Cassia, la cigarra

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TEXTO POR NAIARA NIETO REMENTERIA
ILUSTRADO POR NAIARA NIETO REMENTERIA
ARTÍCULOS | KIDS
ANIMALES | CIGARRAS | ZOOLOGÍA
27 de Mayo de 2021

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«¡Aaah! —gritaba Cassia con una mezcla de miedo y emoción». No todos los días se salta desde la rama de un árbol sin alas ni paracaídas. Aún era un bebé cigarra, y no muy consciente de lo que ocurría. Sin embargo, su instinto le decía que todo iba bien. No era más que parte de un ciclo.  El siguiente paso sería escavar y permanecer bajo tierra, alimentándose y creciendo. Todo era parte de la aventura que daba comienzo.

Aunque de aquel episodio hacía ya mucho tiempo, Cassia se encontraba en la fase de ninfa, lo cual significa que todavía no era adulta. Y dicho sea de paso, el término ninfa, incluye tanto a hembras como a machos. Pero centrémonos en la historia. Para llegar a la madurez, Cassia tenía que pasar por una última muda. Sí, tal y como suena. A medida que van creciendo, las cigarras van cambiando de traje o, mejor dicho en este caso, de piel. Las primeras mudas las hacen mientras viven bajo tierra y la muda final, la que les da apariencia de adultas, tiene lugar en el exterior, mientras trepan hacia las ramas de los árboles. Emerge así la cigarra adulta: insecto alado y, en la especie de Cassia, de impresionantes ojos rojos.

Cassia era una cigarra muy especial. De entre las más de tres mil especies de cigarras que hay en el mundo, ella pertenecía a una de las muchas que habita en EE. UU. Estas cigarras se caracterizan por vivir bajo tierra, ni más ni menos que ¡diecisiete años! Tras este tiempo, salen a la superficie para formar una familia. Esto significa que, si tenéis la suerte de tropezaros con una cigarra de la especie de nuestra amiga Cassia, sabréis que tiene más años que cualquiera de los niños que estáis leyendo o escuchando este cuento.

Remontándonos de nuevo a su más tierna infancia, añadiremos que las cigarras ponen sus huevos en el interior de las ramas de los árboles y cuando las pequeñas ninfas rompen el cascarón caen al suelo a los pies del árbol. Así, sin alas ni nada. Pero, por fortuna, no sufren daño alguno. Son más pequeñitas que un grano de arroz, y se esconden bajo tierra, donde permanecen tranquilas, con la única ocupación de alimentarse, hasta que llega el momento de salir nuevamente a la superficie. Pero nuestras amigas no recordaban nada de aquella época. Había pasado mucho tiempo y la vida en la superficie era desconocida para ellas. Sin embargo, las ninfas, vivían despreocupadas, sin demasiado interés por el tema. Todas, excepto Cassia, que como hemos dicho al comienzo, era una cigarra muy especial. Era inquieta y curiosa y no dejaba de darle vueltas a lo que les esperaba en el exterior. Cada vez que se encontraba con alguna hormiguita, lombriz de tierra o algún gusano despistado, no desaprovechaba la oportunidad para preguntar y preguntar, y hacía sus composiciones sobre cómo sería el mundo que le esperaba cuando se hiciera un poco mayor.

—Dicen que en la superficie hay un cielo azul precioso, que se convierte en una obra de arte de diferentes colores al amanecer y al anochecer. Y las flores son bellísimas, ¡hay infinidad de variedades, cada una con sus formas y colores característicos! —explicaba a sus compañeras con excitación. Al vivir bajo tierra, donde todo es oscuridad, el tema de los colores le atraía especialmente.
—Sí, bueno, parece interesante —el resto de ninfas, vivían a su ritmo, y no mostraban el mismo entusiasmo—, pero aquí también estamos de maravilla. ¡Vamos a tomar un poquito de savia!

Y a eso se dedicaban básicamente las ninfas. Clavaban su especie de pico en una raíz y absorbían la savia como con una pajita. Este es el sistema que emplean tanto las ninfas como las cigarras maduras, y como son muy bondadosas, al acabar el aperitivo tapan el agujerito que han hecho con una especie de baba viscosa. De este modo evitan que se pierda la savia y protegen a la planta.

Pasó el tiempo y llegó el gran momento: Cassia y sus congéneres saldrían, por fin, a la superficie. Nuestra protagonista no cabía en sí de la emoción.

—Por fin veremos el mundo exterior, el cielo, las flores,… ¡todo! —gritaba entusiasmada.

Comenzó la ascensión. Poco a poco, las cigarras fueron haciendo túneles que les llevaron a la superficie. A Cassia le pareció un renacer. Se sentía desprotegida en el nuevo mundo y un tanto desorientada. Por suerte, un impulso instintivo llevó al grupo hacia el tronco del árbol más cercano y empezaron a trepar. Fue entonces cuando tuvo lugar la transformación final, la metamorfosis que convirtió a las ninfas en cigarras adultas.

Desposeídas de su piel de ninfa, las cigarras presentaban un aspecto imponente. Aún con las alas húmedas tras la muda, Cassia empezó a tomar consciencia de la nueva situación: un pájaro sobrevoló veloz hacia una ninfa rezagada. Un escalofrío hizo temblar a Cassia, que por fortuna había esquivado al pájaro. Sus nuevos colores de adulta, más oscuros, le permitían camuflarse mejor sobre el tronco del árbol en el que se encontraba. Las ninfas eran pálidas y destacaban claramente. Resultaban un plato goloso, no solo para las aves, sino también para otros animalillos como las ardillas e incluso, perros.

Cuando sus alas se secaron del todo, Cassia probó a volar por primera vez. Lo más parecido que había hecho anteriormente había sido la caída en vertical cuando aún era una pequeña ninfa recién salida del huevo. Descubrió que no era especialmente habilidosa volando, pero le pareció una experiencia fascinante. Mientras practicaba el vuelo, observó cómo el resto de sus compañeras tampoco mostraban mucha pericia e iban tropezando con todo lo que se les ponía en el camino, incluyendo un señor que paseaba por allí y comenzó a hacer aspavientos hasta que sacudió a la aprendiz de aviadora. Cassia se acercó a su amiga para ver si se encontraba bien, y ella misma recibió un manotazo del señor, que se alejó corriendo. Nuestra amiga cayó al suelo. Más que el golpe, le dolía la sensación de decepción: el mundo exterior no tenía nada que ver con lo que ella había soñado. Cuando aún estaba en el suelo, y sin tiempo para reaccionar, se acercó un niño, que suavemente recogió a la cigarra con ayuda de una hoja de roble. Había también una niñita que preguntó:

—¿Está bien la cigarra?
—Sí —contestó el niño —. Llevémosla a las raíces del árbol para que vuele a las ramas.

Cassia no era capaz de comprender el lenguaje humano, pero supo interpretar la escena. Se sintió mejor al comprobar que no todo era hostilidad en el exterior. Comenzaba a ponerse el sol y nuestra amiga cigarra, subida a una rama, pudo disfrutar, por primera vez, del anochecer. Inmersa en sus pensamientos, comenzó a escuchar una melodía. Un son envolvente. El sonido procedía de varios lugares, pero había uno que le atraía más que el resto. Empezó a seguir la música hasta que descubrió un compañero cigarra en la rama de otro árbol.

Las cigarras macho tienen en el abdomen dos cavidades que contraen y estiran, haciendo vibrar unas membranas denominadas timbales. Los timbales son los responsables del son que producen las cigarras macho y que atrae a sus compañeras. Al contrario que los grillos, que frotan sus alas, y los saltamontes, que raspan sus patas contra las alas, las cigarras macho disponen de este peculiar sistema que recuerda a los tambores del mismo nombre.

Gracias a esta música, Cassia hizo un nuevo amigo. Tenían muchas cosas en común: a ambos les gustaba la música, la rica savia y las puestas de sol, y después de aquel día tan insólito, ambos tenían muchas aventuras que compartir.

La pareja de cigarras tuvo descendencia. Cassia puso cuatrocientos huevos bien protegidos en el interior de una rama. Y nacieron cuatrocientas pequeñas ninfas que, al igual que ella recién salida del cascarón, cayeron sin paracaídas a los pies del árbol que las vio nacer. Y allí, en la profundidad de la tierra, protegidas entre raíces permanecieron, ni más ni menos que otros diecisiete años.

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