El test de Noa

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Cuento finalista del tercer concurso de cuentos infantiles Ciéncia-me un cuento. Organizado por la Society of Spanish researchers in the United Kingdom (SRUK/CERU).

TEXTO POR ÍÑIGO BRETOS ULLÍVARRI
ILUSTRADO POR ANA GUADALUPE
ARTÍCULOS | KIDS
ALAN TURING | INTELIGENCIA ARTIFICIAL | ROBÓTICA
17 de Diciembre de 2020

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—¿De verdad eres un robot? —Preguntó Noa con cara extrañada.

Frente a ella se encontraba Adam, de nombre genérico iBret 1.01, el robot humanoide de última generación recién salido de la multinacional española Eden Factory. Su padre lo había traído del laboratorio de investigación que dirigía en la mayor empresa de fabricación de robots del mundo: «Y Eden Factory creó al robot a tu imagen y semejanza», rezaba el eslogan de su publicidad comercial en los medios. Cada vez que un nuevo modelo estaba listo para su venta, él tenía antes la responsabilidad de adoptar al primer ejemplar durante nueve meses para evaluar su comportamiento fuera de las frías paredes del laboratorio. En el caso de la nueva familia de robots iBret 1.01, Adam y Eve fueron respectivamente los prototipos creados para reproducir el aspecto y comportamiento de un niño y una niña del género humano. Todos los demás ejemplares que les siguieron tendrían el dudoso honor de ser bautizados en sus futuros hogares, surgiendo así una población de robots de nombres extravagantes (por no llamarlos horteras) alrededor del mundo. Y como Noa siempre quiso haber tenido un hermano, Adam terminó siendo el prototipo elegido para convivir durante ese tiempo en su casa.

—¿Tú qué crees? —Respondió Adam sonriendo. En ese instante surgieron dos hoyuelos en sus mejillas dándole un aspecto dulce y encantador—. Mírame. Soy exactamente como tú, pero en chico. Puedo verte, escucharte y hablar contigo. ¿Qué te hace pensar entonces que puedo ser un robot?
—Pues que mi padre me lo ha dicho, listo. Sin embargo —continuó Noa mientras examinaba a Adam con detalle de arriba abajo—, todo en ti es tan... humano.

Desde hacía tiempo, el aspecto metálico de los robots había ido dejando paso a un diseño mucho más amable con el fin de parecerse estéticamente al del ser humano. Los robots humanoides, como así se les conocía, poseían dos brazos y dos piernas articuladas alrededor de un torso, con una cabeza que en lugar de cerebro atesoraba un procesador que ejercía la toma de decisiones mediante la llamada inteligencia artificial. Adam podía realizar cientos de cálculos matemáticos en apenas unos segundos sin cometer un solo error. Pero también podía engañar a personas haciéndoles creer que era un niño de verdad, uno de los mayores desafíos para los que su inteligencia artificial fue programada.

—¿Quieres que juguemos al juego de la imitación? —Preguntó Adam en tono desafiante—. Yo intentaré convencerte de que soy tan humano como tú, y tú tratarás de demostrar que no soy más que un niño de hojalata —bromeó guiñándole un ojo.

En 1950, hacía justo cien años, el matemático inglés Alan Turing propuso una prueba para detectar la capacidad de una máquina de mostrar un comportamiento inteligente similar al de la especie humana. La prueba, denominada test de Turing, se basaba en una serie de preguntas a las que una máquina y una persona daban respuesta mediante comunicación escrita. El objetivo consistía en distinguir a la máquina del ser humano, una tarea cada vez más complicada debido al rápido avance de la inteligencia artificial. Así hasta que, finalmente, la nueva generación de robots humanoides a la que Adam pertenecía acabó por superar las capacidades físicas e intelectuales del ser humano.

—De acuerdo —respondió Noa con decisión, aunque su respiración comenzó a agitarse como consecuencia de los nervios. Exactamente la misma sensación que cuando se enfrentaba a un examen en clase.

Decidieron así pasar el resto de la tarde juntos, con Adam siguiendo a Noa por casa dispuesto a replicar todo aquello que su, según él, «limitada naturaleza humana» fuera capaz de hacer. Al principio Noa no tenía muy claro cómo actuar. Intentó averiguar cuál podría ser la principal diferencia entre un robot y un ser humano. Lo primero que le vino a la cabeza fue el aspecto físico. Sin embargo, hacía tiempo que el exterior de los robots había dejado de ser determinante. Ya nadie esperaba encontrarse con robots tipo R2D2 o C3PO, las primeras versiones que salieron al mercado inspiradas en una exitosa saga de películas de ciencia ficción del siglo pasado. El gran salto evolutivo de la especie robótica llegó de la mano de la piel electrónica, el producto estrella desarrollado por Eden Factory. La piel electrónica era una piel artificial que imitaba (e incluso mejoraba) las propiedades de la piel humana. Para empezar, la piel sintética que recubría el cuerpo de Adam era más flexible y elástica y tenía prácticamente las mismas propiedades mecánicas que la piel de cualquier ser humano. Esto hacía que sus movimientos fueran predecibles y completamente naturales. Sin duda, un mal punto de partida en el juego. Como así se encargó de demostrar Adam imitando a la perfección la coreografía de la última canción de moda que tanto disfrutó Noa bailando junto a él.

La piel electrónica de Adam no solo le otorgaba plena libertad de movimientos, sino que también le permitía interactuar con su entorno. Al tratarse del órgano sensorial más grande de nuestro cuerpo, la piel humana desempeña dos funciones fundamentales a lo largo de su vida: la respuesta tanto a estímulos táctiles como térmicos. Para ello cuenta con multitud de células nerviosas bajo su epidermis que, tras recibir un estímulo externo, generan una minúscula onda de descarga eléctrica que se trasmite hasta el cerebro a través de un sistema de neuronas interconectadas. En el caso de Adam, su piel artificial incorporaba una serie de circuitos y componentes electrónicos que actuaban como sensores de tacto y de temperatura distribuidos por todo su cuerpo robótico. Al detectar un determinado estímulo, estos sensores generaban una señal eléctrica que viajaba hasta el procesador principal de su cabeza por medio de una extensa red de cables y conexiones eléctricas. El inteligente procesador decidía entonces si la señal recibida se correspondía con un estímulo en forma de presión, rozamiento, frío o calor.

Noa volvió a poner a prueba a Adam realizando arriesgados juegos de malabares con pelotas, tocando una conocida partitura con la guitarra o construyendo un gato de papel mediante la técnica de origami (si bien Adam le dio un toque robótico a su figura que le hizo mucha gracia a Noa). Para su desgracia, Adam consiguió replicar todas esas tareas sin mayor esfuerzo. A Noa le sorprendió la destreza con la que le veía manipular pequeños objetos, resultado del elevado grado de sensibilidad alcanzado en los sensores táctiles de su piel electrónica. Hace unas décadas ningún robot era capaz de sostener un huevo con la punta de sus dedos sin llegar a romperlo. Desesperada, Noa era consciente de que no había conseguido demostrar que su compañero de juegos era un robot. Adam tenía sus sentidos tan desarrollados como cualquier ser humano. Y justo en ese momento, cuando ya estaba dispuesta a tirar la toalla, Noa tuvo una idea.

—Adam —le dijo seria—. Hay una última cosa que me gustaría que trataras de imitar.
—Vaya. Hay que ver qué tozuda puede llegar a ser la naturaleza humana —se burlaba Adam sin malicia—. Adelante. Tú dirás.

Noa comenzó a acercarse muy lentamente a Adam, con la mirada fija en sus enormes ojos color avellana. Él la correspondió con el mismo movimiento hasta quedar sus caras separadas por unos escasos centímetros. En ese momento, Noa tomó aire para armarse de valor. Sin pensárselo dos veces, dirigió sus labios a la mejilla izquierda de Adam para regalarle un tierno beso. Rápida y certeramente. El cuerpo de Noa temblaba ahora como un flan. Su cara, enrojecida como una amapola. Su frente, luminosa y ligeramente húmeda como el rocío de la mañana. Se moría de vergüenza y deseaba escapar de ahí. Pero no lo hizo, obligándose a permanecer atenta a la reacción de Adam. Y lo que vio en ese instante fue exactamente lo que esperaba que sucediera: Adam se mantuvo totalmente inmóvil e imperturbable a su pesar.

Aunque la inteligencia artificial con la que había sido creado le permitía comprender los enrevesados sentimientos humanos, era tecnológicamente incapaz de manifestarlos a través de su cuerpo robótico. No aparecieron gotas de sudor resbalando por su frente, ni un ligero rubor coloreando su cara. No hubo sorpresa en sus ojos, ni tartamudeo en su habla. Lo único que Adam pudo detectar en esa ocasión fue la sonrisa de satisfacción que alumbraba el rostro de Noa. Tras analizar sus posibles motivos durante unas breves décimas de nanosegundo, la avanzada inteligencia artificial con la que fue diseñado el modelo de robot humanoide iBret 1.01 le hizo saber que había perdido el juego. Lo que Adam no sabía todavía es que a pesar de no haber conseguido superar esa tarde el «test de Noa», había ganado una amiga para el resto de su vida.

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