La historia más triste de la ciencia española. Parte III

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«¡Ay, Arturo! Esta gente solo piensa en sí misma y les importa un comino España, la universidad o la ciencia. Simplemente por el hecho de que quieras regresar están espantados. ¿Por qué crees que en cuanto se enteraron de tus intenciones sacaron tu cátedra a concurso? Tu trabajo es serio y además bueno; si vuelves a Madrid, ¡les dejarías en evidencia! Cuando acabó la guerra, unos cuantos se esforzaron en erradicar de las facultades todo lo que quedaba de la Junta de Ampliación de Estudios, incluidos los pensionados. Ahora, la mayoría son falangistas y enchufados. Arturo, hazme caso: quédate en Inglaterra, que vas a estar mucho mejor».

TEXTO POR MARIO GONZÁLEZ
ILUSTRADO POR MARTA SEVILLA
ARTÍCULOS
CIENCIA DE ACOGIDA | FÍSICA | HISTORIA
10 de Junio de 2019

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Recostado en la cama del hospital, Arturo Duperier no dejaba de dar vueltas a las palabras que Josep Baltá, un antiguo compañero del Servicio Meteorológico, le dijo cuando coincidieron en un congreso en Italia. Sabía que el infarto que había sufrido había dejado secuelas y si volvía a tener otro era probable que no lo superara. Pensando en María Eugenia y Ana María, Arturo se convenció entonces de que lo mejor era regresar a España. Gracias a las gestiones de su suegro y de Alejandro, su compañero de la república, ya no tenía ningún impedimento legal para abandonar el exilio, pero tampoco tenía trabajo y la hostilidad mostrada por sus colegas españoles indicaba que no le sería sencillo reintegrarse en la universidad.

Arturo salió del hospital el 11 de abril de 1951. Por delante le quedaban varios meses de recuperación, a ser posible, le dijeron los médicos, en un clima más propicio que el londinense. Como nunca había tomado vacaciones desde que había llegado a Inglaterra, el Birkbeck College se ofreció a pagarle unas, así que Arturo y Ana María, con el beneplácito de la embajada, decidieron pasar el verano en Mallorca con la familia de ella. Esta fue la primera vez que Arturo volvió a España desde que huyeron durante la Guerra Civil en 1937. Su tren llegó a Portbou, la primera parada española tras Perpiñán, hacia el mediodía del 16 de junio. En el andén les estaba esperando el comisario de policía de la estación, que interrogó a Arturo en su oficina mientras los operarios adaptaban los vagones al ancho de vía ibérica. El funcionario fue muy amable con Arturo, que no tuvo que hacer uso de las cartas que le habían escrito a modo de salvoconducto José María Albareda, secretario general del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) y Romualdo de Toledo, procurador en las Cortes y amigo de su suegro. Tras descansar en Barcelona un par de días, la familia Duperier llegó a Palma, donde los padres de Ana María les esperaban en el puerto. Todos juntos pasaron las vacaciones en una preciosa finca de Paguera, un pueblecito entre el mar y la sierra de la Tramontana, donde Arturo fue recuperando poco a poco la vida que hacía antes del ataque al corazón. Pronto, la dieta mediterránea sustituyó el régimen severo que le había recetado el cardiólogo y los paseos por la playa se hicieron más frecuentes y prolongados. Cuando llegó septiembre y, con él, el momento de regresar a Londres, la rehabilitación había terminado.

 El 3 de septiembre Arturo pudo entrar por fin en su despacho tras superar un exhaustivo reconocimiento médico. Sobre su escritorio lo esperaba un caos de papeles con datos sin analizar, artículos a medio escribir y correspondencia por leer. En la cúspide de una torre de folios destacaba un sobre con el logotipo del CSIC. Era una carta de su secretario, Albareda, invitándolo a impartir una serie de seminarios sobre radiaciones cósmicas en la sede del organismo. Sin duda era una gran oportunidad de ver con sus propios ojos el ambiente académico que le esperaba en España y de hablar cara a cara con las personas que lo apoyaban. Como los médicos le tenían prohibido volar, Arturo viajó a Madrid en tren, llegando a la capital el 23 de octubre en el Surexpreso de París. Su primera visita fue al Rector de la Universidad Central, Pedro Laín Entralgo. En el taxi camino de su oficina, Arturo vio cómo transcurría la vida en Ciudad Universitaria. A pesar de las cicatrices que la Guerra había dejado en el campus, los estudiantes caminaban igual de ajetreados que en Londres, cargados de apuntes y cuadernos. En la puerta de un colegio mayor, todavía con impactos de proyectil, un grupo de chicos vestidos con la camisa azul y pantalones oscuros de la Falange parloteaba entre bromas. Arturo también pudo ver varios profesores con el mismo uniforme que caminaban espigados haciendo sonar de forma exagerada los tacones de sus botas negras. Al entrar en el Rectorado, un inmenso retrato en pintura de Francisco Franco con su fajín de general y un vítor rojo de fondo presidía el vestíbulo. El despacho de Laín Entralgo también estaba decorado con una fotografía del dictador. El rector explicó a Arturo que quería recuperar todo lo recuperable de la universidad anterior a la Guerra y se comprometió a ayudarlo a regresar a la Facultad de Ciencias. Arturo intentó agradecérselo, pero Laín Entralgo le interrumpió: 

«De ningún modo, Don Arturo, es la universidad la que tiene que darle las gracias por su disposición a volver a ella».

La acogida no fue igual de calurosa entre el resto de sus colegas. Aunque las conferencias en el CSIC fueron un éxito, gracias a la numerosa asistencia de jóvenes, el seminario que le invitaron a dar en la Universidad de Sevilla sufrió el boicot de profesores y estudiantes. Arturo pudo comprobar que quienes más se estaban esforzando para impedir su retorno eran los directores de la recién creada Junta de Energía Nuclear, que era el proyecto científico más importante del momento. Estas personas eran, además, militares y controlaban gran parte de la investigación que se hacía en España, por lo que Arturo terminó su visita sin ninguna esperanza de conseguir trabajo. No solo se trataba de la universidad, estas personas también podían conseguir que la industria, en su mayoría nacionalizada, no lo contratara o que la censura le impidiera publicar libros de texto. Tampoco le dejarían montar una academia, con la sencilla excusa de que se convertiría en un centro de subversión. Las únicas opciones que le quedaban eran dar clases particulares o utilizar sus conocimientos de química en la botica de alguna farmacia. 

Por suerte, en España también había muchas personas importantes que soñaban con una universidad mejor y apoyaban el regreso de Arturo. Además de Albareda y Laín Entralgo, Joaquín Ruiz-Giménez, ministro de Educación Nacional, y Joaquín Pérez Villanueva, director general de Enseñanza Universitaria, continuaron luchando para que el Asunto Duperier no fracasara. Juntos consiguieron que, un año más tarde, en diciembre de 1952, Arturo pudiera comparecer ante el Jurado Superior de Revisiones del Ministerio de Educación Nacional para que se archivara su expediente de depuración. En su defensa, Arturo presentó los certificados sobre su habilidad como profesor e investigador que le habían escrito los catedráticos de física Julio Palacios, Juan Cabrera y Francisco Morán. También presentó las cartas de dos importantes sacerdotes en las que daban fe de que no había participado en actividades antirreligiosas durante la guerra. El presidente del tribunal, Eugenio Cuello Calón, después de considerar estos documentos y entrevistar a Arturo, le declaró apto para trabajar en la universidad tras pagar una multa de 5000 pesetas. 

Aprovechando que Arturo estaba en Madrid, los vecinos de Pedro Bernardo le hicieron un homenaje en el pueblo el 28 de diciembre. A pesar del frío, cuando Arturo llegó por la mañana, la plaza mayor estaba abarrotada de gente esperándolo. Todos querían besarlo, estrechar su mano y contarle cosas como lo que se acordaban de él cuando era niño o cómo querían a su madre, que era quien les había enseñado las primeras letras. La comitiva entró en la casa natal de Arturo, que ahora era el ayuntamiento, y desde el balcón dieron sendos discursos el alcalde y el presidente de la Diputación de Ávila, que participaban a título personal por tratarse de un exiliado republicano. Cuando le tocó hablar a Arturo, estaba tan emocionado que apenas pudo hilar un discurso coherente. A continuación fueron a la iglesia del pueblo, donde visitaron su pila bautismal y escucharon misa. La celebración terminó con una gran comilona, en la que, mientras servían los platos, los vecinos pudieron fotografiarse con el sabio. Orgullosos, más tarde revelarían las fotos en gran tamaño y las colgarían, bien enmarcadas, en un lugar preferente de sus casas.

A Arturo se le hizo corto el viaje de 36 horas en tren hasta Londres después del homenaje de sus paisanos y de haber terminado años de gestiones. Solo quedaba que la universidad creara una cátedra de rayos cósmicos para poder volver. Él esperaba que esto ocurriera antes de julio para poder optar a una de las estaciones permanentes de medida de radiaciones cósmicas que EE. UU. iba a repartir por todo el mundo en el III Congreso Internacional de Rayos Cósmicos. Sin embargo, los que se oponían a su regreso entorpecieron cada uno de los trámites necesarios para la aprobación de la plaza y España perdió la oportunidad de ser sede de un observatorio americano. El ministro Ruiz-Giménez, harto de los retrasos, presentó el caso a Franco y, tras conseguir su aval, consiguió sacar adelante una cátedra sin adscripción en la Universidad Central de Madrid. La nueva plaza llegó a dos meses de que comenzara el curso, por lo que Arturo y Ana María tuvieron que preparar su mudanza y despedirse de sus amigos en Inglaterra, tanto colegas como otros exiliados, de forma precipitada. Para que el traslado no afectara su investigación, Patrick Blackett, que ya era premio Nobel, consiguió que el Imperial College cediera a Arturo varios aparatos de medida, entre ellos un registrador de rayos cósmicos de última generación. 

Arturo tomó posesión de su cátedra el 25 de agosto de 1953. Para evitar publicidad, el Régimen ordenó que la ceremonia no se realizara en la embajada, sino en el Instituto Español de Londres y, además, sin invitados. El 3 de octubre, Arturo, Ana María y María Eugenia llegaron a Madrid. A la espera de que la universidad les asignara una vivienda en la Residencia de Profesores, las primeras semanas se alojaron en casa de los padres de Ana María. Cuando otros catedráticos se enteraron de que un recién llegado iba a saltarse la lista de espera de la residencia, formularon una queja al rectorado pese a que conocían su condición cardiaca. Así que Arturo y su familia se vieron obligados a alquilar un piso en el barrio de la Concepción, que era la mejor zona que se podían permitir. La casa estaba bastante lejos de la facultad y Arturo tenía que tomar cada día una combinación de tranvía, metro y autobús para llegar al trabajo. Además, muchas veces tenía que hacer dos recorridos de ida y vuelta al día porque Arturo había pedido dar clases por la tarde para complementar su escaso sueldo. Como esta rutina le fatigaba mucho, Florencio Bustinza, un vecino suyo que era catedrático de biología, le llevaba siempre que podía en su pequeño Volkswagen. 

El motivo por el cual su sueldo no alcanzaba al de otros profesores era que su cátedra no tenía adscripción y la Facultad de Ciencias se negaba a asignarle una de su especialidad. Por esa razón, Arturo se veía condenado a dar clases elementales, como la física de los estudiantes de biología, o a preparar los exámenes de acceso a la universidad, sin ninguna posibilidad de enseñar su materia ni de captar alumnos que lo ayudaran en su investigación. Esta además se encontraba parada por completo. Arturo no podía realizar ninguna medición porque los instrumentos que le habían cedido en Inglaterra habían sido retenidos en el puerto de Bilbao. La razón era que la aduana no les había aplicado la exención de aranceles que le habían prometido antes de regresar a España y ni la universidad ni Arturo podían hacerse cargo del costo. Por eso, a Arturo no le quedó más remedio que dedicarse a desarrollar nuevos modelos teóricos basados en los datos que se había traído de Londres. 

Arturo soportaba estas circunstancias tan frustrantes gracias a su familia, sus amigos y los frecuentes congresos científicos a los que era invitado. Como ocurría en la república o en su apartamento de Notting Hill Gate, su casa era todas las semanas el lugar donde amigos e intelectuales se encontraban para debatir durante horas los más diversos temas. El tiempo pasaba siempre muy rápido escuchando a Arturo y más de una vez algún invitado se olvidó de posteriores compromisos o perdió las entradas que había comprado para el teatro. En 1955, Arturo escapó unas semanas del pernicioso ambiente académico de Madrid acudiendo al IV Congreso Internacional de Rayos Cósmicos que se celebró en Guanajuato, México. A diferencia de lo que ocurría en su facultad, Arturo era muy estimado entre sus colegas de campo, que apreciaron mucho su intervención. Después del congreso, Arturo hizo una gira por Estados Unidos, invitado por las universidades de Berkeley, Lincoln, Chicago y Filadelfia. En el laboratorio de Berkeley, donde hicieron los experimentos que habían confirmado sus medidas y modelos, le reiteraron la oferta para dirigir el observatorio geomagnético de Huancayo. Arturo la rechazó de nuevo agradecido. La última parada de su periplo fue en Washington, donde impartió un seminario en el Laboratorio de Investigación Naval.

Con el tiempo, el carácter pacífico de Arturo redujo la antipatía de sus compañeros y el personal de la universidad. También influyó que la persona que más había hecho por impedir su regreso y su investigación, el creador de la Junta de Energía Nuclear, había fallecido unas semanas antes de su viaje a América. En el curso 55/56, la Facultad de Ciencias le permitió impartir una asignatura de rayos cósmicos en los cursos de doctorado, que al curso siguiente se convirtió en una optativa del último año de la carrera de Físicas. Como sus aparatos seguían retenidos sin remedio en el puerto de Bilbao, en 1956 Arturo consiguió del Ministerio de Hacienda una pequeña suma para comprar en Londres unos instrumentos básicos de medida. Estos dispositivos necesitaban para poder funcionar que la temperatura ambiental y la corriente eléctrica fueran constantes, por lo que todavía pasaron dos años hasta que la facultad acondicionó el palomar de su azotea y los dos primeros estudiantes de doctorado de Arturo pudieron comenzar sus observaciones. Era 1958, un lustro después de su regreso. Ese año, la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales le nombró académico con la medalla número 22. Esta medalla tenía especial significado para Arturo pues antes le había pertenecido a Miguel Catalán, que también había sido represaliado por el Régimen, y a Blas Cabrera, su mentor y amigo que había fallecido en el exilio. También en 1958 Arturo presentó en un congreso en Edimburgo los resultados del trabajo teórico que había realizado durante sus años de ostracismo. Su comunicación Nuevo método para el cálculo de los fenómenos de interacción entre las partículas dotadas de muy altas energías y su trayectoria causó sensación. Arturo acababa de presentar la solución a uno de los mayores interrogantes de su campo: cuál era el comportamiento en la atmósfera de unas partículas denominadas mesones rápidos. La respuesta de los asistentes fue tan positiva que Arturo al llegar a Madrid se apresuró a finalizar sus cálculos y escribir un artículo sobre ellos. 

«Es la primera vez en mi vida —le dijo a su amigo Julio Palacios— que estoy contento con los resultados. Lo que he resuelto ya es definitivo». 

El 6 de febrero de 1959, el profesor Bruno Rossi le invitó a presentar su nuevo modelo en una sesión especial de V Congreso Internacional de Rayos Cósmicos que ese año sería en Moscú. Arturo, entusiasmado, redactó un escrito a su decano para que le dieran dos semanas de vacaciones para preparar su intervención.

El 9 de febrero, a las 12 de la mañana, Arturo comenzó a sentirse mal durante su clase con los alumnos de física. Consciente de lo que significaba el dolor que sentía en el pecho, cuando terminó su lección regresó tan rápido como pudo a casa. Primero el autobús, luego el metro y finalmente el tranvía. Ana María llamó por teléfono al médico, que acordó visitarlo por la tarde. Arturo, Ana María y María Eugenia comieron juntos. Arturo se echó en la cama y se quedó dormido en segundos. Ana María llamó a sus hermanas, que llegaron a casa con un sacerdote y el médico. Arturo se despertó. Se sentía bastante aliviado. Todos rodearon su cama. De repente, Arturo sintió un fuerte dolor en el brazo izquierdo. El cura le aplicó la extremaunción y, a las 16:45, Arturo Duperier falleció.

Tres días más tarde The Times publicó un obituario escrito por Patrick Blackett. Esta necrológica apareció antes que la que había escrito Julio Palacios para el ABC, que fue secuestrada por la censura durante varios días. Las semanas siguientes continuaron apareciendo artículos en la prensa de las más diversas personalidades lamentándose de su desaparición y de las penurias que había pasado en sus últimos años de vida. Nature también le dedicó una página de recuerdo en su edición de abril. 

Ana María envió las notas de Arturo al profesor Rossi, incluyendo la libreta forrada de hule con datos minúsculos de sus experimentos que siempre llevaba encima, para ver si podía recuperar lo que Arturo quería presentar en Moscú. No fue capaz. Los dos doctorandos de Arturo tuvieron que abandonar su investigación. Uno cambió de tema de tesis y el otro abandonó sus estudios. Se había cumplido la profecía que Arturo murmuraba cada vez que se enteraba de que los que no lo querían en España le habían puesto un nuevo obstáculo:

«Me voy a morir y no voy a dejar ni escuela ni nada».

Los instrumentos prestados por el Imperial College, que acababan de ser liberados en Bilbao gracias a las presiones del Foreign Office, fueron devueltos a Inglaterra sin desembalar y llenos de herrumbre. El resto de los aparatos de su laboratorio se almacenaron y hoy se pueden ver en el Museo Nacional de Ciencias, en Alcobendas. Un mes después del fallecimiento de Arturo, la Fundación Juan March le concedió a título póstumo su Premio de Ciencias. Este reconocimiento, como los que estaba recibiendo en la prensa, llegaba tarde para Arturo, pero al menos la importante recompensa en metálico que incluía proporcionó estabilidad a Ana María y María Eugenia. La Diputación de Ávila también le hizo un homenaje, aunque escogió para dirigirlo ¡al presidente de la Junta de Energía Nuclear! Los amigos de Arturo se negaron a participar y, al final, para salvar el evento, se celebraron dos sesiones en días distintos. Una con el homenaje y otra con una conferencia del presidente de la Junta exaltando los logros científicos de Arturo.

Los homenajes a Arturo continúan hasta hoy día, prestando un final agradable a la que, como dijimos al principio, es una de las historias más tristes de la ciencia española. Sin embargo, la vida de Arturo es también una de las historias más alentadoras. A pesar de sufrir de manera casi constantes adversidades que por sí solas hubieran bastado para doblegarlo, nuestro protagonista terminó sus estudios, consiguió una cátedra, desarrolló su investigación, formó una familia y la protegió consiguiendo regresar del exilio. Siempre con optimismo, humildad y sin rencor. Por eso es necesario no olvidar a Arturo, aunque solo sea como lección de que la mejor ciencia florece cuando se riega de libertad.

Agradezco a María Eugenia Duperier su tiempo y amabilidad durante la serie de entrevistas realizadas para documentar La historia más triste de la Ciencia Española. Este relato y la investigación realizada para construirlo, utiliza como punto de partida la biografía Arturo Duperier. Mártir y Mito de la Ciencia, de F. González de Posada y L. Bru Villaseca, editado por la Diputación de Ávila.

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