Más tarde llegarían el método científico y los experimentos controlados. Y aquí estamos, teorizando sobre la posibilidad de alcanzar esperanzas de vida por encima de los cien años.

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