Con todo el corazón

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Constanza Ceruti, la primera arqueóloga de alta montaña codirige una expedición en uno de los volcanes más altos del mundo, el Llullaillaco. El equipo de catorce personas pasará por incontables y extraordinarios peligros al borde de la muerte. Pero todo vale la pena cuando, en la cima, un hallazgo asombroso cambiará la vida de todos y la historia del Imperio Inca para siempre.

TEXTO POR PAULA MARIEL LIVERATORE
ILUSTRADO POR RAQUEL GU
ARTÍCULOS | MUJERES DE CIENCIA
ARQUEOLOGÍA | MUJERES DE CIENCIA
23 de Agosto de 2021

Tiempo medio de lectura (minutos)

—¡Cuidado!¡Se avecina una tormenta de nieve! —advirtió Constanza al ver un muro grisáceo que se acercaba a toda velocidad por los cielos.
—¡Todos a las tiendas!¡De inmediato! —exclamó como pudo Johan mientras recolectaba sus herramientas de trabajo: pinceles, cinta métrica, paletas, cucharillas y rasqueta.

El volcán en el que se hallaban, de 6739 metros de altura, les estaba jugando otra vez una mala pasada. Desde que dejaron la ciudad de Salta, en el noroeste de Argentina, hacía ya trece días, habían estado al límite de la supervivencia entre vientos huracanados de 150 kilómetros por hora y tormentas eléctricas. Los miembros de la expedición arqueológica se acurrucaron en sus sacos de dormir y esperaron rogando a todos los dioses, los de los Incas y los de ellos, poder salir con vida de esa encrucijada. Pero los dioses no iban a escuchar sus plegarias tan fácilmente. La tormenta duró varias horas y se durmieron esperando el milagro.

Cuando al fin la tempestad pasó, las tiendas estaban sepultadas bajo la nieve. Excavaron y salieron a la intemperie, bajo un azul y blanco panorama. El cocinero, Ignacio, preparó unos nutrientes vegetales y mientras desayunaban evaluaron los daños que la naturaleza había causado.

—Creo que lo mejor es que yo vuelva a Salta. No me estoy sintiendo nada bien, no voy a poder resistir mucho más —cabizbajo y rompiendo el silencio helado de 40 grados bajo cero sentenció el fotógrafo del equipo.

El hombre tosía y se veía debilitado. Era evidente que no se encontraba nada bien. Y eso pese a que, como cada vez que emprendían una exploración arqueológica, se habían asegurado de pedirle permiso al volcán antes de comenzar el ascenso.

—Debe regresar, tiene algo de líquido en los pulmones, muy probablemente derive a un edema pulmonar grave si continúa aquí —explicó algo inquieto el médico que Johan consultó, a través de un teléfono satelital.
Tukuy Sonqoywan, que nos guíe el corazón, no nos desalentemos, todo saldrá bien —susurró tranquilizadora y perseverante Constanza, la única mujer del grupo, con sus cabellos castaños atados en una tupida trenza, su tez dorada por el reflejo del sol en las grandes alturas y sus ojos como dos almendras que todo lo observaban. En su interior sabía que subir esas montañas requería de mucho entrenamiento, ella ya había subido más de 80 a más de 5000 metros. Y no solo eso. A la par se necesitaba un espíritu valiente, amor y respeto a los Apus, como llaman a las montañas sagradas en quechua, el idioma de los Incas. No era una empresa en absoluto sencilla. Y cualquiera podía fallar.

Analizaron qué sería lo mejor, ¿deberían desistir y volver a la ciudad? Tenían indicios de que por la zona encontrarían vestigios de un santuario sagrado para los Incas. Si abandonaban era seguro que los cazadores de tesoros llegarían y destruirían, tras saquearlo todo, ese inestimable lugar lleno de historia que ayudaría a conocer la cultura incaica. Por otra parte, era cierto que algunos estaban agotados y desanimados.  Johan dispuso todo lo necesario para que el fotógrafo fuera evacuado desde el campamento intermedio hasta la base del volcán.

Otros cuatro colaboradores decidieron también regresar por donde habían venido. Se abrazaron deseándose buena ascensión y buen descenso. El cocinero, de orígenes andinos, tiró tres hojas de coca al viento, hojas sagradas para todos en aquellas latitudes de la cordillera de los Andes, y rogaron al Apu Llullaillaco, como así se llama el segundo volcán activo más alto del mundo, que los protegiera una vez más. Cargaron mochilas al hombro y partieron.

Los días en la cima de la montaña transcurrían excavando cuidadosamente. Eran muchos los años que los arqueólogos habían dedicado al estudio de las antiguas civilizaciones en la universidad, preparándose para esta importante tarea. Pero todo el esfuerzo parecía en vano. A pesar de su rigor y organización en el trabajo, Constanza estaba acostumbrada a hacerle caso a su intuición. Mientras caminaba, algo le decía que debía continuar, más allá de lo difícil de su labor, en esas condiciones tan extremas, que hacían casi imposible anotar en su libreta de campo porque las manos se congelaban en quince segundos o tratar de concentrarse cuando la falta de oxígeno y la baja presión le adormecían el cerebro.

Era el día número veinte de la expedición y de repente un desconsolado «¡Oh, no!» se escapó desde las entrañas de Constanza. Echando por la borda sus pensamientos positivos se había dado cuenta de que le quedaba un último caramelo de dulce de leche, sus favoritos.

—Por favor, Apu, si tenemos que descubrir tus tesoros, échanos un mano, te habla mi corazón, guíanos.

Todos se quedaron perplejos, Constanza era muy tímida y nunca perdía las esperanzas. Realmente necesitaban lograrlo. Se pusieron en sus posiciones, cada uno a cumplir el rol que habían venido a desempeñar. Ya atardeciendo, Arcadio, uno de los guías peruanos, gritó:

—Constanza, Llullaillaco te ha escuchado, nos está hablando, ¡ven a ver!

Ya casi en la cumbre, en medio de una gran área inspeccionada centímetro a centímetro, una llamita hecha de conchas marinas se había dejado ver. Arcadio la había encontrado.

Sonriendo, Constanza se acercó, miró con ilusión esa figurilla color salmón y sacó la cámara de fotos. Parecía a propósito, justo en esos momentos ¡se había quedado sin baterías! Se quitó los guantes y, tan rápido como pudo, antes de perder la movilidad de sus dedos, cambió las pilas y perpetuó ese instante para siempre.

Exploraron un poco más la zona donde habían encontrado la llama creada con moluscos provenientes del Pacífico. Encontraron otra del mismo material y una más, hecha de plata. Exhaustos, después de realizar sus anotaciones, fueron a descansar a sus tiendas en esa noche estrellada.

Ese primer hallazgo les dio el empuje que necesitaban para seguir. Dos días después, Arcadio les llamó a voces, como en trance, olvidando todo riesgo. Había que excavar como a medio metro de donde habían encontrado las llamitas. Una tela gris marrón salió a la luz. Habían encontrado la primera de las momias.

Se trataba de un niño de la nobleza incaica de unos siete años, con el cabello corto, una cuerda de lana que sostenía plumas blancas situadas a la izquierda de su cabecita. Su tórax estaba cubierto con una pechera confeccionada con conchas marinas, cabellos humanos y pelo de llamas. Llevaba mocasines de colores vivos, estaba sentadito mirando hacia el este. Rodeado de adornos, las figurillas de llamas le hacían compañía.

Qué inmensa felicidad haber encontrado al «Niño» dormido para la eternidad, saber que no se habían equivocado al seguir ascendiendo hacia la cima. Era una extraordinaria ofrenda a los dioses ¡en esas alturas! Poco a poco todo parecía aligerarse y comenzar a desenvolverse como siguiendo un plan establecido. Como en una ensoñación, fueron descubriendo minuciosamente semillas, plumas de aves tropicales, conchas marinas; elementos de la naturaleza representativos y sagrados para los Incas de todas las zonas del Imperio. Pero también estatuillas de oro y plata, que simbolizan para el pueblo Inca al sol y a la luna.

A un metro del niño, al seguir con las excavaciones, apareció «la Doncella». Probablemente de quince años, con tocado de plumas y finas trenzas. En un ritual, hacía ya 500 años, su cara había sido pintada de rojo y su vestido marrón tenía adornos de plata, huesos y metal.

Ya al día siguiente, incrédulos con la bondad de Llullaillaco, los científicos encontraron una pequeña niña momia de seis años sentada, mirando hacia el suroeste con su boca entreabierta que dejaba ver dientecitos. «La niña rayo» (pues un rayo había alcanzado su cuerpo en ese tiempo dormida), tenía dos trenzas a cada lado de su rostro y estaba cubierta con una manta de lana marrón.

Tras un largo silencio, después del hallazgo de la tercera momia, Johan habló:

—Era cierto lo documentado por los cronistas españoles sobre la Capacocha, el ritual a través de ofrendas de agradecimiento que se realizaba en el tiempo de cosecha.
—Para los Incas cada ser tiene un espíritu que lo anima. Las montañas, por donde baja el agua, esencial por estas latitudes desérticas, son seres sagrados y por eso encontramos las ofrendas a esta altitud —añadió Arcadio—. Según lo que ellos creían estos niños no morían, sino que se unían a sus antepasados y cuidaban a los vivos desde las cumbres.
—Lo más increíble —siguió pensando en voz alta Constanza —es que, gracias a la baja presión atmosférica y el escaso oxígeno, estas momias están intactas, y ciertamente parecen niños durmiendo. Resistieron al tiempo, a los ladrones de tumbas… ahí estaban esperándonos, para revelarnos una puerta a un mundo lejano, como “embajadores del pasado”…

A partir de ese momento todo cambiaría. En especial para ella, la primera arqueóloga de alta montaña en descubrir las momias mejor conservadas de la historia de la humanidad en el santuario más alto del planeta. Todo el equipo se abrazó; con el corazón festejaron ese hallazgo. Esas momias eran mensajeros para los dioses de los Incas, y también para ellos.

 

Agradecimientos especiales para Constanza Ceruti por su inestimable ayuda en la elaboración de esta aventura de ficción.

 

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