¡Que viene el loro!

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Las palabras del señor McKenzie, reflejadas en una carta que remitía al biólogo William B. Benham, describían cómo el mito se había materializado delante de sus narices.

TEXTO POR ÁNGEL L. LEÓN PANAL
ILUSTRADO POR MARINA VALENCIA
ARTÍCULOS
AVES | PELIGRO DE EXTINCIÓN | ZOOLOGÍA
29 de Abril de 2021

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Según aseguraba, un día vio a un kea atacar y aferrarse al lomo de una oveja, la cual, aterrada, saltaba y corría en todas direcciones. Con su pico, el ave hurgaba a través de la lana tratando de llegar hasta la carne. Aunque a su juicio no estaba buscando comer sus riñones, tal y como se relataba desde hacía tiempo. El pánico hizo a la oveja separarse de la manada, dirigiéndose en línea recta hacia un precipicio mientras el ave se mantenía firme en la grupa gracias a sus garras. Cuando la gravedad reclamó a la víctima, el verdugo la soltó y desplegó las alas para seguirla en la caída. En ese breve instante, ambos animales desaparecieron ante los ojos atónitos de McKenzie.

La impactante escena tuvo lugar en la Isla Sur de Nueva Zelanda a finales del siglo XIX.

Roderick McKenzie fue copropietario, entre los años 1889 y 1891, de una granja situada en el lago Hawea y destinada a la explotación ganadera de ovejas. Por aquel entonces se contaban rumores acerca de un animal fascinante de la fauna neozelandesa: el kea (Nestor notabilis), único loro alpino. Con un tamaño de medio metro y un plumaje verde oliváceo, adornado de color naranja brillante en el inferior de las alas, confieren un extraño matiz a las montañas, bosques y cumbres que sirvieron para dar vida al universo de Tolkien. Pero a juicio de los primeros pastores de ovejas de la región se trataba de una alimaña indeseable, cuya mala fama y fechorías se equiparaban a la del estigmatizado lobo en otras partes del mundo.

El comienzo de esta historia se remonta al año 1867, cuando en los alrededores del lago Wanaka comenzaron a encontrarse ovejas con unas misteriosas heridas. En los lomos de los animales, al retirar la lana, aparecían heridas abiertas o recientemente curadas. En algunos ejemplares muertos también se observó lo mismo. Al principio se pensó en una extraña enfermedad. También se apuntó a perros, halcones e incluso a las gaviotas, cuyo apetito, aseguraban, les había llevado a picotear los ojos de los corderos en otras localidades.

Henry Campbell, propietario de una granja de ovejas en Wanaka, se dispuso a rastrear los orígenes de aquellas intrigantes heridas. Así que dio a sus pastores una serie de instrucciones para hallar al culpable. Primero debían tomar grasa de cordero y mezclarla con veneno. Luego, tendrían que buscar un lugar adecuado y dejar allí el cebo mortal. Finalmente, los hombres debían sentarse a vigilar. Fue así como se descubrió que los keas se sentían atraídos por el olor de la comida y, desgraciadamente, daban cuenta de ella. Uno de los testigos de aquella escena fue James MacDonald, quien llegaría también a presenciar a una de estas aves aferrada a la grupa de una oveja.

Sucedió en 1868. Tras una nevada, MacDonald se encontraba atareado con un grupo de ovejas. Varios de aquellos lanudos animales habían quedado separados por la nieve y no podían avanzar, así que el hombre se subió a una cima para valorar la situación. Entonces vio a un kea subiendo y bajando desde un saliente rocoso en dirección hacia donde estaban atrapados los cuadrúpedos. En cada visita, se adhería al lomo de una de ellas hasta que conseguía arrancarle un trozo de carne y regresaba volando a las rocas. El pastor aguardó el tiempo suficiente hasta que sus ojos, y razón, confirmaron lo que realmente estaba viendo. Al regresar y relatar la historia al resto de trabajadores, no le creyeron. Así que puso de nuevo rumbo a la cima, seguido por el señor Campbell y más personas, para que vieran con sus propios ojos al ave en plena faena. La historia fue publicada en el periódico Dunstan Times, aunque sus lectores se tomaron los hechos con escepticismo e incredulidad. Sin embargo, en otros sitios comenzaron a reportarse las mismas historias: loros degustando ovejas. La situación aparentaba ser tan grave que los propietarios como Campbell contrataron a cazadores solo para dar muerte a las aves. Había comenzado el descenso del kea a la categoría de alimaña.

Las noticias sobre el extraño comportamiento del kea también pillaron por sorpresa a los naturalistas. Corrieron ríos de tinta, con tonos académicos, para intentar dar una explicación al suceso. Uno de los interesados en el tema fue el gran Alfred Russel Wallace, biólogo y explorador británico, que dedicó algunas líneas a estas aves en su obra Darwinism: An Exposition of the Theory of Natural Selection, with Some of Its Applications, publicada en 1889. Wallace creía que los ataques a las ovejas eran un ejemplo perfecto para ilustrar cómo algunos animales pueden cambiar sus comportamientos y, con ello, producirse la evolución de las especies que llevaba años rastreando junto con personajes de la talla de Charles Darwin. Según Wallace, los keas podían alimentarse de las ovejas gracias a sus patas y picos que, previamente, habían desarrollado para otros cometidos. Bastaba que un grupo de individuos se decantara por un menú de carne y grasa frente al de flores, bayas e insectos. Tan solo debían cambiar la forma de usar los cubiertos para comer riñones que, según se decía, era lo que más les gustaba. Existe también otro aspecto de su análisis que, por desgracia, fue pasado por alto por sus contemporáneos. El naturalista añadió que este cambio en la dieta había tenido lugar «since the country it inhabits has become occupied by Europeans». En aquellas breves palabras que le dedicó a los keas, también lanzó una sombría predicción como consecuencia del desarrollo del nuevo comportamiento y su posterior persecución por los humanos: «one of the rare and curious members of the New Zealand fauna will no doubt shortly cease to exist».

Mientras tanto, otras personas apostaban por explicaciones más rocambolescas. Una de ellas asumía que los keas habían adoptado ese comportamiento tras una fortuita confusión. Existen en aquellas tierras unas plantas que los colonos conocían como vegetable sheep (Raoulia sp.), las cuales al crecer en forma de matorral y al florecer tienen el aspecto de un blanco montón de lana. Los loros habían sido vistos atareados buscando comida entre dicha vegetación. Así que, según dicha hipótesis, solo hacía falta que una de las aves confundiera una oveja muerta con esas plantas, descubriendo así un maná grasiento.

Sin embargo, gran parte de la comunidad de naturalistas simplemente rechazaba que dichas aves pudieran llegar a actuar de esa manera. A su juicio, debían ser habladurías de sectores sociales solo interesados en exprimir y esquilmar la naturaleza. El biólogo William B. Benham no estaba de acuerdo con esa visión. En 1906 publicó un trabajo, titulado Notes on the Flesh-eating Propensity of the Kea (Nestor notabilis), donde analizaba el caso tras cartearse con varias personas, entre los que se encontraban propietarios de explotaciones ganaderas y pastores como Henry Campbell. Al margen de la muy dudosa credibilidad científica que tiene el simple hecho de recoger testimonios, la realidad es que Benham también se enfrascó en buscar una explicación. Según aseguraba, el cambio de dieta no debía ser visto como algo extraño ya que no había tanta diferencia entre el sabor de un buen, gordo y jugoso weta, un tipo de insecto neozelandés de gran tamaño al que describió con esas mismas palabras, y un trozo de oveja cruda. Así lo comprobó tras mantener a un kea en cautividad y ver que no tenía problemas en comer tanto zanahorias, manzanas, plátanos y otros vegetales como carne de cordero y riñones. Pero el hecho más importante radicaba en la naturaleza curiosa de los keas. Dicho rasgo les podría haber llevado a encontrar comida en una oveja muerta. De hecho, de ellos se dice hoy en día que son los loros más listos del mundo. No es difícil encontrar imágenes de grupos de keas en estaciones de esquí o aparcamientos de coches curioseando y asumiendo la intrusión humana con cierto ingenio.

Según algunas estimaciones conservadoras, entre los años 1868 y 1968 fueron cazados alrededor de 150 000 keas. El propio gobierno neozelandés, hasta el año 1970, ofrecía una recompensa por sus picos. Más de una década después, en 1986, la especie recibió protección legal completa. El descenso de los loros alpinos por el precipicio de la extinción se había frenado cuando su población era inferior a 10 000. Actualmente, solo quedan entre 3000 y 7000 keas, la mayoría de ellos relegados a zonas de alta montaña.

Pero ¿qué pasó con el mito que inició su persecución? En 1908, el biólogo George Marriner publicó el libro The Kea, a New Zealand Problem donde recabó y documentó las evidencias de los ataques a rebaños. Sería el primero en estudiar el problema desde una perspectiva científica. Sin embargo, tendremos que viajar hasta 1992 para encontrar una prueba realmente irrefutable. Durante el mes de agosto, el productor de televisión Rod Morris y su equipo establecieron un campamento en las montañas, aguantando temperaturas bajo cero. Así fue como consiguieron grabar a un grupo de keas mientras se posaban en la grupa de una oveja y se alimentaban de ella. Las imágenes fueron incluidas en el documental Kea-Mountain Parrot, que se estrenó al siguiente año.

Aún nos falta una explicación convincente para cerrar esta historia. Una de las piezas clave ya la hemos comentado más arriba: la intrusión humana. Los keas fueron víctimas de un cóctel de impactos medioambientales. A raíz de la llegada de nuestra especie a Nueva Zelanda, un episodio iniciado con los maoríes, los keas sufrieron la pérdida de los bosques, la caza y el desembarco de las ratas. La entrada en escena de los colonos europeos vino a empeorar las cosas. Los ecosistemas fueron reclamados para sembrar cultivos y criar el ganado, arrasando con el sustento vegetal de los loros. Además, impulsados por el deseo de moldear aquellas extrañas tierras y hacerlas más parecidas a Europa, los neozelandeses del siglo XIX aceptaron de buen grado la idea de introducir ciervos, rebecos, cabras, conejos, comadrejas y armiños. En resumen, el hábitat del kea estaba siendo puesto patas arriba. En este escenario, científicos como Marriner vieron factible que los hambrientos loros se lanzaran sobre las ovejas durante el invierno.

Actualmente, se considera a los keas unos animales omnívoros, teniendo preferencias por un menú vegetariano complementado con insectos. Pero también son unas aves oportunistas, lo que explica sus incursiones a los vertederos y el aprovechamiento de carroña. Se les ha visto cazar ratones, pero también alimentarse de cadáveres de ciervos y zarigüeyas. Todas ellas especies introducidas. Tampoco hacen distinción con las nativas, ya que se las ha observado comiendo polluelos y huevos de pardela de Hutton (Puffinus huttoni). Este marco ha llevado a plantear una curiosa hipótesis sobre el comportamiento de los keas: ¿Y si en el pasado dichas aves se alimentaban de la carne aportada por los inmensos moas que poblaban Nueva Zelanda? Se han encontrado huesos de moas con marcas que, según quienes los han investigado, podrían corresponderse con marcas de picos de keas. De esta forma, los cadáveres de aquellas enormes aves podrían haber servido de alimento para los loros alpinos.

Por tanto, la triste historia del kea puede entenderse como el resultado del choque de su naturaleza, guiada por una dieta omnívora e increíble inteligencia, con el imparable avance humano. En ese escenario, quizás un loro se acercó con curiosidad a un grupo de ovejas. Lo que para él era un simple acto de investigación, para el cuadrúpedo era una situación estresante, así que huyó despavorido con el pájaro agarrado a la lana. Bastaría una pequeña herida, hecha sin ninguna intención, para que el loro descubriese un nuevo alimento. Dado el carácter gregario de dichas aves, otros individuos aprenderían el comportamiento. Si os gusta, podemos titular esta escena como El loro que dio un susto involuntario a una oveja y encontró algo con lo que llenar la barriga.

Afortunadamente, los keas han eludido el estigma que los retrataba como unas alimañas con el único derecho a ser erradicadas. Otras especies, como el extinto tilacino, no tuvieron tanta suerte recorriendo el mismo camino. En 2019 se publicó un estudio que cuantificaba por primera vez los ataques de keas a ovejas. Para la investigación se examinaron cerca de 14 000 ovejas de cinco granjas distintas. Los resultados arrojaron 70 ejemplares atacados, es decir, alrededor de un 0,5 % del total. Aparte del susto, la consecuencia más peligrosa que puede sufrir el ganado es una infección debido a la transmisión de bacterias. Situación fácilmente remediable gracias a los avances veterinarios.

Así que, el cuento del ave con pico y garras sanguinarias se ha deshecho para dejar al descubierto una triste realidad. O una moraleja si se prefiere llamarla así. Tenemos una deuda para con las especies que hemos clasificado como alimañas, lo que nos obliga a buscar un esquema donde podamos cohabitar con ellas. Porque Homo sapiens no es el habitante más importante de la Tierra.

 

Referencias.

Notes on the Flesh-eating Propensity of the Kea (Nestor notabilis). W. B. Benham

Darwinism: An Exposition of the Theory of Natural Selection, with Some of Its Applications. Alfred Russel Wallace

Kea-Mountain Parrot, documental dirigido por Rod Morris

Kea: The feisty parrat. Philip Temple. New Zealand Geographic: https://www.nzgeo.com/stories/kea-the-feisty-parrot/

Scavenging behaviour of kea (Nestor notabilis). Raoul Schwing. Notornis: http://notornis.osnz.org.nz/system/files/Schwing%202010.pdf

Prevalence and characterisation of wounds in sheep attributed to attacks by kea (Nestor notabilis) on high country farms in New Zealand. C. E. Reid et al. New Zealand Veterinary Journal: https://www.tandfonline.com/doi/abs/10.1080/00480169.2019.1678440?journalCode=tnzv20&

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