El tren

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Segundo premio del certamen «Ciéncia-me un cuento» 2021. Organizado por SRUK/CERUK (Society of Spanish Researchers in the United Kingdom).

TEXTO POR IVÁN BORJA HERNÁNDEZ BARRERA
ILUSTRADO POR PEDRO DUNCAN
ARTÍCULOS
FÍSICA | RELATIVIDAD
23 de Diciembre de 2021

Tiempo medio de lectura (minutos)

Lucas llegó al vagón afligido, pero esperanzado. Se sentó y se secó las lágrimas. Desenvolvió el bocadillo e intentó comer, pero una presión en el pecho no le dejaba tragar. Miró a través del cristal de la ventana como la gente iba y venía de un lado para otro, pero no la vio. Habían pasado un gran verano. Y ese recuerdo le alegró el rostro.

Rememoró las tardes en las que Laura venía a casa para mirar el cielo a través del telescopio del abuelo. Se pasaban horas enteras observando las estrellas y preguntándose cómo se había formado el universo. Luego merendaban pan con aceite y mantequilla, la especialidad del abuelo, y finalmente salían a correr al campo hasta el anochecer.

Se reía mucho con ella. Demasiado. Una vez, cuando el abuelo les estaba contando la teoría del Big Bang, a él se le escapó una flatulencia más sonora de lo esperado y enseguida se puso colorado como un tomate de la vergüenza. Ella lo miró y soltó una carcajada que se expandió por toda la habitación, contagiando la risa hasta al abuelo. «Esa sí que es una gran explosión», dijo mientras no paraban de reír.

La última llamada para los pasajeros se escuchó en la estación. El tren estaba a punto de partir. El niño volvió a mirar afuera con la esperanza de verla por última vez. Y se quedó pesando en esas últimas palabras que el abuelo repetía cada vez con mayor asiduidad: «última vez».

Al abuelo siempre le gustaba hacer experimentos con su nieto. Le intentaba explicar la teoría de manera sencilla y luego pasaban a la práctica, aunque no siempre resultaba fácil.

Lucas recordó aquella vez en la que le intentó explicar la relatividad con un sencillo juego.

—Abuelo, por mucho que me lo expliques no lo entiendo —le dijo el niño.

Al día siguiente, al regresar de clase se dirigieron al campo. Allí les esperaban Laura y Albert, el vecino científico del abuelo.

—Ya sabes cómo es de testarudo —le dijo nada más ver a Lucas.

El joven asintió mientras observaba que sobre los raíles por donde pasaba el antiguo ferrocarril, su abuelo se las había arreglado para colocar una especie de vagón abierto por los cuatro lados.

—A mí no me mires —le dijo Laura cuando el joven le dedicó una mirada de extrañeza.
—Acércate Lucas —le dijo el abuelo.

El joven obedeció.

—Ahora lo único que tienes que hacer es montarte en el vagón y esperar a que se ponga en movimiento. No te preocupes, no irá a mucha velocidad. Tienes que estar atento porque luego observarás dos luces y me tendrás que decir cuál ves primero.

Lucas no entendía nada de aquello, pero como siempre, le hizo caso. Así que montó en el vagón y esperó a que se pusiera en movimiento. Cuando hubo alcanzado cierta velocidad, observó un haz de luz en la dirección hacia la que avanzaba y posteriormente, no supo acertar exactamente cuánto tiempo después, observo otra línea de luz desde el lado del que se alejaba.

—¿Y bien? —le preguntó el abuelo cuando el vagón se hubo detenido y se aceraron al resto.
—Pues he visto primero la luz que salía de aquel lado —respondió Lucas señalando hacia el lugar donde avanzaba el vagón.
—¿Estás completamente seguro? —le volvió a preguntar.
—Claro.

El abuelo se mesó la espesa barba larga y blanca y se quedó pensativo. Luego miró a Laura.

—Y tú, jovenzuela, que has permanecido inmóvil en el centro de todo este embrollo, ¿qué luz has visto antes?
—Las dos han aparecido al mismo tiempo —respondió ante la incredulidad de Lucas.
—Interesante —murmuró el amigo del abuelo.

Los cuatro se miraron sin saber qué decir. Fue el abuelo el que rompió el silencio.

—Efectivamente, las luces de las linternas de cada uno de los extremos se han encendido a la misma vez, a las 17:00. Tanto el amigo Albert como yo nos hemos sincronizado para que así sea —dijo guiñando un ojo a su cómplice.
—Pero no es posible —respondió Lucas.

El abuelo acarició el flequillo de su nieto.

—No te preocupes. Tú también tienes razón. Verás, nuestra amiga Laura ha permanecido quieta respecto a las vías del vagón y por lo tanto su sistema de referencia no ha variado, por eso ha percibido que las dos luces se encendían al mismo tiempo. Sin embargo, mi querido Lucas, tú te has estado moviendo respecto a nosotros, pero no respecto al vagón. Tu sistema de referencia ha sido diferente y al estar en movimiento has notado que la luz que se encendía primero era aquella hacia donde te dirigías.
—¿Entonces los dos tenemos razón? —preguntó Lucas.
—Cada sistema de referencia tiene su propio tiempo.

Los niños se quedaron pensativos.

—Luego, el tiempo es relativo —dijeron casi al unísono.

Los rayos del sol calentaban la ventana del tren. Lucas apoyó el rostro en el cristal para sentir calor y recordar cuando el abuelo lo estrujaba contra su pecho. Evidentemente no era lo mismo, pero aquel gesto le reconfortó. La gente seguía yendo y viniendo y a Lucas le parecía que dejaban un rastro tras de sí. De repente, se acordó de algo. Rebuscó en la mochila y extrajo la peonza que le había regalado el abuelo. En los últimos meses solía girarla sobre la mesa y le mostraba cómo la velocidad del movimiento distorsionaba la forma de los objetos. Luego se quedaba pensativo y, con la vista perdida en el infinito, decía con un suspiro «mi última vez». Lucas intuía que le estaba intentando decir algo.

El niño abrió la ventanilla del vagón y asomó su cabeza. El motor empezaba a carburar y el tren comenzaba a vibrar. Entonces vio a Laura en el andén. Llevaba el pelo recogido en una coleta y miraba ansiosa a través de los cristales en busca de alguien en el interior de los vagones. Lucas gritó su nombre, pero entre tanto ruido era imposible que lo escuchase.

El tren comenzó a avanzar. Lucas contempló una lágrima resbalando por el pómulo de la niña. Así que corrió desesperadamente a su encuentro, pero cuanto mayor era su esfuerzo en el interior del vagón, más se alejaba de Laura. Lucas se quejó de la relatividad. Ella se iba convirtiendo en líneas horizontales de colores a consecuencia de la velocidad. Pronto desaparecería de su vista y Lucas se acordó de la peonza. El recuerdo de la voz del abuelo le alumbró. Aquella no sería su última vez.

En un gesto de osadía, hizo sonar el timbre de emergencia del pasillo y el tren se detuvo, a pesar del estupor de los viajeros. Lucas se disculpó diciendo que tenía que cambiar de sistema de referencia, cosa que nadie de los presentes entendió, y se apeó del vagón. Laura lo esperaba con los brazos abiertos. Los niños se fundieron en un fuerte abrazo coincidiendo en el espacio y en el tiempo.

—Tu abuelo te necesita —le dijo.

Lucas regresó a casa. El abuelo estaba en el taller trabajando en una nueva maqueta para demostrar la deformación del espacio por la presencia de masa, cuando lo vio. En la cara, llena de arrugas, brotó una sonrisa.

—¿Sabes lo que más me gusta del tiempo, abuelo? —le preguntó.
—Dime, Lucas.
—Que cada persona tiene uno y puede usarlo como quiera. Ya sé que el tuyo se desvanece. Por eso el mío deseo compartirlo contigo.

El abuelo y Lucas se abrazaron y cosa rara, a los dos les pareció que el tiempo se detenía.

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