Ankhef cree que sí. Cree que ese pedazo de roca servirá para acometer el encargo que le han encomendado después de quedar bien pulida. Lleva años en el oficio que heredó de su tempranamente malogrado padre, a quien las llamas devoraron en aquel desafortunado incidente con el horno en el que cocía el barro, apartándole de sus seres queridos.
Está sentado en un arcaico pero funcional taburete junto a su caja de herramientas, maldiciendo lo molesto que resulta el incesante azote de Ra. Y es que el calor influye en su trabajo, el tratar de moldear los intrincados elementos de la homogénea roca de grano fino que tiene entre manos. Las gotas de sudor se dividen para recorrer el camino y caer, obligadas por el gesto cabizbajo propio de la labor. Algunas discurren por la mandíbula hasta la afilada barbilla entre golpe y golpe. Clinck… clinck… Otras en cambio eligen como destino el puntiagudo final de esa característica nariz aguileña que le impide negar a qué familia pertenece; es un calco de la de su padre. El final de todas ellas, sin embargo, es el mismo: la anaranjada arena del desierto entremezclada con el polvo de rocas ya talladas de su pequeño taller. Ni siquiera la sombra bajo la que Ankhef acostumbra a realizar sus piezas alivia esa constante sensación de sudoración. Siente que cuanta más agua bebe, más suda, pero el trabajo es lo primero… por no decir lo único. Es inusual que algún golpeo no encuentre el cincel con la firmeza que debiera, pero hace tiempo que sabe esos impactos en falso que son los peores. Además, sus muñecas ya no son las que eran. Lo detallado de la pieza complica aún más la tarea, pero siempre aplica una de las normas que le enseñó su padre: «Recuerda, Ankhef, primero haz lo más laborioso». Bajo esa premisa lleva todo el día enfrascado en esas dos filas de soldados abatidos, decapitados y desmembrados que ocuparán una parte del reverso en bajorrelieve.
La victoria en la batalla por las tierras del Bajo Egipto conlleva la unificación de ambos reinos. El rey Narmer y su ejército llegaron al delta desde río arriba con el fin de conseguir lo que hasta ese momento es un sueño de grandeza: agrandar el imperio. La lucha es encarnizada. El ruido es un conglomerado de armas, carruajes y gritos de los protagonistas que inunda una escena que se antoja interminable por el coraje de los implicados. No hay tregua. La imposición de la fuerza es el modo en que funcionan las cosas desde miles de años antes de esa confrontación. El cuerpo a cuerpo. La sangre. Matar para no morir, guiados por un rey que pensaba más allá de ese día. Tanto que incluso él entra en combate con la seguridad que le da sentirse protegido por los mismísimos Horus y Hathor, sometiendo a soldados enemigos maza en mano. El panorama final es desolador. Un manto rojo dantesco a orillas del Nilo, una fuente de vida convertida en un lecho de muerte. Los cadáveres de los perdedores yacen expuestos como una suerte de trofeo y humillación, despojados de sus ropajes y decapitados, colocando la cabeza entre sus piernas. Ante ellos, una procesión desfila portando los estandartes que anuncian la victoria con el rey triunfante luciendo la corona del territorio conquistado. El Bajo Egipto ya es suyo. Sin duda, una impactante imagen para el común de los mortales, pero no para Narmer, que piensa en el esperpento como un momento perfecto para el comienzo de algo grande. El primer faraón del Egipto unificado ya hace planes sobre el lugar en el que instaurará la capital del imperio para tener el poder centralizado geográficamente.
Los antiguos egipcios conciben sus vidas en base a dos conceptos: el orden y el caos. Para ellos, las vicisitudes de su día a día están marcadas por estas dos situaciones. Es posible que Narmer y su pueblo entiendan la victoria como una balanza entre ambos conceptos. Una manera de equilibrar el caos que reinaba en el Bajo Egipto con el orden que ellos han hecho llegar al delta, creando el primer país como la forma de estado tal y como la conocemos hoy en día. O puede que no… Sea como fuere, del resultado final de esa batalla sale el prototipo de lo que ha llegado a nosotros como la sociedad egipcia que acabó gobernando durante dos milenios, pero no hemos venido aquí por esto, estimado lector, sino por lo que se ha constatado como el inicio de uno de los avances tecnológicos más significativos de la humanidad, y que apareció más o menos a la vez a lo largo de esa especie de «canal de la fertilidad» que unía la esplendorosa región de Mesopotamia con la avanzada sociedad de Egipto.
Quizá no lo hicieran de la misma forma, pero sí con la misma finalidad: pintar los sonidos.
En su pequeño taller, Ankhef quiere identificar de alguna manera en la piedra qué es lo que ocurrió allí, quiénes son los vencedores y quiénes los vencidos. Hallar una forma de relativizar la información de modo que cualquiera que lo vea sepa interpretarla. Pasan los días, y el trabajo del artesano de la piedra avanza. En los groseros bocetos que garabateó en la arena con su dedo antes de comenzar ya dispuso situaciones para los diferentes registros que completarían el anverso y el reverso. El nuevo rey en actitud dominante es la clave en torno a la que giran el resto de escenarios. La ocasión lo merece, no todos los días le encargan a Ankhef algo tan señorial. En el centro de la tablilla, una figura sobresale de entre las demás, sometiendo a otra, arrodillada. Simboliza el poder, el aplastamiento del débil por parte del dios hecho hombre. El artesano sabe que la finalidad de ese trozo de esquisto verde que está tallando no es tanto narrar lo que ocurrió, que también, sino algo más funcional: obtener el kohl, ese característico polvo negro con el que los egipcios perfilan sus ojos. A tal efecto, decide hacer sendos serpopardos (seres con cuerpo de felino y cuellos de serpiente largos y entrelazados), que dejan definido en el centro de la tablilla un círculo donde poder machacar los minerales. El espacio inferior restante lo diseña para ensalzar de nuevo la figura del rey, representado aquí en la forma de un toro que pisotea al enemigo junto a una ciudad amurallada.
La capacidad de Ankhef como artesano es indudable, pero aun así no es posible interpretar personajes si no fuera por determinados símbolos como las coronas del Alto y Bajo Nilo o el portador de sandalias. Necesita una forma de precisar más. Una manera de plasmar con cincel y maza lo que tan sencillo es de comprender en lenguaje hablado. Y aquí sí es donde queríamos llegar: la tecnología más poderosa creada jamás por la humanidad. Ankhef necesita de la escritura.
En la cercana Mesopotamia la escritura cuneiforme permite controlar el aumento de datos que deben manejarse en las nacientes ciudades estado con decenas de miles de habitantes. El descubrimiento de vestigios de uno y otro punto del mar Mediterráneo en otros lugares es una clara demostración de que, en aquel momento, el comercio depende troncalmente de la comunicación y el recuento controlado de las mercancías que almacenan, con las que negocian. Necesitan contar. Es paradójico que la escritura nazca por pura necesidad matemática. En Mesopotamia, los sumerios elaboran sencillas anotaciones en tablillas de arcilla que no son más que tablas Excel de la época. Allí establecen en torno al año 3200 a. C. un sistema de escritura mediante pictogramas básicos, separando todo en filas y columnas, creando también un propio lenguaje escrito a partir de la fonética del lenguaje hablado. De esa forma tan pragmática que aún hoy día seguimos usando encaminan su manera de interpretar lo que hablaban, de encapsular la información… pero no tardarán en querer pasar de contar objetos a querer contar historias.
Mientras eso ocurre, Ankhef en el taller repasa con los últimos golpes cada uno de los escenarios representados. Él ya cuenta historias, como la de su paleta. Ha dejado para el final la parte superior del anverso y el reverso de la piedra, pero ya sabe que las hará exactamente iguales: dos vacas celestes que simbolizan a la diosa de la fertilidad Bat y, entre ellas, un serej (precursor del cartucho jeroglífico) del «magnífico siluro». En su interior, dos dibujos de menor tamaño que representan a un siluro y un cincel. Se trata de un salto conceptual en la relación que existe entre los sonidos y lo que representan que como he comentado antes, los sumerios ya usaban también en su sistema cuneiforme. Son fonogramas. Más concretamente, el principio de Rebus; un nexo entre las escrituras antiguas de todo el mundo que, llegado un momento de su historia, adoptan como la manera ideal de comunicar lo que quieren decir… y el tiempo les ha dado la razón. Si bien en las culturas mediterráneas surgió hace cinco milenios, en China fue hace tres y medio y en el caso de los glifos mayas hace unos 2600 años. Usar los sonidos con los que se dicen algunas palabras para formar con ellos sílabas de otros conceptos es algo verdaderamente brillante de puro simple que es. Se puede afirmar un origen fisiológico-neurológico en la aparición de la escritura en sí, ya que no existe evidencia de lo contrario: el desarrollo del cerebro a lo largo de la historia de la humanidad termina en un establecimiento de patrones que permiten al ser humano escribir, independientemente de dónde habite o cuándo sea capaz de hacerlo. La aplicación del Rebus permite identificar que lo que el bajorrelieve muestra como un siluro y un cincel son en realidad sus sonidos al hablar. El nombre del faraón de la primera dinastía, Narmer, formado por la manera en que se decía en el idioma egipcio antiguo «siluro» (nar) y «cincel» (mer).
Durante cientos de miles de años, la transmisión del conocimiento y las tradiciones pasaron de unas generaciones a otras de manera oral. Sin embargo, algo cambia en la época en la que Ankhef vive en Hieracómpolis. Gracias al sistema de escritura Rebus el artesano consigue dejar claro quién es el rey protagonista de su pieza, sin importar el tiempo que pase entre quienes lo vean. Los egipcios derivaron mediante la aplicación de ese principio hacia el archiconocido sistema de escritura que todos conocemos: los jeroglíficos. El avance que supuso poder plasmar lo que se pensaba está fuera de toda duda. El poder de la escritura, aun en su forma más arcaica, es tan grande porque permite que hasta un niño pueda aprenderlo fácilmente, y es por eso que su relevancia es trascendental en el desarrollo de las antiguas civilizaciones.
Poder representar objetos, personas o determinadas características suyas gracias a la unión de fonogramas que no necesariamente tengan que ver con el resultado que se busca es algo que en su momento tuvo que parecer magia. El ejemplo de Narmer con un siluro y un cincel es realmente maravilloso por el contexto, pero seguro que si echas un vistazo alrededor de ti varios milenios después que Ankhef, es probable que encuentres algún otro caso detrás del que se encuentre también el principio de Rebus. Por ejemplo, seguro que te ha llegado alguna vez por WhatsApp un juego de esos en el que hay que descubrir las películas, los grupos musicales o lo que sea, con emojis. Ahí puede verse el Rebus. Las posibilidades son variadísimas, incluso sorprendentes. Puedes representar una cama y un león, y que el receptor del mensaje lo interprete como un pequeño reptil que cambia de color que no tiene absolutamente nada que ver con ellos. Personas del siglo XXI, con sus comportamientos del siglo XXI y sus pasatiempos del siglo XXI, creen que son modernas haciendo algo que ya se hacía hace 5000 años. Deal with it.
El fascinante mundo de los antiguos sistemas de escritura engloba varios conceptos a la hora de escribir en función de dónde y cuándo pongamos nuestro foco, no sólo el principio de Rebus que es fácilmente comprensible. Es tremendamente complicado llegar a tener una fluidez de lectura mínima de la gran mayoría de ellos y se requieren años de estudio para lograrlo. Incluso, en algunos casos ha quedado demostrado que, de no ser porque se tiene el mismo texto en varios idiomas y el traductor en cuestión tiene conocimientos de uno de ellos, seguiríamos intentando descifrarlos. Ni siquiera la inteligencia artificial podría ayudarnos en eso. Dos ejemplos de ello pueden ser la famosa piedra Rosetta de Champollion o la no tan conocida inscripción del muro de Behistún en un acantilado en Kermanshah (Irán).
Dependiendo de cada idioma, encontraremos distintas variantes de los sistemas de escritura, cada uno de ellos con sus propias normas a la hora de escribir incluso dentro de la escritura cuneiforme. Figuras que evolucionaron con el paso del tiempo, o con el mismo significado siendo diferentes entre sí, o un único símbolo con varios significados… Escribas y calígrafos que llevaron a la excelencia su trabajo y que, de vez en cuando y con cierta condescendencia por los que vendrían, dejan alguna ayuda al pie para que interpretes correctamente algún símbolo en concreto. Tal es la complejidad del cuneiforme, y eso sin hablar de las diferentes evoluciones de los símbolos con el paso del tiempo. Un universo apasionante el de los antiguos egipcios, babilonios y sus diferentes ramificaciones.
Este relato sobre Ankhef que has leído es ficticio, pero sí podría tomarse como una interpretación plausible de lo que pasó durante la unión entre las Dos Tierras, el Alto y el Bajo Egipto. La tableta de Narmer existe y está expuesta en el Museo Egipcio de El Cairo después de que fuera encontrada en el año 1898 durante las excavaciones de los egiptólogos James Quibell y Frederick Green dentro del Templo de Horus en Hieracómpolis, que entonces era la capital del Alto Egipto pre-dinástico. Desde allí, el Magnífico Siluro partió río abajo con el fin de unificar las Dos Tierras bañadas por el Nilo. Narmer acabó centralizando el poder del nuevo reino en Memfis. Existen ciertas discrepancias sobre si fue el primer rey dinástico del estado de las pirámides o si lo heredó de sus antecesores, pero lo que sí parece estar claro es el significativo cambio hacia el hoy ya medianamente familiar concepto de «dinastía egipcia». Tras él, hubo un antes y un después en la codificación de los reyes y reinas del Antiguo Egipto. Un cambio que perduraría durante los siguiente dos milenios.
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