Última investigación

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Cuento finalista del tercer concurso de cuentos infantiles Ciéncia-me un cuento. Organizado por la Society of Spanish researchers in the United Kingdom (SRUK/CERU).

TEXTO POR SARA MÁRQUEZ SALDAÑA
ILUSTRADO POR DIANA BLANC
ARTÍCULOS | KIDS
VACUNAS | VIRUS
18 de Febrero de 2021

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En mis doce años de vida, he explicado cientos de veces la diferencia entre gemelas y mellizas.

No es que quiera hacerme la listilla, es que me gusta contar este tipo de detalles. Son pequeños trocitos de información sobre cosas cotidianas.

La gente no suele preguntarse por qué unas estrellas brillan más que otras, por qué una planta muere sin sol o por qué la masa del bizcocho no crece en el horno sin levadura. En mi cabeza se atropellan este tipo de preguntas. Tengo una de esas mentes invadida de pensamientos absurdos o interesantes, depende de lo bien que haya dormido en la litera de abajo. Algunas se van respondiendo solas según voy creciendo y otras, las menos, me generan tal curiosidad que necesito investigar y responder. Esas son las buenas, las que requieren de investigación. La mayoría de las veces frente al ordenador que podemos usar cuando mamá no está trabajando; donde descubro algún dato interesante que poder decir en voz alta en el momento oportuno. Así nació la historia de por qué mi hermana y yo somos tan diferentes. Dos espermatozoides de papá que fecundaron dos óvulos independientes de mamá. Cada una creció separada de la otra, en su propio ambiente. Y como buena melliza, mi hermana es lo opuesto a mí en casi todos los sentidos. Ella morena y pecosa, de estatura media y una sonrisa infinita de paletas separadas. Pero lo mejor lo lleva por dentro. Es alegre, espontánea y hasta dormida se mantiene en movimiento. Se mancha, se tropieza y se mete en líos, pero de los pequeños.
Yo soy alta, rubia, con grandes ojos marrones y media sonrisa hasta que me muero de risa y enseño mis recién estrenados dientes alineados. Observadora, tranquila y a veces invisible, algo esencial para poner en orden mis pensamientos. Formamos la combinación perfecta. Como dos elementos estables en condiciones normales que al combinarse crean algo nuevo. Una molécula nueva con características y comportamientos nuevos que, a su vez, permanece estable.

Cuando éramos pequeñas, ella se pasaba la tarde corriendo por el jardín y hablando en voz alta con nadie, librando batallas, salvando animales o ganando competiciones. Mientras tanto, yo no salía del cuarto donde me convertía en científica con una bata improvisada.

Ella fue la primera que hizo la gran pregunta. ¿De verdad que solo así se puede acabar con él? Sin darse cuenta, encendió mi curiosidad como el fósforo de la cerilla que se desliza con un movimiento rápido y enérgico por una superficie rugosa. Si hay una solución, hay que encontrarla.

Lo primero que descubrí es que no era la única en pensar así, lo que me reconfortaba y me quitaba singularidad a partes iguales. Cientos de personas buscando la misma fórmula, como quien necesita el más especial ingrediente de la receta. Laboratorios a pleno rendimiento repletos de investigadores en la sombra que, como yo, buscan silenciosos la combinación ganadora. Exhaustos entre probetas y tubos de ensayo, así lo imagino. Y mucho dinero en juego. Millones de euros, rupias, dólares y dirhams para ir en su búsqueda. Cantidades que se escapan a mi experiencia monetaria porque lo dicen en la tele, es la única solución: hay que encontrar la forma exacta de Covid-19 para introducirlo en los seres humanos. Habéis leído bien: para ser inmune a una enfermedad, debemos infectarnos de ella o algo parecido. Si nuestro cuerpo percibe y reconoce el ataque de un virus es capaz de crear defensas contra él. Inyectándonos una versión debilitada o muerta del mismo, generamos unos anticuerpos que reaccionarían en caso de infección real. Como un truco de magia que hacemos a nuestro propio cuerpo. Haciéndole creer que es atacado para que se active su sistema inmunitario por si llegamos a infectarnos. Realmente asombroso. Tardé varios minutos en reaccionar a la información que acababa de descubrir y quería saber más.

Pregunté a Google cómo se introduce el virus en el organismo y después de varias respuestas inútiles, llegó la gran revelación: la vacuna. Una de las enfermedades que a lo largo de la historia ha acabado con la vida de millones de personas es la viruela. Coexistiendo con el ser humano desde el antiguo Egipto y extendiéndose a lo largo de todos los continentes, ha arrasado pueblos enteros.

A mediados del siglo XVIII, un médico llamado Edward Jenner acudió a casa de una ordeñadora de vacas con síntomas de viruela. Cuando ella le explicó que no podía tratarse de esa enfermedad ya que había sido contagiada de la viruela bovina de sus animales, a Jenner se le encendió una luz. Comenzó a hacer un análisis científico sobre la idea de que aquellos que habían padecido la viruela de las vacas, una enfermedad mucho más leve y sin mortalidad, no se contagiaban de la devastadora viruela humana. Meses más tarde y después de numerosos estudios, decidió inocular con el virus bovino a una persona. Esta contrajo la enfermedad y, cuando posteriormente se le inoculó el germen de la viruela humana, no desarrolló la enfermedad.

Sin embargo, su descubrimiento no fue bien recibido en la sociedad, ¡qué injusta realidad repetida en el tiempo! Pero la efectividad de la vacuna fue tan demoledora que se popularizó a nivel mundial.

Estaba atónita. Mi nivel de curiosidad estaba al máximo y en ese instante leí el último dato que acabó por deslumbrarme: Jenner publicó su investigación en 1798, a la que tituló «Vacuna», del latín vacca, por su procedencia de este animal.

El suspiro de satisfacción que se me escapó fue tan sonoro que mi melliza se giró para mirarme. Sin palabras, entendió que algo grande acababa de descubrir, se acercó para escucharme y así puse en voz alta los descubrimientos de mi última investigación.

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