A tiempo

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Cuento finalista del tercer concurso de cuentos infantiles Ciéncia-me un cuento. Organizado por la Society of Spanish researchers in the United Kingdom (SRUK/CERU).

TEXTO POR ANTONIO MANUEL MOLINA AGUILERA
ILUSTRADO POR IRENE BOFILL
ARTÍCULOS | MUJERES DE CIENCIA | KIDS
RELOJES ATÓMICOS | TIEMPO
5 de Noviembre de 2020

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Meli abre los ojos, pestañea unas cuantas veces y mira hacia la ventana de su dormitorio. El sol todavía no está demasiado alto, así que Meli se hace el siguiente propósito: «Antes de que los rayos del sol lleguen a tocarme el brazo, saldré de la cama».

Meli se queda quieta en la misma posición, como distraída. Bucea entre sus propias ideas, pero sin perder de vista a la luz, que avanza y se le acerca reptando sobre las sábanas. Justo antes de que los rayos lleguen a tocarla, Meli se incorpora de un brinco. Abre el armario, elige su ropa, se viste y dirige sus pasos hacia la cocina. Su padre está enroscando la cafetera italiana. Meli se dice: «para cuando el café termine de subir yo ya habré desayunado». A pesar de que es temprano, los gestos de Meli son rápidos y precisos. Del armario saca el tazón, del frigorífico el cartón de leche y con la mano que le queda libre extrae del cajón el paquete de galletas. Está dispuesta a tomarse el desayuno frío con tal de superar el reto.

Cuando la cafetera comienza a sonar, Meli ya ha salido de la cocina y tiene un pie en el baño. Orina y se mira por un instante en el espejo: «Antes de que la cisterna se llene me habré arreglado». Hay que decir que el pelo de Meli es rizado, grueso, abundante. Harían falta un par de manos llenas de dedos para peinarlo a tiempo, pero Meli tiene una rutina muy trabajada. Agarra el cepillo, el coletero y las horquillas. Arrastra las matas de pelo hacia atrás y con la maña del pulgar y el índice ya se ha hecho la coleta. Para que ningún cabello quede suelto, Meli posa la palma sobre la cabeza y empuja las horquillas que se deslizan con asombrosa suavidad. Así hasta tres. El matiz del sonido que viene de la cisterna, le indica que aún tiene tiempo de mojarse los dedos con saliva y bañar las patillas y formar dos grandes rizos.

Se cuelga la mochila sobre el hombro izquierdo mientras tira del pestillo de la puerta e irrumpe en el pasillo. Meli se detiene a unos ocho pasos del ascensor: «Hoy sí que lo haré. Antes de que tú subas hasta aquí yo habré bajado los cuatro pisos». La cuenta atrás comienza cuando Meli pulsa el interruptor del ascensor. Comienza a descender por las escaleras saltando los peldaños de dos en dos. En el segundo piso se cruza con la máquina, que asciende a un ritmo constante. Las piernas de Meli carecen de cables y artilugios eléctricos, pero se engrosan con firmeza a la altura de las rodillas. Ya en el hall del edificio, Meli observa que el marcador del ascensor aún no señala el cuarto piso. «Bien hecho».

Apenas sin aliento pisa la calle. Toma aire. Decide darse un respiro. Camina orgullosa de haber superado todas las pruebas que hasta el momento se ha impuesto. Pasa frente a la iglesia y recuerda que las campanadas deben estar a punto de sonar, así que se propone llegar a la parada antes de que lo hagan. Acelera el paso, aunque sin echar a correr, no sabe cómo, pero sabe que aún le quedan unos segundos. Las campanas marcan las 9 horas cuando Meli comprueba en la parada del bus que faltan dos minutos para que éste llegue: «Debo encontrar a tres hombres sin pelo». Meli se sonríe cuando al entrar en el autobús se percata de que el conductor también es calvo. «Uy, por los pelos».

Se desplaza hasta la parte trasera del vehículo con una sonrisa y se sitúa junto a la ventana. «Vale, ahora las matrículas. Antes de llegar a la parada habré coleccionado todas las letras del abecedario». Meli saca papel y lápiz y anota en estricto orden todas las letras de las matrículas que consigue ver. Se acerca a su destino, pero aún le quedan la X, la Z, la W. «Presta más atención. Bien, ahí hay una Z». Meli la apunta. «Vamos, dos más. Solo faltan dos. Ahí viene otro coche. Este es el mío».

Cuando Meli escribe la letra que le resta para completar el abecedario el bus casi ha llegado. Se da cuenta que el indicador de la parada no está encendido y corre con la vista en busca del botón rojo, pero cuando pulsa el interruptor ya es demasiado tarde. «No. ¿Cómo me ha podido pasar?». Meli se baja en la parada siguiente y corre a toda prisa para llegar a tiempo a la escuela. La cancela ya está cerrada. Toca el portero. Recorre los pasillos, que a ella le parece están inmersos en un extraño silencio que solo interrumpe sus propios pasos. «Tarde. ¿no?», la sorprende un profesor. «Sí, es que…». «Ya». Meli no tiene tiempo de responder. «Bien, espera en el banco de ahí hasta que llegue la siguiente clase». Meli se sienta cabizbaja, a ella no se le da bien eso de esperar. Piensa en su padre y una punzada de nervios le atraviesa el estómago. ¿Cómo le va a explicar esto? Comienza a inventarse alguna excusa convincente. Repara en los rayajos que tiene el banco. «Supongo que esto es lo que hacen los que llegan tarde. Marcar con su nombre».

En esto anda cuando de la habitación contigua llega un golpeteo sordo, preciso, continuo. Meli se acerca a la puerta de la sala, que está entreabierta. En el interior, Meli encuentra al conserje, un señor con bigote, bajo y que Meli piensa que tiene una cabeza desproporcionada en comparación con su cuerpo. Está reclinado en una silla con los pies sobre la mesa, sin hacer nada, haciendo sonar el clic del bolígrafo. «Pasa, no te quedes en la puerta». Meli se sorprende al ser descubierta y tras un segundo de duda, decide entrar. Meli aprecia que es una habitación muy pequeña, muy justa para una persona. «¿No se agobia usted aquí dentro?», le pregunta al conserje. «¿Yo? No. ¿Por qué? Si me sobra espacio». El conserje estira los brazos en cruz para demostrarle a Meli que no alcanza a tocar las paredes. «Bueno. Me refiero también a que usted pasa mucho tiempo aquí, no se aburre sin hacer…». Meli se interrumpe, no quiere ofenderle. «Sí, dilo. No te cortes. Quieres decir sin hacer nada. Bueno. Tengo mis tareas». «Ya». El conserje y Meli se quedan callados por un momento. «Pues tengo que hacer muchas cosas. Abrir y cerrar en punto las puertas del centro. Anotar la fecha todos los días. Organizar los pedidos que llegan. Tocar el timbre a tiempo... Acompañar al aula a niñas como tú que llegan tarde». A Meli le llama la atención la ocupación esa de tocar el timbre. «¿Así que, es usted quien puntualmente toca el timbre cada hora?». «Así es. Por eso no me puedo alejar mucho de aquí». «¿Y no se le pasa nunca? ¿No se despista y a veces deja el timbre sin tocar?». Al conserje se le escapa una sonora carcajada. «Bueno. Los años me han dado experiencia. Además, tengo un truco». «¿Un truco?». «Sí. En realidad, yo no hago nada del otro mundo. Solo tengo que esperar a que vosotros me aviséis». «¿A qué se refiere?», insiste Meli. «Mira», el conserje se incorpora en la silla como dándole intriga a lo que va a decir. «Vosotros sois mi reloj, cuando empiezo a escuchar un murmullo sé que la hora se acerca». El insistente pestañeo de Meli sugiere al conserje que la niña no acaba de entender. «Sí, cuando se acerca el final de la clase no os aguantáis en la silla, empezáis a estiraros, a arrastrar los pies, a golpear con los talones el suelo. Esos sonidos me avisan». «Perdone que le diga que no me parece ese reloj muy fiable», indica Meli decepcionada. «¿Ah no? ¿Y por qué?». «No sé. Me parece que no es muy exacto, depende de tantos factores: del alumno, de la asignatura, de la hora del día.

Debería usted tener un mecanismo más preciso». El conserje se sonríe. «Sí. Posiblemente, pero este me sirve. Además, precisamente por utilizar a todos los alumnos del colegio, cada uno con sus circunstancias, este reloj funciona. Alumnos altos, bajos, rubios, morenos, impacientes, tranquilos, los que se distraen, los que se aburren». Meli permanece atónita. «¿No me crees verdad?». El conserje prueba su último cartucho. «¿Y qué hacen sino los relojes más precisos que existen?». Esto pilla desprevenida a Meli. «¿A qué se refiere ahora?». «Mira. ¿Sabes cómo funcionan los  relojes atómicos? Pues utilizan un gas de átomos que los científicos introducen en una caja, así como vosotros estáis en el aula. Luego observan la reacción que tienen todos esos átomos. Cuando un átomo en esa caja se altera manda una señal, digamos que es como si el átomo se moviese en su silla o emitiese un bostezo que es registrado por una máquina. Lo que hace un único átomo no sirve, es impredecible, como cualquiera de tus compañeros de clase, lo que importa es lo que hacen todos los átomos. Todas las señales que mandan esos átomos dan la medida exacta un segundo. Eso sí, ya te digo yo que no hay nada infalible, este reloj también se retrasa un segundo cada treinta millones de años» Meli no acierta qué decir. Parece que el conserje sabe de lo que habla. Vuelve al banco del pasillo. ¿Pero cómo que todos sus compañeros de clase, tan imprevisibles como son, pueden servir para medir el tiempo? Meli cierra los ojos y piensa en ese extraño reloj al que se refiere el conserje. «Desde luego al conserje no le falta imaginación». Ahora se percata de la llegada de un ligero rumor. Al principio son leves golpeteos de pies, chirridos de sillas que se arrastran, esporádicos como los saltos de las palomitas que explotan en la olla. El murmullo crece y Meli se concentra en este. «Es el comportamiento de todos juntos lo que importa», se dice.

«Esta vez haré sonar el timbre a tiempo».

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