La epidemia del SARS-CoV-2, según la ve un virólogo jubilado

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José Manuel Echevarría Mayo es ex-Jefe de Área de Virología, Centro Nacional de Microbiología, Instituto de Salud Carlos III. Madrid, España.

TEXTO POR JOSÉ MANUEL ECHEVARRÍA MAYO
ILUSTRADO POR ROCÍO IRIARTE
ARTÍCULOS
CORONAVIRUS | COVID | COVID-19 | SARS-COV-2
4 de Enero de 2021

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El virus causante de la enfermedad por coronavirus de 2019 (COVID-19), nominado como coronavirus del síndrome respiratorio agudo y severo de tipo 2 (SARS-CoV-2), es el quinto virus respiratorio humano nuevo caracterizado en los últimos 40 años y el primero en experimentar una expansión epidémica amplia entre la población, revelando así su completo éxito en la adaptación a nuestra especie. Supuestamente emergido en China a finales de 2019, tal vez por adaptación de una especie parental presente en murciélagos que usó al pangolín malayo como hospedador intermedio, lo cierto es que no podemos asegurar ni cuándo, ni dónde, ni cómo emergió ni cuánto tiempo lleva infectando a las personas. Un equipo de expertos españoles amplificó recientemente secuencias específicas de dos genes estructurales del SARS-CoV-2 en una muestra de aguas residuales de la ciudad de Barcelona que se había tomado en marzo de 20191, lo que contradice frontalmente la hipótesis habitual. De cualquier forma, los primeros casos graves de infección conocidos se detectaron en el occidente de China. La enfermedad apareció pronto en otros países de Asia, poco después en Italia, y luego se extendió paulatinamente al resto del mundo.

La infección por SARS-CoV-2 y la COVID-19

La infección por este nuevo coronavirus es en la gran mayoría de los casos asintomática o cursa con un cuadro respiratorio leve que no requiere atención médica. La frecuencia de las presentaciones graves, que son las que aquí agruparemos bajo las siglas COVID-19 para eludir expresiones equívocas, aumenta dramáticamente con la edad de los individuos infectados, por lo que la frecuencia de las infecciones asintomáticas o leves varía con el grado de envejecimiento de la población considerada. En una tan envejecida como la de España, país que ocupa el puesto 16 de 227 en el ranking actual de esperanza de vida al nacimiento, se estima en torno al 90%. Esta estimación deriva de combinar los datos de la primera ronda de la encuesta de seroprevalencia realizada en España durante el mes de mayo2 con los datos oficiales de casos confirmados en ese país a fecha 4 de mayo3 (211 077 casos detectados de 2 352 000 infecciones estimadas a esa fecha: 91% no detectadas).  

La infección se restringe esencialmente al aparato respiratorio durante todo su curso y genera respuesta de anticuerpos neutralizantes4 y memoria inmunológica5 con independencia de que produzca o no síntomas. No se ha aislado nunca virus viable en cultivo celular ni de la sangre ni de otros fluidos o tejidos fuera de dicho aparato, aunque se ha detectado ARN viral a baja concentración en algunos casos, especialmente en las heces. La expresión clínica habitual de la COVID-19 consiste en un cuadro respiratorio agudo que puede derivar en neumonía y, eventualmente, ser mortal. Estos cuadros graves se observan muy mayoritariamente en personas de más de 60 años de edad y en pacientes aquejados de hipertensión, diabetes, enfermedad cardiovascular, enfermedad pulmonar obstructiva crónica, insuficiencia renal crónica, cáncer u otras enfermedades crónicas6, así como en pacientes obesos7. Lo más frecuente es que se presenten en asociación dos o más de tales factores de riesgo6. La presencia de autoanticuerpos frente a los interferones de tipo I aparece también como un factor de riesgo para la enfermedad grave tanto en ancianos como en jóvenes8. Se descarta que el embarazo constituya por sí mismo un factor de riesgo  a considerar9.

La evolución hacia las formas más graves y la muerte responde con mucha frecuencia al fenómeno inmunopatológico conocido como «tormenta de citoquinas», que se traduce en un grave síndrome de hiperinflamación generalizada10. Este fenómeno ya fue descrito previamente en relación con la gripe grave para explicar las muertes en pacientes jóvenes y sanos11, y se sospecha que tenga una base genética12. Los fenómenos de tromboembolismo venoso son la única complicación grave de la COVID-19 que incide en más de un 10% entre los pacientes ingresados13. Las complicaciones neurológicas lo hacen en un 0,07% de los infectados14 y los accidentes cerebrovasculares en un 3,7% de los hospitalizados15. El síndrome inflamatorio multisistema se presentó en, aproximadamente, uno de cada medio millón de casos confirmados entre los adultos británicos y norteamericanos16, y lo hizo en un 10% de los 312 niños atendidos hasta el uno de junio en 49 hospitales españoles por presentar síntomas de COVID-19, de los que se ingresaron 25217. A día de hoy, no puede afirmarse que esta enfermedad se siga de alguna secuela a largo plazo digna de mención18.

Incidencia, prevalencia y mortalidad en la primera ola de la epidemia

Como señaló recientemente en una entrevista el doctor Rafael Nájera Morrondo, primer Director del Instituto de Salud Carlos III, nos falta una definición de caso consensuada que permita hacer un seguimiento útil de la incidencia en las diferentes regiones del mundo. En una infección que es asintomática o muy leve en más del 90% de las ocasiones, considerar «caso» a cualquier persona a quien se le detecte el virus en la mucosa respiratoria, sin requerir ninguna otra condición, hace que el recuento dependa por completo de la intensidad de los esfuerzos de búsqueda activa mediante pruebas de laboratorio, que nunca será la misma en lugares diferentes y que difícilmente lo habrá sido en los diferentes momentos dentro de un mismo lugar. Así, un modelo matemático predijo, ya en el mes de marzo, que los recuentos oficiales de casos reflejaban porcentajes de la realidad que eran distintos en cada país europeo analizado pero que resultaban siempre muy bajos19.

Como era de esperar, los estudios de seroprevalencia confirmaron pronto esa predicción y proporcionaron órdenes de magnitud para ese divorcio (Tabla 1). El único realizado hasta ahora sobre una muestra significativa de la población general de un país2 reveló que las cifras de casos confirmados reflejaban un mero 9% de la realidad, y que el porcentaje variaba ampliamente (del 0,3 al 31%) en función del grupo etario (Tabla 2). Otros estudios realizados en ámbitos geográficos más restringidos, o en grupos de población concretos, proporcionaron valores incluso más bajos (entre 0,2 y 8,3%). Aún así, estos estudios podrían estar subestimando la prevalencia real hasta en un 50%20. Sólo en una población de rastreo tan sencillo como el personal sanitario de Barcelona, los casos confirmados reflejaron bastante bien la realidad estimada. Por desgracia, los datos de seroprevalencia en población general siguen siendo muy escasos.

Ante este hecho, parece sensato analizar la evolución de la epidemia sobre la base de la mortalidad y no sobre la de la incidencia, aunque esta aproximación no carezca tampoco de problemas. Por un lado, los datos de exceso de mortalidad general han mostrado diferencias significativas con los recuentos de fallecidos en algunos de los países en los que tales datos se hallan disponibles (Tabla 3). Por otro, y en ausencia generalizada de estudios de autopsia en los pacientes fallecidos, los criterios para asignar al virus la causa de la muerte podrían no ser los mismos en todas partes puesto que no se ha consensuado un criterio común para todos. Todo ello cuestiona también la exactitud de las cifras de mortalidad y la validez de su comparación entre países, pero no encontrando nada mejor a la mano se usarán a continuación para representar la realidad.

Las figuras 1-4 muestran la distribución de la mortalidad en los principales países de Europa, América, África y Asia-Pacífico a fecha 10 de octubre (datos consultados a esa fecha en: https://www.worldometers.info/coronavirus/). En Europa, las tasas variaban entre 42 (Grecia) y 875 (Bélgica) muertes por millón de habitantes (mpm), con una distribución bastante sesgada al alza hacia el oeste. En América, variaban entre 11 (Cuba) y 1004 (Perú) mpm, con las tasas más bajas en Canadá, Centroamérica y el Caribe (cabe destacar las notables excepciones de Uruguay y Paraguay). En el resto del mundo, solo ocho países superaban el umbral de 100 mpm, con un rango de 104 (Turquía) a 339 (Irán). El único país africano de esa lista era Sudáfrica (297 mpm).  A esa fecha, los cinco países más afectados (tasas superiores a 700 mpm) eran Perú (1004), Bélgica (875), Bolivia (708), Brasil (706) y España (704). Por el momento, nadie ha propuesto una explicación convincente para las diferencias y semejanzas entre continentes y entre países, que probablemente responden a una compleja combinación de factores demográficos, culturales y ecológicos en proporciones diversas. En general, los países del Hemisferio Norte alcanzaron los picos de mortalidad entre marzo y abril, mientras que los del Hemisferio Sur lo hicieron entre julio y agosto, como cabía esperar de una infección respiratoria vírica que comenzó a extenderse muy al final del invierno boreal (figura 5).

Gravedad y letalidad de la infección por SARS-CoV-2 en España

La obtención de tasas fiables de hospitalización y letalidad en los diferentes países depende por completo de la fiabilidad del denominador (número estimado de infecciones totales). Los denominadores más fiables son, como ya hemos visto, los que se estiman a partir de estudios de seroprevalencia de base poblacional. Solo España ha comunicado hasta la fecha los resultados de un estudio de esa naturaleza, lo que permite basar los cálculos en los resultados obtenidos en su primera ronda (muestreo entre el 27 de abril y el 11 de mayo) y en las cifras oficiales de la epidemia en España a fecha 4 de mayo. En ese punto medio del muestreo, el incremento en los ingresos y los fallecimientos sucedido durante la segunda semana se verá compensado, de alguna manera, por los participantes muestreados en la primera que, habiéndose ya infectado, aún no presentaban anticuerpos a nivel detectable.

Según esa base de cálculo, las tasas acumuladas de hospitalización fueron inferiores al 1% entre los menores de 30 años, subiendo paulatinamente hasta el 1,9% en las dos siguientes décadas de la vida y más bruscamente en las posteriores para alcanzar un máximo del 14,3% entre los mayores de 79 años (tabla 4). La de ingreso en la unidad de cuidados intensivos (UCI) mostró un patrón similar (desde 0 a 0,79%), aunque descendió bruscamente entre los mayores de 79 años seguramente por una muy razonable cuestión de política de ingreso. Por último, la tasa de letalidad se incrementó con la edad desde 0 hasta el 6,5%. Entre los niños menores de 4 años, la tasa obtenida fue de cinco fallecimientos por cada 100 000 infectados, lo que indica que el SARS-CoV-2 es mucho menos letal para ellos que los virus de la gripe. Como media, la tasa de hospitalización fue del 3,6%, la de ingreso en UCI del 0,29% y la de letalidad del 0,7%, todo ello en un período en el que las infecciones fueron más frecuentes entre la población adulta que entre la infantil (ver tabla 2). Esta distribución etaria de la incidencia constituye una anomalía respecto de lo habitual en las temporadas de circulación de la gripe, que incide muy mayoritariamente en los menores de 15 años (figura 6). Las tasas estimadas en España para la gripe estacional durante la temporada 2018-19 fueron, respectivamente, del 6,7%, 0,47% y 1,2%, siendo todas ellas más elevadas que las estimadas aquí para el SARS-CoV-221.

Las intervenciones y sus consecuencias

En una revisión reciente sobre las vías de transmisión de los virus respiratorios humanos, los autores enumeraban y analizaban los cuatro mecanismos básicos conocidos (contacto directo e indirecto, transmisión aérea por gotitas y transmisión por aerosoles) para concluir que «aún nos faltan conocimientos fundamentales que poder usar para mejorar las estrategias de intervención»22. No obstante, en la rueda de prensa que se convocó en Ginebra en día 11 de marzo para comunicar la declaración de la pandemia, el Director General de la OMS instó a los gobiernos a adoptar «medidas urgentes y agresivas» de control e introdujo el término «alarma» en su mensaje. Cinco días después, el Imperial College de Londres difundió un informe que, basándose en un modelo matemático predictivo, apoyaba la estrategia de «supresión», cuyo objetivo era «revertir su crecimiento (el de la epidemia), reduciendo el número de casos a bajos niveles y manteniendo esa situación indefinidamente». Recomendó esa opción como la preferente para cualquier país con capacidad de adoptarla, si bien señaló como un inconveniente que las intervenciones debieran mantenerse durante unos 18 meses para poder alcanzar el objetivo perseguido23.

La palabra «alarma», escuchada de labios del Director General de la OMS, caló hondo en las mentes de los ciudadanos, y los gobiernos tomaron sus decisiones bajo una fuerte presión mediática y de opinión pública que les movía hacia la adopción de esas medidas «urgentes y agresivas» que la OMS recomendaba24. En Europa, los gobiernos de Italia, España, Irlanda, Noruega, Dinamarca y Polonia decretaron el confinamiento estricto de la población, con cese de toda actividad económica no esencial, dentro de la misma semana en la que tuvo lugar aquella rueda de prensa (figura 7). Los de Francia, Reino Unido, Bélgica, Holanda, Austria y Rumanía lo hicieron dentro de la semana siguiente; y los de Chequia, Hungría y Grecia en la posterior. Los demás países tomaron otras opciones. Una vez que ya se ha comprobado que la estrategia de supresión no funcionó como se predijo (tal vez por resultar imposible llevarla al extremo señalado por el modelo predictivo), resulta extremadamente difícil juzgar con alguna base si esas agresivas medidas influyeron positivamente sobre el curso de la epidemia en esos países y en qué medida lo hicieron. No obstante, un examen sencillo basado en las tasas de mortalidad a fecha 10 de octubre no sugiere que lo hayan hecho en una forma muy evidente (figura 8).

Volviendo por un momento a la primera frase de este parágrafo, resulta obvio que a la hora de emitir juicios de valor sobre las decisiones ejecutivas tomadas por unos y otros gobiernos es necesario tener muy en cuenta que ninguna intervención que pueda proponerse en este caso concreto cuenta con una evaluación cuantitativa previa de su eficacia ni con una experiencia anterior que al menos avale que sea eficaz, por lo que cualquiera de ellas se basará, como mucho, en modelos matemáticos predictivos y será, por consiguiente, especulativa y no basada en la evidencia. Citar como ejemplos probatorios los casos de ciertos países asiáticos no es aceptable, puesto que esos resultados pueden responder a complejas combinaciones de factores que no podemos desentrañar por carecer de conocimiento básico suficiente.

El argumento principal de los gobiernos que optaron por las intervenciones más radicales fue el de salvar tantas vidas como fuese posible al margen de cualquier otra consideración, pero esa postura fue matizada muy pronto por personas que no solo miraban hacia el mundo desarrollado sino también hacia el mundo en desarrollo. Un modelo matemático publicado en abril advirtió que el balance en términos de vidas podía llegar a ser negativo si la mala repercusión de las intervenciones sobre la economía sobrepasaba un cierto límite25. En mayo, otro modelo diseñado para estimar sus efectos indirectos sobre la salud materno-infantil en el mundo en desarrollo concluía instando a los políticos a considerar «no solo los efectos inmediatos de sus intervenciones sobre el curso de la pandemia, sino también los efectos indirectos que provocan sus respuestas»26. El peligro residía en la crisis económica global que pudiese llegar a provocarse con esas drásticas intervenciones, y no creo necesario aportar aquí datos ni citas bibliográficas para afirmar que, a día de hoy, esa crisis ya está con nosotros y reviste unas proporciones extremadamente graves.

Tal vez por haberse ya tomado plena conciencia de esa realidad en el seno de la OMS, el doctor David Nabarro, profesor del Imperial College de Londres y Enviado Especial de la OMS para la pandemia, declaró recientemente a la revista The Spectator que «no abogamos por los encierros como el principal método para combatir el virus», un hecho que llamó poderosamente la atención de los medios de comunicación. Unas horas después, su Director General matizó, no obstante, que «los países pueden hacerlo todo para frenar esta pandemia», destacando a continuación que «este virus es muy peligroso». Pienso que todo lo mostrado hasta aquí en este artículo legitima a su autor para pedirle al doctor Ghebreyesus que justifique como se debe ante la opinión pública esa afirmación; es decir, con datos de calidad correctamente expuestos y analizados.

El futuro: vacunas frente al SARS-CoV-2

Cabe pensar con mucho fundamento que el futuro del SARS-CoV-2 es, a medio plazo, pasar a engrosar la larga lista de virus respiratorios que circulan estacionalmente entre nosotros. Considerando su alta estabilidad genética y antigénica, no debe esperarse que, a diferencia de los virus de la gripe, vaya a destacar demasiado por los problemas de salud que pueda producir una vez que se haya establecido cierto nivel de inmunidad frente a él en la población. En la agria polémica que se suscita recurrentemente en torno a la estrategia de permitir que el virus circule libremente para alcanzar con rapidez altas tasas de inmunidad en la población, centrando lo esfuerzos preventivos específicamente en proteger a las personas en mayor riesgo de sufrir una enfermedad grave, sus detractores argumentan, entre otras cosas, que no es seguro que la inmunidad adquirida tras la infección natural sea duradera, al tiempo que defienden que la vacunación es la forma más sensata de llegar a generar inmunidad de rebaño y de mantenerla en el tiempo. Dado que su argumento no termina nunca de concretarse bien, esos especialistas deberían esforzarse en explicar por qué otorgan más valor a la inmunidad que puedan generar las vacunas que a la que genera la infección natural, cuando todo lo que sabemos sobre las infecciones respiratorias víricas señala lo contrario. Por lo demás, al predecir las muertes que el SARS-CoV-2 llegaría a causar en situación de libre circulación, se insiste en calcular la letalidad general usando denominadores que sabemos bien que son groseramente falsos. Podremos decir, si queremos, que a fecha 18 de octubre de 2020 se habían producido en el mundo 40 201 719 casos de infección y 1 117 195 muertes (letalidad del 2,78%, según las cifras oficiales), pero el hecho es que el denominador real debía ser diez veces mayor, o tal vez más.

Por consiguiente, no me parece probable que las vacunas que puedan desarrollarse con éxito para combatir este virus vayan a ser muy relevantes en ese futuro no tan lejano. Sí podrían ayudar, sin embargo, en la tarea de alcanzarlo en un plazo más breve y/o con un menor coste en vidas. La lista de vacunas actualmente en desarrollo es muy larga, pero la tabla 5 recoge las que se encuentran ya en fases más avanzadas. Las vacunas inactivadas o de subunidades son las mejor fundamentadas para llegar a obtener la licencia en un plazo más breve, ya que ambos diseños cuentan con vacunas víricas humanas que se utilizan masivamente desde hace mucho tiempo (gripe, hepatitis A, rotavirus, hepatitis B, papilomavirus).  Lo que cabe, razonablemente, esperar de ellas es que jueguen un papel similar al que juega la vacuna antigripal; es decir, que confieran cierta protección frente a la enfermedad grave si se administran a las personas en riesgo especial de desarrollarla tras sufrir la infección, reduciendo así la mortalidad moderadamente. Pensar que esas vacunas puedan incidir significativamente sobre el ritmo de diseminación del virus si se administran a una proporción alta de la población general carece de antecedentes en los que fundamentar la idea.

Entre las demás vacunas de la lista, las que se basan en el uso de adenovirus vivos como vectores han llamado mucho la atención de los medios de comunicación en los últimos meses. Esta aproximación se investiga desde hace años con especial énfasis en dos agentes muy bien conocidos: el citomegalovirus humano y el virus respiratorio sincitial (VRS). Su principal virtud es que se muestran capaces de inducir respuestas vigorosas de inmunidad celular específica frente a los antígenos insertados en el genoma del vector, lo que se añade a la inducción de anticuerpos neutralizantes para mejorar, en teoría, la protección. Su principal defecto, que inocular un virus vivo (a veces de origen animal) a individuos sanos exige unos estudios de seguridad muy amplios para que puedan licenciarse para uso masivo. Las vacunas que se conocen vulgarmente como Oxford y Sputnik pertenecen a esta clase. No es fácil predecir en este momento cuál podría ser su eficacia protectora y cuáles sus indicaciones de uso si llegasen a licenciarse plenamente, aunque es cierto que el no disponer ya de una vacuna de esta clase para combatir el problema del VRS al cabo de años de esfuerzo no anima al optimismo. Además, existe un consenso muy amplio en considerar que sería irresponsable acortar los plazos de evaluación de estas vacunas para poder licenciarlas lo antes posible.

Para terminar, mencionaré que el doctor Jeremy Farrar, director de la Wellcome Trust, resaltaba hace poco en una entrevista la enorme importancia de destinar preferentemente las primeras vacunas que puedan llegar a la protección de la población en mayor riesgo de muerte, proponiendo unas indicaciones similares a las vigentes para la vacuna frente a la gripe. Además, advertía muy seriamente contra la tentación de vacunar masivamente a toda la población en algunos países privando de ello a quienes más puedan necesitarla en otros. Destacaba también que para que tal uso racional sea posible, es necesario que los ciudadanos comprendan bien la base de esa estrategia, que cada uno de ellos sea consciente de su riesgo real de enfermar gravemente por este virus en comparación con otros. No se trata pues de una cuestión emocional de altruismo de los jóvenes hacia los ancianos o de los sanos hacia los enfermos crónicos, sino de una mera cuestión de racionalidad en el buen uso de los recursos.

Muchos ciudadanos piensan que las vacunas frente al SARS-CoV-2 terminarán pronto con la epidemia y harán que todo vuelva a la normalidad, y es lógico que piensen así porque se les ha dicho muchas veces que las intervenciones deberán mantenerse hasta que llegue una vacuna eficaz. Sin embargo, el término «eficaz» aplicado a una vacuna significa cosas distintas en función del objetivo que se persiga con la vacunación. A tenor de lo que sabemos en el caso de los virus respiratorios, lo que cabe perseguir con realismo es que la vacunación incida moderadamente sobre los ingresos hospitalarios y la mortalidad entre quienes están en mayor riesgo de sufrir la enfermedad grave, pero no así que lo haga significativamente sobre el curso general de la epidemia. Si en verdad pretendemos que las vacunas nos lleven pronto de vuelta a la vida normal, considero que tendríamos que cambiar mucho la percepción del problema por parte de la población, y que deberíamos empezar a hacerlo lo antes posible. En mi opinión, ha llegado ya la hora de combatir el miedo generado entre la gente esgrimiendo unos argumentos de peso que no faltan y moderando mucho las intervenciones.

 

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