Parásita compasión

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Desde que Linneo decidió comenzar a clasificar de forma sistemática a todos los seres vivos conocemos entre un millón y medio y dos millones de especies de los más de diez millones que se calcula que hay en el planeta. No todas estarán en el mismo momento vital, muchas especies acabarán de nacer, pero otras estarán viviendo sus últimas generaciones. A muchas de ellas no llegaremos a conocerlas. Y otras, aunque las conozcamos, quizá tengan razones para conservar su anonimato.

TEXTO POR RODRIGO GARDELEGUI
ILUSTRADO POR OLGA CARMONA PERAL
ARTÍCULOS
BOTÁNICA
15 de Octubre de 2020

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El primer ser humano que descubrió y describió a una de las nuestras se llamaba Eugène Vieillard, un naturalista francés que aprovechando su puesto de médico de la marina francesa (médecin de la marine) recorrió las más inexploradas zonas del Pacífico sur allá por la mitad del siglo XIX. Nos puso en aquel entonces el masculino nombre de Podocarpus ustus, aunque ahora nadie nos llama ya así.

Años más tarde, un botánico yankee, David John de Laubenfels, decidió cambiarnos de género por partida doble: nos englobó en el nuevo género Parasitaxus, un nombre mucho más femenino; pero como debía haber suspendido latín en el colegio, mantuvo el epíteto específico como ustus; dejándonos en una discordancia inaceptable de la que nos sacó, actuando de oficio, el Código Internacional de Nomenclatura Botánica, que consiguió concordar ambos epítetos en nuestro nombre correcto y definitivo: Parasitaxus usta.

Vivimos únicamente en Nueva Caledonia, un archipiélago de Oceanía que está situado pocos grados al norte de lo que los humanos denomináis el trópico de Capricornio. Tenemos un clima tropical con temperaturas altas que permite la existencia de una selva muy agradable para habitar, donde el frío nunca llega y la humedad se mantiene. Nuestro archipiélago cuenta además con el mayor índice de endemicidad de especies vegetales del Pacífico y una selva tropical de las más ricas del mundo. Además, tenemos donde elegir, en una zona de la isla de mayor tamaño se da un bosque lluvioso y en la otra el bosque es tropical seco. Esto hace que vengan muchos turistas, aunque por suerte suelen quedarse en las playas y no molestan demasiado a las especies escondidas como la nuestra.

Soy un arbusto leñoso que puedo alcanzar el metro y medio de altura y mis hojas varían de un color burdeos a un púrpura más intenso, que a Vieillard le debió recordar al fuego o a sus años de estudiante de medicina, ya que Ustus en latín significa «quemado».

Como podréis comprobar en cualquier árbol taxonómico, soy una gimnosperma. Al menos tengo todas las características de una gimnosperma, aunque a diferencia de las demás, carezco de raíces; algo muy inusual que sería mi carácter más extraño si no fuera porque además no realizo la fotosíntesis.

Que yo sepa, desde que nací siempre he sido una planta parásita. Cómo iba a sobrevivir de otro modo, si no tengo raíces. Obtengo mis nutrientes de una planta de mí misma familia, Falcatifolium taxoides, porque la familia siempre está para ayudar. Sin embargo, no estoy sola en esto. Un hongo me ayuda con su red de hifas, pequeños canales con los que consigue conectar mi xilema con el de F. taxoides, al que llamaré, con cariño, mi hospedador.

A partir de ahí, gracias a mi alta conductividad estomática y bajo potencial hídrico, puedo tomar todos los fluidos que quiera para poder crecer, pudiendo formar tallos de hasta doce milímetros de diámetro, que para una parásita no está nada mal.

El caso es que sí que tengo cloroplastos en mis brotes rojos, pero el transporte de electrones que realizan es tan pobre que no son funcionales. Quizá hace muchos años mis antepasados podían sobrevivir usándolos, pero yo ya no, por lo que estamos condenadas a seguir parasitando.

Lo más gracioso es que los botánicos tratan de incluirme dentro de un grupo, a pesar de que soy la más original de las plantas, y por eso no me pueden meter en ninguno. Alguno aboga por considerarme dentro de los micoheterótrofos, plantas que obtienen sus nutrientes de un hongo. Imposible. Yo sola con mi hongo no podría sobrevivir, necesito a alguien de mi familia a quién poder parasitar. Después están los que tratan de asemejarme a las angiospermas parásitas. Esas desarrollan unas estructuras que se llaman haustorios, que no tiene nada que ver con lo que hago yo, pues un haustorio no penetra en la membrana celular de la planta a la que parasita, solo crece entre sus tejidos. Mi hongo penetra hasta rompernos la membrana celular, como debe hacerse para asegurar un parasitismo eficaz. Por eso tampoco tiene sentido que me cataloguen con esas novatas.

Soy una planta especial y por tanto merezco que se me coloque dentro de un grupo nuevo. Al menos en la universidad Carbonadale del Sur de Illinois el departamento de botánica me clasifica como un modelo trófico único y habla de que lo que hago es un injerto sobre las raíces de mi hospedador.

Yo, como pasa con Nueva Caledonia, debería tener el estatus de sui generis, locución latina que denota algo singular o inclasificable, única y hasta me atrevería a afirmar que irrepetible; porque las gimnospermas ya no somos lo que éramos y no creo que ninguna angiosperma sea capaz de montar este conglomerado de interacciones entre organismos.

Y es que mi especie en estos días tampoco se encuentra en pleno auge. Se nos ha catalogado como especie vulnerable, primero porque solo vivimos en nuestro archipiélago, después porque nuestra área de distribución está siendo fragmentada y ya no podemos comunicarnos entre nuestras subpoblaciones; y tercero por los datos, porque las adultas de mi especie no éramos más de diez mil en 2009 y cada una de nuestras subpoblaciones no tenía más de un millar.

A todo esto, hay que añadirle que nos cuesta mucho comenzar a desarrollarnos, somos muy frágiles en nuestras etapas tempranas y cualquiera que pise sobre uno de los delicados brotes que crecen bajo la hojarasca nos condena a la muerte. Es por eso que las autoridades científicas han pedido que no venga nadie a buscarnos a no ser que sea por proyectos de conservación.

Por eso, aunque no quiero que os olvidéis de mí, os pido por favor que no tratéis de encontrarme. No ahora, no en el ocaso de mi existencia. Ojalá nos hubiéramos conocido antes.

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