El pequeño Semmelweis y el misterio de las dos salas

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Cuento finalista del tercer concurso de cuentos infantiles Ciéncia-me un cuento. Organizado por la Society of Spanish researchers in the United Kingdom (SRUK/CERU).

TEXTO POR PAOLA MARTÍNEZ PESTANA
ILUSTRADO POR LAURA OLIVER
KIDS
FIEBRE PUERPERAL | HIGIENE | MEDICINA | SALUD
4 de Diciembre de 2020

Tiempo medio de lectura (minutos)

—Uf… casi llego tarde… ¡Buenos días! Buenos días a todos, soy el nuevo médico ayudante —saludó ilusionado el pequeño Semmelweis esbozando una amplia sonrisa a los doctores del Hospital de Maternidad de Viena que, sin embargo, respondieron mohínos tras sus bigotazos y susurraron entre ellos indignados:
—¡El nuevo ayudante es un niño de diez años! ¡Esto es un insulto a nuestra profesión!

Semmelweis tenía tantas ganas de curar a gente que no le importó lo más mínimo el desdeñoso recibimiento; eso sí, alguien le tenía que decir por dónde debía empezar.

Vio acercarse a una elegante gata parda con un delantal blanco. Era Margarete, una matrona de ojos inteligentes y gesto dulce.

—Un placer conocerlo, doctor, no imaginábamos a alguien tan joven. El profesor Klein le pide que pase a la sala de partos directamente.

El pequeño Semmelweis, atónito de que hubiera gatos trabajando en el hospital, acompañó encantado a la matrona, se sentía mucho más cómodo con una gata que con humanos adultos de cara avinagrada. Anduvieron por tortuosos pasillos, oscuros y con olor a hierro, a sangre, a dolor… justo el dolor que él quería curar, en este caso el dolor de las mujeres que iban a dar a luz a sus bebés. Llegaron a una gran sala llena de camas con mujeres sollozando: «¡Ay, ay, ay, que viene ya mi niño, que viene!»; «Uy… no puedo más con esta panza enorme»; «¡Duele mucho, doctor, duele!». Algunos de los doctores altaneros que había visto antes estaban atendiendo ya a estas mujeres.

—Se acostumbrará a los gritos —le explicó la gata Margarete—, lo malo son las que no gritan, tienen tanta fiebre que están muy débiles y enfermas.
—Es la fiebre puerperal, con la que el universo ha querido castigar a estas mujeres —dijo uno de los doctores con tono petulante.
—No creo que el universo quiera castigar precisamente a estas mujeres —contestó intrigado el pequeño Semmelweis—. ¿Por qué solo les da fiebre a estas y no a otras en toda la ciudad de Viena? Si fuera cosa del universo, castigaría a todas por igual. Les da fiebre solo en el hospital, debe haber algo aquí que las hace enfermar, ¿no creen?

La nariz y los bigotes del doctor se hincharon de ira, todo su rostro estaba rojo. Antes de que estallara en un bramido para amedrentar al nuevo y pequeño ayudante Margarete intervino:

—Joven Semmelweis, voy a enseñarle la segunda sala, donde trabajamos las matronas gatas, allí podrá ver que hay muchas más pacientes que aquí, ¿me acompaña?

La siguió por otro largo y oscuro pasillo, aquel hospital parecía un castillo, una fortaleza que le infundía cierto temor, pero a Semmelweis le ilusionaba tanto trabajar en medicina, que cualquier escalofrío se le pasaba enseguida y volvía a tener la calma y mente fría que sabía que necesitaba para observar a las pacientes y poner remedio a sus males. Llegaron a una enorme sala con muchísimas más camas y mujeres a punto de dar a luz que en la anterior, en la puerta unas cuantas gatas con delantal se lamían con mucho esmero:

—Cosas de gatas, nos encanta estar limpias —y sonriendo indicó—: aquí está, la segunda sala, como puede comprobar, también gritan mucho por los dolores del parto.
—Y sin embargo aquí, aunque hay más mujeres, no sufren de fiebre, por lo que veo.
—Exacto, aquí en la segunda sala tenemos suerte.
—No creo que sea cosa de suerte… —respondió pensativo Semmelweis—. ¿Esta diferencia entre las dos salas existió siempre?

La gata Margarete se estaba requetelamiendo por todos lados, tragando su saliva respondió:

—Disculpe, srlup, sí, sí, desde siempre tenemos menos enfermas aquí.
—Entonces no es cuestión de suerte ni del universo. Tenemos que ver cómo lograr que en la sala primera tampoco enfermen.
—¿Y cómo?
—¡Observando todas y cada una de las diferencias que existen entre las dos salas! Uhm… y cuando encontremos cualquier diferencia, supondremos que esta puede ser la causa de la fiebre, y la eliminaremos.
—Deberá pedirle permiso al profesor Klein, su mentor, no creo que el resto de doctores estén dispuestos a cambiar nada.
—No se preocupe, Margarete, el doctor Klein me permitirá investigar lo que desee, yo fui el hijo de su cocinera, y desde que aprendí a leer tuve acceso a su inmensa biblioteca, leí a los mejores, a los clásicos, a los más innovadores. Un día su mujer enfermó gravemente y ni él ni otros prestigiosos médicos como él lograban curarla. Cada día estaba más delgada y débil a pesar de comer todos los manjares que podía. Al observar yo que sobre todo le apetecían cosas azucaradas sospeché, recordando algunas de mis lecturas, que debía tener un intruso dentro de ella.
—¿Un intruso? ¡El diablo! —Repuso Margarete.
—Margarete, eso no es digno de usted, ¿Qué diablo ni qué demonios? ¡No! ¡Una tenia de tres metros! Hice con unas hierbas un vomitivo que la hizo salir de golpe, en efecto mi hipótesis era cierta y se curó, y por ello el profesor Klein me tiene gran afecto y respeto a pesar de mi corta edad.
—Qué historia más repugnante.
—Y sin embargo cierta, Margarete, es a lo que nos tenemos que enfrentar quienes deseamos curar a las personas.
—Tiene razón, aquí vemos mucha sangre y los médicos hacen cortes en la carne que poca gente sería capaz de presenciar sin desmayarse. Van de una operación a otra con las manos manchadas, parecen carniceros.
—Las manos manchadas… Esto me recuerda algo que leí una vez… Pero, en fin, voy a la primera sala y empezaré a observar diferencias. Siga lamiéndose, Margarete, se la ve muy aseada, nos vemos.

CUADERNO DE INVESTIGACIÓN:

DIFERENCIAS ENTRE LAS DOS SALAS Y MEDIDAS A TOMAR

Por Ignaz Semmelweis

  1. En la primera sala solo atienden a las pacientes doctores que van vestidos de negro y tienen cara de malas pulgas, quizá la fiebre puerperal se deba al miedo que infunden estos médicos a las mujeres, que prefieren ser atendidas por gatas o por mujeres, pero estamos en el siglo XIX y antes permiten que atiendan gatas a que haya mujeres médicas —esperemos que en el futuro esto cambie—. Experimento: el profesor Klein obligó a los médicos a vestirse de blanco o colores alegres y a que sonrieran más e intentaran ser amables y cercanos. Las pacientes lo agradecieron, pero NO SE ELIMINÓ LA FIEBRE.
  1. En la sala primera las pacientes duermen boca arriba, y en la segunda sala duermen de lado. Experimento: se pidió a las pacientes de la primera sala que durmieran de lado, pero NO SE ELIMINÓ LA FIEBRE. 
  1. En la primera sala suele ir de visita un payaso al que no le da tiempo a hacer su espectáculo en la segunda sala, este payaso casi me da fiebre a mí de lo malo y estridente que era el pobre. Experimento: se pidió al payaso que fuera con un espectáculo más divertido, las pacientes se rieron bastante con el nuevo espectáculo del payaso, pero NO SE ELIMINÓ LA FIEBRE. 
  1. En la primera sala hay flores, en la segunda no porque se las comen las gatas matronas. Experimento: se quitaron los ramos de flores, pero NO SE ELIMINÓ LA FIEBRE. 
  1. En la primera sala no comen natillas, en la segunda sala sí, porque las gatas matronas además saben cocinar. Experimento: natillas para todos, y aun así NO SE ELIMINÓ LA FIEBRE. 
  1. En la primera sala un doctor se ha cortado una de sus manos sucias de sangre con las que opera y ha cogido la fiebre. En la segunda sala las gatas no permiten entrar a los doctores con sus manos sucias de anteriores operaciones, les obligan a lamerse como hacen ellas que son tan aseadas, y ellos antes que lamerse se van ofendidos a lavarse en el baño. Experimento: poner un lavabo en la puerta de la primera sala con una buena pastilla de jabón… ¿Qué pensáis, queridos lectores, que ocurrió? Exacto: SÍ SE ELIMINÓ LA FIEBRE. 

Desde entonces, se han puesto lavabos en todas las salas con mucho jabón, las mujeres con sus hijitos sanos están muy agradecidas, y algunas han decidido estudiar medicina como el pequeño Semmelweis, para curar a la gente con ideas que pueden parecer sencillas, pero mueven el mundo: el lavado de manos.

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