Al bajar del escenario

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Habían roto juntos récords de ventas y miles de personas cantaban sus temas, pero entonces se encontraban en una encrucijada. En los tabloides se sucedían rumores de separación, pero también de algo más. Algo mucho más grave y que, en aquella época, casi era innombrable. Aquella era la oportunidad de volver a ser leyenda y no la desaprovechó. Veinte minutos después, el mundo entero volvía a estar a sus pies.

TEXTO POR PABLO PINEÑO
ILUSTRADO POR NURIA RODRÍGUEZ
ARTÍCULOS
FREDDIE MERCURY | SIDA | VIH
21 de Enero de 2019

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Queda poco para las siete menos cuarto. Desde el pequeño pasillo se escucha el murmullo de la muchedumbre. Cerca de cien mil personas presentes para la reunión de las estrellas. Él y su grupo han confirmado su asistencia hace tan poco tiempo que algunos de los que esperan fuera no saben si realmente aparecerán o todo es simplemente un rumor.

Su cuerpo, moldeado en el gimnasio, no lo revela, pero hay algo dentro de él que no va bien. Su garganta está siendo víctima de una severa infección y, en palabras de su médico, simplemente está demasiado enfermo para actuar.

Cuando tienes el mundo a tus pies no puedes faltar a la cita. Alright.

Un mar de cabezas le devuelve la mirada. Él se la sostiene, desafiante. No hay nada que le guste más que saberse el protagonista. Durante los próximos veinte minutos será el eje sobre el que gire todo. Millares de gargantas le aclaman y él les arenga mientras recorre el escenario y lo reclama como suyo.

Se sienta al piano. Ojos cerrados. Las manos flotan sobre las teclas, como sostenidas por hilos invisibles. Hay silencios que retumban más que mil cascadas: son aquellos que esperan a que algo hermoso y terrible ocurra. Un acorde, dos, y finalmente tres notas para que la multitud ruja con una única garganta. Carry on, carry on, as if nothing really matters. Todo es música y, mientras esta dure, nada es más importante que el sonido de su voz sobrevolando el estadio.

Un frío diciembre, tan solo tres años antes, cinco hombres homosexuales previamente sanos mueren en un hospital de San Francisco debido a una extraña infección pulmonar. Un médico encontró la conexión con estas muertes y otras que se estaban dando en Nueva York y en California entre la población homosexual. Los casos se multiplicaron rápidamente. El rumor de una enfermedad inmunosupresora que afectaba selectivamente a la población gay se extendía por San Francisco. No se tardó ni un año en ponerle un nombre y, con él, una etiqueta: gay-related inmunodefficency o GRID.

No deja que la canción termine. Se levanta de su asiento como empujado por una corriente invisible. El público es un espejo casi perfecto, solo unas milésimas por detrás de su modelo. La cámara trata de predecir su siguiente movimiento pero es como tratar de adivinar el siguiente giro del huracán. You’ve yet to have your finest hour. Quizá eso mismo resuena en su cabeza. El demonio invisible ya se ha llevado a algunos amigos suyos. Pero aún tiene mucho que decir, mucho que mostrar. Siempre le ha interesado la ópera.

El monstruo aún no ha despertado del todo de su letargo. Tras infiltrarse en el cuerpo, el virus se replica lentamente. Para ello infecta selectivamente linfocitos T CD4 y les fuerza a reproducir su material genético. Tras ensamblarse, las nuevas copias del virus destruyen las células y salen al exterior para repetir el proceso. Estas células son las encargadas de activar al resto de componentes del sistema inmunológico, por lo que sin ellas el cuerpo está a merced de los patógenos externos y de algunos tipos de cáncer. Quizá lo temiera, pero es probable que aún no lo supiera. El virus tiene una fase aguda en que se reproduce más rápido, causando síntomas como dolor articular, erupciones en la piel o infecciones de garganta: nada extraño en la vida de una estrella de la música. El primer test que le permitiría saberlo empezó a estar disponible un año después, en 1985, pero los médicos ya empezaban a relacionar algunos síntomas concretos con una infección por VIH. Al levantar el brazo con los últimos compases de la canción, cerca del icónico brazalete de cuero, se puede apreciar una mancha violácea: la manifestación del sarcoma de Kaposi. Uno de los signos de la terrible infección que estaba apareciendo en tantas otras personas.

Nada más terminar con la canción, emite un largo y entonado grito. No es la primera vez que esto ocurre, pero no es la fuerza de la costumbre la que hace que la multitud responda. No es un simple ejercicio vocal. Hay algo en la cadencia y en la intensidad del sonido que apela a algo profundo, primitivo. Impulsa a responder, a comulgar, a ser parte ese sonido y que él sea parte de ti. Se le puede intentar encontrar un significado a estos gritos desde nuestro tiempo, pero sería inútil. Aquí la amenaza apenas tenía un nombre. Ni siquiera hacía un año que investigadores del instituto Pasteur habían descubierto la naturaleza del mal que estaba asolando parte de la población. Le llamaron LAV, aunque su nombre definitivo sería otro: VIH. El virus de la inmunodeficiencia humana.

Tras esta demostración de carisma el mundo es uno solo y está en la palma de su mano. Eso lo sabía desde hacía mucho. Lo disfrutó en el Nueva York de principios de los años 80: el mejor lugar para ser una estrella del rock. Se le podía ver navegando la noche, sintiéndose su dueño, sabiéndose el objeto de todas las miradas. En una de tantas ocasiones, entabla conversación con un atractivo joven canadiense. No tardan en dejar el club e irse a su apartamento. Quizá fue entonces, aunque podría haber sido en otro momento. La lenta velocidad de reproducción del virus hace que este se incube durante varios años antes de que aparezcan los primeros síntomas claros. Probablemente él ya estaba sintiendo algunos .

Pero no se percibe ni una grieta en la máscara. We’re just waiting for the hammer to fall. El diagnóstico era entonces la condena: para algunos ya era demasiado tarde; otros estaban atrapados en la terrible espera. Aunque se habla del virus desde unos pocos años antes del concierto, su origen es décadas más antiguo y se pierde en el corazón de África. En algún momento, un virus que infectaba a chimpancés encontró la manera de saltar de especie aprovechando la similitud entre ambas.

Le acercan una guitarra y se la pone al hombro. Dedica la siguiente canción a toda la gente hermosa que se ha reunido para verle hacer historia. I gotta be cool, relax, get hip. Un año después del concierto se haría el test y recibiría la confirmación de sus sospechas. Sin embargo, el test solo era capaz de detectar la presencia de anticuerpos contra el virus en sangre. Un positivo solo indicaba haber estado en contacto con él. Hasta 1996, con la prueba de la carga viral, no se logró encontrar la manera de obtener un diagnóstico temprano fiable.

Ahora la batería marca un ritmo que ya es universal. Todos saben lo que deben hacer. We will rock you. El mundo ahí fuera trata sin éxito de contener la nueva enfermedad. El pánico cunde: el caldo de cultivo perfecto para el odio. Pronto ni siquiera él podrá volar a Estados Unidos debido a su condición de seropositivo. Un niño verá cómo se le prohíbe acudir a clase por estar contaminado. Un gobierno entero dará la espalda a los enfermos de sida. Con el desarrollo de la primera terapia antirretroviral, la zidovudina (AZT), apareció un primer rayo de sol. Sin embargo, los pacientes no tardaron en generar resistencia al fármaco. Las dosis se empezaron a elevar. Los que no perecían por el virus lo hacían por los devastadores efectos secundarios del tratamiento. Él lo acabaría abandonando poco antes de sucumbir ante el sida.

Vuelve al piano y empieza a cantar una canción dedicada a la lucha. I’ve done my sentence, but committed no crime. El éxtasis perfecto para acabar la que se considera, aún décadas después, la mejor actuación en directo de la historia de la música. Y, entonces, todo termina. Las últimas notas se suspenden en el aire y se precipitan sobre el fervor del público.

Thank you, we love you.

Disfrutó de algunos años más antes de que la infección por VIH le produjese un síndrome de inmunodeficiencia que impidió a su cuerpo seguir defendiéndose de las infecciones. Sin embargo, en los veinte minutos que duró la actuación, Freddie Mercury se hizo inmortal, incluso tras bajarse del escenario.

 

Referencias

—Richards & Langthorne. 2016. Somebody to love: the life, death and legacy of Freddie Mercury. Blink Publishing.

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