Un simple cálculo de probabilidades

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Los Bernoulli fueron una familia de matemáticos y físicos suizos de los siglos XVI y XVII. Aunque fueron numerosos los que se destacaron en el campo de los números, uno de los más brillantes fue Jakob Bernoulli, quien en su obra Ars Conjectandi trazó las líneas maestras de la teoría de la probabilidad y se atrevió a soñar con aplicaciones de esta que todavía hoy nos resulta extraño imaginar.

TEXTO POR FERNANDO ANTOLÍN MORALES
ILUSTRADO POR AKESI MARTÍNEZ
ARTÍCULOS
DERECHO | MATEMÁTICAS
8 de Junio de 2021

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Solo con sacarina para Sandra y un bíter para Rocío. Hay bebidas que tienen sus momentos, sus modas, y luego se pasan, pero la jueza seguía fiel a aquel fluido rojo. Junto al platito de olivas rellenas de anchoa había demostrado ser un buen aliado durante los momentos más duros del divorcio.

Las dos magistradas coincidían con frecuencia en el Munch, decorado con copias de las obras del pintor noruego. Cada vez se sentaban frente a un cuadro diferente. En esta ocasión, la segunda que se veían esa semana, tenían ante sus ojos su versión de La muerte de Marat. Nada como un lienzo que atestigua un crimen para hornear a fuego lento la conversación entre dos mujeres en lo más alto del mundo del derecho.

«¿Con qué porcentaje de seguridad consideras que alguien es culpable?», espetó Rocío a bocajarro. Sabía perfectamente que para condenar a alguien no debe haber margen de duda sobre su culpabilidad, por lo que su pregunta podría interpretarse como un jaque a la profesionalidad de su colega. Sin embargo, ahí, bajo la mirada inclemente del genio del expresionismo, se sentían siempre a salvo de ojos capataces y oídos demasiado largos. Podían hablar sin tapujos y, como juezas, ambas sabían que, tras la sentencia, por la noche, siempre se sueña con el odioso «Y si...».

«Hmmm… ¿ochenta? ¿noventa? ¿Por?», calculaba Sandra entornando los ojos. Se daba cuenta de que esa cuestión no era baladí, pues podía determinar el castigo o la libertad de muchos acusados. Nunca antes se la había planteado así, con números. La ley, mucho menos, pues hablaba de seguridad absoluta, pero en la práctica esta nunca era posible. Se puede situar a un sospechoso en el lugar del delito, con un móvil claro, empuñando el arma homicida… y que en el último segundo alguien le quitase el arma y perpetrase el crimen. El cien por cien nunca era una opción y ambas lo sabían.

«¿Sabías que, a finales del siglo XVII, Jakob Bernoulli se planteó que todo el sistema de justicia podía reducirse a un simple cálculo de probabilidades?», soltó Rocío entre la timidez y el orgullo. Normalmente, evitaba hacer comentarios que la delatasen como amante de los números, del k-pop y del cine de autor húngaro, pero con Sandra ya empezaba a coger confianza. «Imagina que se ha detectado que un sospechoso con un determinado perfil, en una situación concreta, resulta culpable en un setenta por ciento de los casos. Pues cada vez que se encuentra un caso en esas condiciones, se puede condenar al acusado con un setenta por ciento de probabilidad de haber hecho lo correcto».

«Sin embargo, es el otro treinta por ciento el que produce insomnio», apreció la togada de acento castellano. Pero, aunque su comentario parecía desestimar la apreciación de la que también fue la mejor de su promoción, su inteligencia rumiaba rauda todo lo que se derivaba de aquella información que le había arrojado la cordobesa como una bomba. Si se desarrollase plenamente aquella hipótesis del tal Bernoulli, su trabajo podría verse reducido a un mero cálculo computacional y ella ya estaba en ese punto en el que empezaba a confiar más en los ordenadores que en las personas.

«Bueno, puede ser el treinta, el veinte o el cinco. Esa es la cuestión. En eso no entró Bernoulli. Por eso te preguntaba antes dónde pondrías tú el umbral de la culpabilidad», dejó caer Rocío intentando aparentar seguridad cuando en verdad esta cuestión le ardía por dentro. Además, como aficionada a la estadística había un detalle sobre aquel asunto que no la dejaba tranquila. ¿Cómo podían calcularse aquellos porcentajes de acierto o error? Según lo que había leído sobre el matemático suizo, la idea era basarse en los datos de sentencias anteriores, pero parecía ridículo que para mejorar el sistema tuvieran que dar por buenos todos los juicios del pasado. Por un lado, los avances de la ciencia forense o la psicología iban mejorando con los años, así que confiar más en estadísticas pasadas que en la razón del presente resultaba absurdo, y por otra, si realmente se podía creer en aquel sistema previo, no veía entonces la necesidad de modificarlo implantando otro que bebería directamente de sus mismos errores.

Cambiaron pronto de tema, pidieron la cuenta y se despidieron en la puerta, sabiendo que en pocos días se volverían a ver. Cualquier habitual del Munch las imaginaba como un par de amigas íntimas que no podían dejar de contarse los detalles más nimios de sus vidas, pero lo cierto es que sabían poco la una de la otra. Ni siquiera tenían sus números de teléfono, ni sus contactos en redes sociales. No solo porque ninguna de las dos las utilizasen, sino porque ni siquiera sabían que tenían esto en común. Sencillamente, hacía unos meses, Rocío había descubierto a Sandra leyendo con concentración monacal la última sentencia del tribunal constitucional en el periódico y, tras un comentario irónico de esos que solo entiende la gente del mundillo, se dieron cuenta de que se habían visto alguna vez por los juzgados.

Hablaban de viajes, de arte, de investigación, de todo aquello que pudiera resultarles curioso. Intentaban dejar de lado el tema de la justicia, sobre todo cuando esta tenía un trasfondo político o ideológico, pero más que nada lo hacían porque les daba vergüenza reflejar una imagen de mujeres grises que solo son su trabajo. Dedicarse al derecho, y en particular a la judicatura, consume tanto tiempo y esfuerzo que las dos tenían la sensación de que habían abandonado mucho de sí mismas. Aquellas oposiciones malditas habían enterrado muy profundamente a esa amante de cineclubs, punk-rock y ajedrez, y a aquella activista anónima involucrada con los derechos de los animales y la equidad del colectivo LGBT. Bajo la negra opacidad de sus togas, cualquier atisbo de humanidad había quedado completamente a oscuras. Poco las separaba de la perfecta máquina predicha por Jakob Bernoulli.

El siguiente martes volvieron a encontrarse. Cada vez esto ocurría con más frecuencia. Ya habían dejado de fingir que se tratase de una casualidad y ambas entendían que, si aparecían por el Munch, es que les apetecía conversar. En caso de verse solas, el ambiente bohemio e intelectual del local estaba lleno de estímulos para entretener sus curiosas mentes. No se necesitaban y eso era lo más bello de su relación. Podían vivir perfectamente la una sin la otra y, sin embargo, decidían pasar aquellos ratos juntas. Esta vez eligieron la mesita que estaba delante de Pubertad, que aparentemente habían colgado durante el fin de semana. Normalmente, en los bares, los amigos y las parejas suelen sentarse frente a frente y, si se sientan al lado, lo hacen de cara a la galería, como en los bulevares parisinos. A ellas les parecía un delito dar la espalda a aquellas obras de arte que, a sus ojos, nada tenían que envidiar a los originales, por lo que siempre se situaban como si estuviesen en un museo, frente a un óleo que les inspiraba un nuevo tema del que hablar.

«De lo que hablabas el otro día… He pensado que el noventa por ciento. Con eso puedo dormir», rompió así Sandra el protocolo de saludos inicial y anodino. Las dos se miraron un rato, pensando y mostrando cómo pensaban. Sus amigos y familiares hablaban demasiado y ellas, preferían meditar antes que soltar cualquier tontería. Disfrutaban de la compañía de alguien que no solo se tomaba el tiempo de reflexionar sobre lo que se decía, sino que también paladeaba ese momento y no tenía problemas en compartir sus dudas y cavilaciones en silencio.

«¿Piensas que puede hacerse? ¿Piensas que se podría llegar a hacer un cálculo así? Yo el problema que veo es que hay mil variantes de cara a calcular esa probabilidad. Por ejemplo, no es lo mismo si el acusado ya había sido condenado antes y, de serlo, no es lo mismo si lo había sido por un delito o por otro. Es improbable encontrar dos casos con antecedentes exactamente iguales y, a veces, en esas pequeñas diferencias estriba el matiz que puede inclinar la balanza hacia uno u otro lado», explicó Rocío consciente de que estaba siendo una aguafiestas. Ella había sacado el tema que poco a poco había intoxicado a la otra jueza y, cuando esta por fin mordía el anzuelo, ahora le echaba un jarro de agua fría.

«Tú eres la que sabes de matemáticas. Yo no sé si puede hacerse o no. Yo solo te digo que si aparece aquí el fantasma del matemático ese y me pregunta dónde establecer el umbral del cálculo yo le diría que en el noventa por ciento. Y sí, me imagino que en un diez por ciento de los casos nos equivocaríamos, pero quién sabe, quizá ahora nos equivocamos más», mojó sus palabras con un trago a su café y dejó con esto aparcado el tema.

El cuadro de Munch le transmitía a Rocío mucha ternura y fragilidad y, aunque hacía demasiados lustros que había dejado atrás la adolescencia, se sentía exactamente como aquella chica desnuda que las miraba fijamente. Tragó saliva. «Cuando vienes aquí, ¿con cuánta probabilidad piensas que me vas a encontrar?».

Rocío era la de los números, así que Sandra se puso a dudar, pero se dio cuenta de que, en el último mes siempre que había ido al bar, estaba la andaluza esperando. Hacía ya mucho tiempo que no se tomaba el café ahí sola, pero nunca le había extrañado este hecho. De alguna manera, el Munch y Rocío eran conceptos que poco a poco se habían ido fusionando hasta resultar prácticamente sinónimos. Sandra calculó, sonrió, se tomó un tiempo y empezó a mover los labios con tono espontáneo: «¿Sabes que el domingo vi la película de Béla Tarr que me recomendaste?».

 

Referencias

Sánchez Fernández & Valdés Castro. 2001. Los Bernoulli: Geómetras y viajeros. Editorial Nivola

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