Pesado contra ligero
Érase una vez unas alegres Nereidas, simpáticas y divertidas deidades marinas pertenecientes al séquito de Neptuno que habitaban en el fondo del océano con tanta naturalidad como los humanos andamos pisando la tierra firme. Ellas, rodeadas de agua, ayudaban a los navegantes, humanos inmersos en aire.
Estas gráciles criaturas disponían de mucho tiempo libre y tenían el hábito de pensar. Como además eran observadoras (por naturaleza o por educación o quizá por una magnífica combinación de ambas, que de eso no tenemos constancia rigurosa), se ocupaban entre otras cosas en cultivar la belleza de la sabiduría y de la comprensión del medio físico en el que habitaban.
Quizá fueran hermosas, me señala un poeta, porque practicaban la hermosura en todas sus modalidades y en todos los aspectos de la vida.
Sobre la ligereza
En cierta ocasión, el maestro matemático Torricelli (1608-1649) impartió en la Accademia della Crusca (Florencia), institución responsable del cuidado de la lengua, una lección sobre un concepto procedente de la filosofía aristotélica inicialmente y de plena vigencia en la primera mitad del siglo XVII: la ligereza. Para esta tarea se hubo de despojar tanto del aire severo que le confería la responsabilidad científica que le aportaba su cargo como matemático de la corte florentina —posición que hasta su muerte había ocupado su mentor Galileo Galilei— como también su solemnidad clerical. Así conseguía tratar con humor y gracia un tema científico que hubiera resultado arduo y que él hacía accesible a un auditorio culto y agradecido, pero no especialista. Torricelli desplegaba en estas ocasiones sus artes más exquisitas y elegantes como conferenciante.
Y esta lección, la quinta, está llena de elegancia, dulzura y ligereza, y de un indudable talento poético, que no prodigaba seguramente muy a menudo, y que los escasos retratos que de él perduran parecen encargarse de ocultarlo.
Este científico silencioso era un hombre polifacético y, según se describe, así relataba con encanto:
«Que las Nereidas habían tomado un día la decisión de escribir un tratado filosófico. Abrieron una academia en el fondo del Océano del Sur, y comenzaron por escribir las leyes de la física al modo en que lo hacemos los habitantes del aire en nuestras escuelas. Estas observadoras Nereidas se daban cuenta de que algunos materiales en el medio en que vivían ascendían y que otros descendían a veces. Así las ninfas estudiosas decidieron clasificar las cosas en dos grandes grupos:
a) las que descienden que llamaron graves, como la tierra, las piedras, los metales y otras similares;
b) y las que se elevan que llamaron ligeras, como el aire, el corcho, el aceite... porque salen fuera del agua».
El maestro Torricelli contaba estas cosas en el año 1643 en una primavera florentina que seguramente sería hermosa y añadía:
«Yo no sé si son demasiado temerarias guiándose por el dictado de los sentidos sin corregirlos por el uso de la razón».
Y continuaba:
«Yo mismo he sido consciente de que tienen por ligeras cosas que nosotros consideraríamos graves... Y haciendo uso de mi imaginación me supongo a mí mismo habitando en el fondo de un profundo océano de argento vivo (mercurio) y soportando sobre mi cabeza un altísimo mar de este fluido metálico. Si entonces me conviniese escribir un tratado sobre la ligereza y la gravedad, haciendo una reflexión discurriría de la siguiente manera: llevo tantos años viviendo en este ambiente que he aprendido a tener bien sujetas todas las cosas, excepto el oro, que no huye hacia lo alto. Puesto que sin duda todas las cosas son ligeras, la tierra, las piedras y todo tipo de materiales tienen tendencia a ir elevándose, menos el oro que indudablemente se distingue por su propensión a moverse hacia abajo, esto es lo que realmente ocurre en el seno del mercurio. Si viviese en el fuego, como supuestamente hace la salamandra, todo serían graves incluso el aire...».
Este fragmento está traducido libremente a nuestra lengua del original en italiano, idioma de Torricelli usado para divulgar entre sus paisanos, porque cuando se trataba de demostrar o convencer a sus pares escribía en latín, que era el idioma dispuesto a que la ciencia se exprese y se comunique en el siglo XVII.
El lado leve de la personalidad
No parece que alguien dotado de tanto ingenio y sentido del humor, capaz de contar una historia tan simpática y poética, fuese un circunspecto matemático de la corte florentina, y, más aun, el matemático de la corte florentina al servicio del gran príncipe Ferdinando II de Medici. Pero no debe el lector dejar que los cargos y honores nublen su vista y considere que casi todos los seres humanos tienen (afortunadamente, creo yo) su lado cómico, su grandeza y su debilidad, y Evangelista Torricelli era una persona inteligente, juiciosa y quizá divertida.
Qué mejor manera de horadar en la firmemente arraigada y absoluta concepción aristotélica sobre la ligereza que mediante poéticos ejemplos, qué mejor modo de enseñar a los oyentes a pensar desde otra posición, a cambiar de postura, a mirar las cosas con otra perspectiva que mediante ejemplos casi de cuento de hadas.
Aristóteles preconizaba la ligereza positiva, como la cualidad absoluta de los cuerpos de caer o de elevarse. Galileo Galilei, a la sazón el último maestro de Torricelli, no aceptaba la distinción entre cuerpos absolutamente livianos y cuerpos absolutamente pesados. El maestro ya le había enseñado a su pupilo que la ligereza no es más que una pesantez menor, y así el movimiento hacia arriba o hacia abajo no depende tanto del peso del cuerpo como del medio en que este se mueve.
El humo no posee ligereza intrínseca solo es que pesa menos que el aire y por eso siempre hemos de mirarlo hacia lo alto.
«Todo cuerpo sumergido en un fluido recibe un empuje hacia arriba que es igual al peso del volumen del fluido que desaloja». Esta reflexión evocadora de Arquímedes, pensará el lector, ¿adónde lleva? Es muy probable que a Galileo. No es inimaginable que los problemas hidráulicos de la ciudad, inagotables y engorrosos, trajeran al primer plano de la imaginación creativa del científico el útil principio de la hidrostática de Arquímedes, y seguramente hablaría con su pupilo largo y tendido al respecto.
Siendo que nadie que llegó lejos en el pensamiento dejó de considerar las relaciones entre las cosas, y menos entre las cosas de la ciencia, permítase el amable lector que el propio Galileo como el mismísimo Newton se encaramó sobre hombros de gigantes para otear el horizonte, y así vio siempre mucho más lejos que de cualquier otra manera en que lo hubiera intentado.
Referencias
—Herrera, R. M.: «Biografía de Evangelista Torricelli» (preprint)
—Torricelli, E.: «Lezione quinta. Della leggerezza», pp. 583-584. En las lecciones académicas de Evangelista Torricelli (Opera geométrica)
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