Maya y Molloy

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Relato finalista del primer concurso de cuentos infantiles Ciéncia-me un cuento.
Organizado por la Society of Spanish researchers in the United Kingdom (SRUK/CERU).

TEXTO POR LIDIA DELGADO CALVO-FLORES
ILUSTRADO POR SARA GUMMY
KIDS
CUENTO | INGENIERÍA
29 de Noviembre de 2018

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—Corre Molloy, date prisa! —gritó Maya—. ¡Siempre nos retrasamos por tu culpa! Venga, métete rápido —dijo Maya mientras abría su mochila científica porta-gatos para que Molloy se metiera dentro.

No hacía tanto tiempo que Maya y Molloy (que se pronuncia Moloy) se conocían, pero se habían hecho amigos del alma. Llevaba desde que era muy pequeñita preguntándole a sus papás cuándo podría tener un gato. «¡Mamá, que yo me voy a encargar de todo. Yo lo cepillaré y le limpiaré la arena, rogaba Maya, simulando que cepillaba un gato invisible».

Todo ocurrió una mañana de sábado. Los papás de Maya le dijeron que se montara en el coche que se iban de excursión. La niña obedeció muy feliz porque sabía que un día de excursión significaba un día de exploración por el campo, donde podría espiar a los animalillos con sus prismáticos y recoger muestras para luego analizarlas y hacer experimentos. Desde muy pequeñita, sus padres, ambos científicos, le habían inculcado el gusanillo por la investigación. Maya, a sus ocho años, ya conocía el nombre y las características principales de todos los planetas del sistema solar, sabía por qué nevaba y llovía y también cuánto duraba el embarazo de una elefante. La ciencia y la naturaleza le fascinaban y siempre estaba deseando aprender más y más. 

—¿Y a dónde vamos hoy? ¿Al río? —preguntó Maya desde el asiento de atrás.

Su padre, que estaba conduciendo, miró a su madre por el rabillo del ojo y le sonrió de oreja a oreja sin que Maya pudiera verlos. Llegaron a su destino, pero no había nada interesante alrededor, ni árboles, ni ríos, ni nada, solo una especie de casa. Maya salió del coche, se acercó al edificio y abrió la puerta con mucho cuidado sin tener ni idea de lo que se iba a encontrar allí. Al principio, solo vio un largo corredor con un montón de jaulas a ambos lados, pero cuando se fijó más descubrió que dentro de cada jaula había algo: eran cosas peludas que maullaban.

—¿Voy a tener un gato?

Maya estaba eufórica, daba saltos de un lado para otro, gritando y bailando. No recordaba haber estado nunca más feliz.

—Elige el que más te guste —le dijo su padre.

Allí había muchísimos gatos: gatos huérfanos, gatos de la calle y también gatos que habían sido abandonados porque sus familias se habían cansado de ellos. Había gatos grandes, pequeños, jóvenes, viejos, gordos, delgados, blancos, negros y

atigrados. Lo que todos tenían en común era que buscaban una familia que los adoptara y les diera todo el amor, el cariño y el cuidado que se merecían.

En una jaula había un gato negro enorme, con unos ojos amarillos muy muy redondos y que, en vez de maullar, hacía un ruidito muy gracioso. Otro era gris, con los ojos azules y el pelo muy largo. Otro tres pelos, como en algunos sitios se les conoce a los gatos callejeros. Pero Maya no prestó atención a ninguno de ellos, se había quedado quieta, observando a un gato pequeñito, de unos cuatro o cinco meses, con el pelaje de color naranja. Tenía unos bigotes larguísimos y la miraba con ojillos esperanzados desde los barrotes. 

—Maya, ¡ese no! ¿No ves que le falta una pata? ¿Cómo va a jugar contigo solo con tres patas? —le dijo su madre.

Pero Maya ya había elegido. Ese gato naranja le había robado el corazón, daba igual que tuviera tres, cuatro o veinte patas: no se iba a volver a casa sin Molloy. Hacía mucho tiempo que sabía que ese sería el nombre de su futuro gato y por fin Molloy había llegado a su vida. En el coche de vuelta a casa, Molloy iba ronroneando en el regazo de Maya. Y así fue como Maya y Molloy se conocieron. 

El gato se metió en la mochila a regañadientes. Aunque el hueco era espacioso e incluso tenía una ventanita que Maya le había hecho para que pudiera ver el paisaje. Pero el hecho de que le faltara una patita hacía que correr rápido le costara mucho esfuerzo y casi siempre se quedaba atrás. Esa tarde iban a intentar hacer fuego con una lupa. Su profesora de ciencias lo había explicado en clase, solo se necesitaba una lupa, un papel y los rayos del sol. Maya no acababa de creérselo, tenía esa manera de ser, lo comprobaba todo. Cuando le contaban algo, nunca se lo creía a pies juntillas, iba y lo comprobaba, ya fuera buscándolo en internet o intentándolo ella misma. Llegaron al sitio, Molloy salió de un salto de la mochila y se tumbó en el suelo. Ella sacó la lupa que había cogido de su casa, una hoja de periódico y se tumbó junto a Molloy. Colocó la lupa en paralelo al suelo, de manera que los rayos del sol incidían en ella perpendicularmente y la hoja de periódico debajo. Enseguida vio que un circulito luminoso se reflejaba en el papel. Al ser la lupa un espejo cóncavo, los rayos del sol se pueden concentrar en un punto y como la luz produce calor, si debajo hay un material combustible, se producirá fuego. Había pasado media hora y no había ni rastro del fuego.

Molloy se había dormido hecho un rosco. Después de una hora entera, Maya vio que del periódico salía un poquito de humo.

—¡Despierta Molloy! ¡Estamos a punto de hacer fuego!

El gato se levantó de un salto. Efectivamente, a los pocos segundos se hizo un agujero y unas llamitas asomaron por el periódico. Rápidamente, Maya se puso de pie y pisó el papel, apagando la llama para que el fuego no fuera a más. ¡Lo habían logrado! Habían probado que se podía encender fuego usando una lupa. Molloy se subió al hombro de la niña y le dio un lametazo en la mejilla. 

Y así pasaron los años, entre expediciones, inventos y aventuras. Maya se fue haciendo mayor y también Molloy. Solo que los años para los gatos no son lo mismo que para las personas y cuando Maya cumplió diecisiete años y se acercaba el momento de irse a la universidad, Molloy tenía el equivalente a sesenta años humanos. Cada vez le costaba más andar. Cuando era más joven, como sus tres patas restantes estaban fuertes, no tenía problema alguno. De hecho, muchas veces acababa en la mochila de Maya porque era un perezoso y prefería que lo llevaran y no porque realmente le hiciera falta, pero ahora era diferente y a Maya se le rompía el corazón. No soportaba ver a su mejor amigo en esa situación pero aun así hacía de tripas corazón y lo trataba como siempre, para que el gato no supiera que en el fondo estaba triste. Así que vivieron el verano de sus vidas, Maya explorando el mundo y Molloy en su mochila.

Hacía ya un tiempo que Maya había decidido que quería ser ingeniera mecánica. A sus padres les resultó extraño que siendo los dos biólogos y encantándole a Maya la naturaleza hubiera optado por esa carrera. Pero ella tenía una razón muy poderosa por la cual había tomado esa decisión. La universidad estaba a cuatro horas de su casa y aunque volvería algún fin de semana, sabía que iba a echar muchísimo de menos a sus padres, pero sobre todo, a su gato Molloy. El día de la despedida fue un poco triste, pero Maya no dejaba de pensar en todo lo que iba a aprender y en su razón para ser ingeniera. Molloy se metió en su mochila, como siempre, pero cuando Maya lo sacó, el gato se dio cuenta de que esta vez su dueña viviría sola la aventura. La niña le prometió que hablarían por Skype todos los días y se subió al bus que la llevaría al campus universitario.

El principio fue duro, como los inicios de todas las grandes cosas, pero enseguida se acostumbró a la vida universitaria e hizo muchos amigos de todas partes del mundo. No se perdía una sola clase, se sentaba en primera fila y continuamente levantaba la mano para preguntar dudas. Aprendió sobre termodinámica, resistencia de materiales y mecánica de fluidos, sobre electrónica y máquinas hidráulicas. Estaba feliz, cada vez veía más cerca su gran plan. Aparte, cada día llamaba a sus padres para poder ver a Molloy. Su padre cogía al gato y lo alzaba para que ella pudiera verlo por la cámara, ella le decía que lo quería mucho y el gato maullaba al reconocerla a través de la pantalla.

Así, entre exámenes y prácticas, llegó el momento de hacer el proyecto final de grado. Había elegido hacerlo en el departamento de Biónica, con una profesora que le había puesto un sobresaliente en el examen final. Solo tenía tres meses, tres meses para hacer lo que se había propuesto como proyecto y volver a casa como ingeniera. Fueron unos meses difíciles, los problemas surgían y más de una vez Maya quiso tirar la toalla, pero sacaba fuerzas de flaqueza al acordarse de cuanto deseaba ver su proyecto convertido en realidad, y al final lo consiguió. 

Sus padres fueron a recogerla para llevarla de vuelta a casa. Maya no se separó en todo el viaje de una caja de madera que contenía su proyecto. Nadie sabía de qué se trataba, ni siquiera sus padres. Antes de entrar en casa ya vio al gato en la ventana, maullando y moviendo el rabo. Abrió la puerta y corrió a la ventana a buscarlo y a darle un abrazo interminable. Dejó la caja que contenía su preciado proyecto en el suelo y la abrió.

—Molloy, tengo algo para ti —le dijo al gato mientras le rascaba detrás de las orejas—. Eres el mejor gato del mundo —parecía que el gato la entendiera porque había empezado a ronronear sonoramente—. Nunca dejaste de hacer cosas por tener una pata menos, aunque cuando estabas cansado te metías en mi mochila.

Molloy se puso de pie y estiró las orejas, pensando que se iban de exploración.

—Jajajajajaj ¡sí! Muy pronto nos iremos de exploración, pero esta vez, tú vendrás corriendo a mi lado Molloy. He construido esto para ti.

Maya sacó de la caja una estructura de metal muy sofisticada, con cables y muelles.

—Mi proyecto final de grado ha sido construirte una patita biónica.

Maya le ajustó la patita a Molloy y enseguida el gato se puso a correr y a saltar, nadie hubiera dicho que Molloy tenía ya el equivalente a setenta y cinco años humanos.

Desde entonces y hasta el final de sus días, Molloy acompañó a Maya en todas sus aventuras, pero esta vez desde fuera de la mochila, corriendo a su lado.

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