El porteador

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Antes me ocurría algo curioso: ya no me quedaba nada en qué pensar. Solo podía repasar cosas en las que ya había pensado. Mi mundo se reducía a un camino que siempre pasaba bajo mis pies, un cuerpo que caminaba sin descanso desconectado de la mente.

TEXTO POR ENEKO BERAZA
ILUSTRADO POR ANGYLALA
ARTÍCULOS
QUÍMICA
2 de Diciembre de 2018

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Ahora cargo mis cestos a la espalda y subo de nuevo. El volcán me acaba de decir que sí.

Antes no pensaba en nada. No sentía nada. No era nada. Solo alguien o algo que subía vacío por dentro y bajaba solo cargado por fuera. Pero ahora siempre tengo algo que pensar. Miro las piedras rotas del camino y me pregunto cuántos siglos me observan en su pétrea eternidad, rozo las plantas que se retuercen a los lados, dobladas por el paso de los porteadores, y me pregunto cómo se llaman o si tienen alguna utilidad.

Ahora quiero saber. Y eso es nuevo.

Lo que más pienso es que me duelen las piernas, no voy a ser un cínico. Comienzo ahora el segundo viaje del día a la cima del volcán y no sé si haré alguno más: suelo decidirlo al bajar a la base y sentarme un minuto. Fumo un cigarrillo, miro arriba y espero a que me diga lo que debo hacer. A veces subo a la cima, otras veces bajo los hombros y vuelvo a casa.

Subir es duro pero bajar es peor. Y siempre pensamos en bajar. Siempre. Bajar, descansar y volver a subir. El trabajo es así: si subes y bajas cargado, cobras. No tiene mucho secreto.

No sé por qué, hace un año, no rechacé al tipo que me saludaba desde esta curva del camino aquel día. Un francés loco. Bendita sea su locura porque era contagiosa. Aún recuerdo su pantalón kaki, su camisa de palmeras llena de sudor y aquellos ridículos calcetines blancos que adornaban unas níveas piernas acribilladas por los mosquitos. Decía que éramos la antítesis de Sísifo, un griego al que le tocaba subir la misma piedra a una montaña una y otra vez. Tenía buen tabaco, el francés. Me regaló una cajetilla y todo. Reía cuando le dije que éramos los únicos que subíamos al infierno: el resto siempre baja. Cada día me acuerdo de él porque encendió una chispa en mí: a veces hay personas que te cuentan algo en forma de cuento y todo eso queda dentro, aferrado con uñas y dientes al cerebro de una forma que nada ni nadie te puede ya arrebatar. Hablé varios días con él, incluso una vez me pagó el sueldo de dos días por sentarme con él a hablar.

Ya les he dicho que estaba loco. Desconozco cuáles eran sus razones (si yo estuviera de vacaciones no estaría sentado en un volcán viendo pasar la vida) pero convirtió una cáscara vacía en un hombre que ya no cesa de hacerse preguntas.

Recuerdo cada detalle de la taberna en la que me colé de niño: el humo de tabaco, el trapo sucio que aquel chico pasaba de forma automática por la barra después de servir una bebida y aquellos hombres que hablaban de un tesoro dorado en la cima del volcán. ¿Un tesoro? Pensé que no podía ser verdad, lo confieso, pero ellos apuntaban hacia la lejanía, hacia arriba, y decían que cualquiera que quisiera podía cogerlo. Tenían la espalda deforme aquellos hombres, me parecían tortugas parlantes.

Ahora yo también soy una tortuga, supongo. Aunque ahora pienso.

Soy.

Portear azufre desde la cumbre del Kawah Ijen en Java no es ninguna broma. El borde de su caldera está a 2800 metros. A veces me parece increíble que haya bajado más peso que el mío propio. Dicen que las hormigas pueden levantar hasta cinco mil veces su propio peso. Si yo fuera una hormiga subiría solo un par de veces al año, lo prometo. Pero como no soy un insecto intento subir tres veces al día. Si me siento bien y si el volcán me lo dice, claro.

Él manda.

Levanto ahora la vista y veo que ya queda menos para llegar. Los árboles van desapareciendo y solo quedan tocones y muerte. Nada vive aquí arriba salvo nosotros. Es un escenario apocalíptico, como si una catástrofe hubiese sucedido hace unos minutos: el humo del volcán arrastrado por el viento baja por la ladera y la vista no alcanza a más de dos metros. Yo tengo suerte: un amigo que trabaja en un almacén me regala recambios para la mascarilla. Algunos se ponen un trapo mojado alrededor de la boca y la nariz pero sospecho que no es suficiente.

Ya está: mascarilla puesta. Hay que seguir.

Llego al borde de la caldera. Algunos turistas nocturnos aún están por aquí: por las noches el volcán rezuma lava azul, que no es otra cosa que azufre en combustión. Suelen llegar a la cima de madrugada, jadeando y con la lengua fuera. Si ellos supieran… Tras el espectáculo nocturno sacan fotos al amanecer del lago que ocupa la caldera. La primera vez que lo vi con mis propios ojos solo pensaba en bajar corriendo y bañarme en sus aguas azules. Alguien dijo que sus aguas eran malas y el francés me lo confirmó: eran más acidas que el ácido de batería.

Mientras bajo por el borde hacia el lago, veo subir a los hombres que acaban de recoger azufre bajo los tubos de cerámica que salen de las tripas del volcán. Subir hasta el borde les llevará media hora y bajar a la base otros noventa minutos. Los turistas ya no bajan al lago, desde el día que el francés cayó. No importa si muere uno de nosotros pero el francés era un turista así que prohibieron el acceso, aunque a veces vienen grupos con permisos especiales y cámaras que graban cómo recogemos las placas de azufre. Suelen ser amables pero preferiría que alguno se ofreciera a bajar después parte de mi carga.

El viento cambia de dirección a placer y en ocasiones hay que detenerse para no caer. Es una bajada peligrosa, una pesadilla que se afronta con los ojos abiertos. Resbalas continuamente y el corazón se pone a mil.

Hay varios porteadores en los tubos así que toca esperar. Unos fuman, otros charlan y los hay que comprueban las llagas que viajes anteriores han dejado en sus hombros. Todos tenemos la mirada de los mil metros. El azufre sale de los tubos en forma líquida y en este momento veo el goteo de esta herida, siempre abierta, que forma placas amarillas que brillan en el suelo.

Ahora sé que hay azufre en muchas cosas y que aparece en la metionina, un aminoácido esencial. Lo sé porque me lo dijo el francés. Me lo contó como a un niño, muy dulcemente, y me despertó. Bueno, eso ya lo he dicho. A veces me repito, ya lo sé. Mi cocorota aún no está llena pero ahora conozco más cosas, leo cuando tengo tiempo y sé qué diferentes compuestos del azufre son los que provocan que lloren los ojos al partir cebolla o que la orina huela raro tras comer espárragos, que el ajo tenga ese aroma tan peculiar o que los huevos podridos huelan tan asquerosamente mal. El francés decía que la evolución nos había regalado un gran detector de azufre que todos llevamos sobre la boca y bajo los ojos: el olfato. Decía que somos capaces de detectar pocas partículas de azufre entre un billón y que se debe a que nuestro cerebro asocia el olor con la putrefacción.

Increíble. ¿O no?

Sus palabras se repiten en mi cabeza. Decía que los átomos de azufre adoran estar juntos, que eran como personas, y que mantenían unidas a largas cadenas de proteínas que forman la queratina y que eran esenciales para formar nuestro pelo y nuestras uñas. Quien ha olido pelo quemado puede adivinar que hay azufre en todo el asunto. Decía que cuando alguien se alisa el pelo con planchas lo que hace es romper provisionalmente esos enlaces para que el azufre se una de nuevo creando nuevas formas.

O el caucho: un tío llamado Goodyear descubrió que al añadir azufre al látex se obtenía una mezcla más dura y maleable que ayudó a formar los primeros neumáticos. Lo llamaron vulcanización, en honor al dios romano de los volcanes, un tal Vulcano.

Mi turno. Por fin. El azufre que gotea está formando una placa en el suelo. Toco sus bordes, aún está muy caliente. Tras unos minutos, hago palanca con una barra de metal contra el suelo y levanto la placa, antes de romperla en pedazos. Lleno los cestos y los levanto: son más de 70 kilos. Cojo unos trozos sueltos que han dejado los anteriores porteadores y me aparto de la cola. Mis manos sangran: utilizar la barra es duro y mis guantes de trabajo se han caído en algún momento de la subida.

Momento para fumar un cigarrillo y admirar las heridas. Este humo también tiene azufre, lo decía el francés. Vino varias veces aquella semana, le gustaba subir y hablar con nosotros. El segundo día se empeñó en acompañarme hasta este mismo sitio en el que me encuentro ahora. Todavía permitían a los turistas bajar al lago, claro. Quizá vio a un hombre que creía ser una tortuga y le convenció de que no lo era. El resto me lo dejó a mí. Su regalo fue la duda. Su presente fue la curiosidad.

Y me hizo humano.

Toca subir de nuevo antes de emprender la bajada, media hora hasta llegar al borde de la caldera. En este momento siempre dudo unos instantes: ¿podré llevar la carga hasta la base? La respuesta siempre es sí. Los dos cestos de bambú cargados hasta arriba están conectados por una barra transversal que se clava en los hombros y la escarpada subida tampoco ayuda a mantener la estabilidad: los pies resbalan en las piedras, los cestos tiran con dos vectores alargados hacia el centro de la Tierra y la barra se dobla peligrosamente, hundiendo la piel contra los huesos.

Ya estoy en el borde. Desde este lugar cayó el francés, quienes lo vieron me dijeron que fue desde aquí. Miro abajo, el lago de veneno azul que es espejo del cielo y pienso si es lo último que vio. Rezo una oración rodeado de humo y le doy las gracias por mostrarme que hay algo más que un camino que sube y baja de un volcán.

Clavo la barra en mi espalda y comienzo a bajar. Hora y media hasta la base. Hoy no llueve pero entre diciembre y marzo bajar por este camino es terrible. Es fácil resbalar y en el mejor de los casos la carga caerá al suelo o los cestos se romperán. En el peor, quien se romperá seré yo. Paso junto a la roca en la que me senté con el francés el primer día. Algunos porteadores suben y me saludan con un gesto de la cabeza. A las tortugas no les apetece hablar cuando bajan con 80 kilos a la espalda por una pendiente de tierra y piedras o suben con la idea de hacer lo mismo más tarde.

Sulfur, sulvere. Latín y sánscrito para «quemar». Mi espalda quema, mis piernas queman, mis manos queman. La voz del francés me acompaña. Junto al carbón y el nitrato potásico forma la pólvora negra, que tantos cañones y fusiles quemaron en asedios, guerras sin sentido y sueños de poder. Sirve para fabricar cemento, aislantes eléctricos, dinamita, cerillas, fuegos artificiales, colorantes, fungicidas… Sirve incluso para blanquear el azúcar o acompañar el maquillaje de mi mujer. Forma el hexafloruro de azufre, que es seis veces más denso que el aire y que convertiría mi voz en la de un bajo (al contrario que el helio, que me haría ser una tortuga soprano). Supone el tres por cien de la masa de la Tierra y el noventa por cien del núcleo terrestre: con todo el azufre del planeta se podrían formar dos lunas. El dióxido de azufre, antimicrobiano y antioxidante, servía para mantener el vino joven en la antigüedad y se oxidaba en presencia de los fenoles del vino creando sulfitos. Su combustión se utilizaba, junto al alcohol, desinfectando hogares afectados por la difteria, las paperas o el sarampión.

Gracias, francés, por darme pensamientos.

Azufre, sulfuro, sufra o amarillo en árabe, shulbari en sánscrito que significa enemigo del cobre, némesis amarilla que hunde mis pies en la tierra mientras mi mirada busca en cada curva del camino el tejado de la base. Soy pesado y ya no estoy vacío, pienso en lo que haré con el dinero. Me pagarán cinco céntimos de dólar por cada kilo, el triple de lo que ganaría en el campo. Compraré más libros, saldré de aquí pronto.

O por el francés que lo intentaré.

Ya veo la base a lo lejos. Debilidad. Las piernas quieren descansar y a veces siento como si la barra me atravesara el torso partiéndome en dos. Pienso en otra cosa que no sea dolor. Mi mujer, eso, mi mujer me espera en casa. Al principio no entendió lo de los libros pero cuando murió el francés quise que siguiera vivo en mí. Esta noche antes de cenar estudiaré un poco, los exámenes serán en dos meses. Ese día no podré venir a trabajar así que más me vale que cuando deje la carga y mire al volcán, este me pida que vuelva a subir. Mi mujer me anima ahora: le cuento cosas y por la noche, antes de dormir, le enseño las estrellas. A ella le gusta Venus, le he tratado de explicar que no es una estrella y creo que casi la he convencido.

Encuentro mis guantes de trabajo colgando de una rama en el borde del camino. Es mi día de suerte.

Y la base, por fin, llena de cestos gemelos esperando ser pesados. Dejo mi carga sobre dos piedras y espero mi turno. No dejo de moverme, eso ayudará a que el ácido láctico vaya abandonando mis músculos y que mejore esta maldita sensación de rigidez. Como algo de pan, un poco de fruta y unos caramelos. Bebo agua, meto la cabeza bajo la fuente y durante unos segundos mi mente se queda vacía.

El hombre de la báscula anota en un papel y me paga: ochenta y tres kilos de azufre, cuatro dólares y quince centavos. No está mal. Me siento un momento y fumo, miro el camino que culebrea por el cuerpo del Kawah Ijen y le pregunto qué hacer.

El francés me pide que vuelva a casa, que estudie, que sea un hombre.

El volcán me pide que suba, que camine, que finja ser una tortuga.

He de subir: la matrícula de la universidad no se pagará sola. Quiero ser químico, como el francés. Camino en dirección al volcán con cestos vacíos al hombro, dejando una colilla humeante a mi espalda.

¿Me acompañas, francés? Es el último viaje del día.

Te lo prometo.

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