Nitrato de Chile

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Fritz Haber y Carl Bosch, Premio Nobel de Química en 1918, encontraron una manera de aprovechar el nitrógeno atmosférico y adaptaron el proceso a escala industrial; revolucionando la fabricación de abonos artificiales y disparando la producción agrícola a nivel mundial.

TEXTO POR FERNANDO GOMOLLÓN-BEL
ILUSTRADO POR LINO ABAD
ARTÍCULOS
QUÍMICA
3 de Enero de 2022

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Como cada tarde, Emilia estaba sentada en el porche, escuchando las olas. Intentaba relajarse, olvidarlo todo, apoyando su cabeza en la mecedora, pero en cuanto abría los ojos le invadían los malos recuerdos. Porque abrir los ojos significaba, ineludiblemente, ver las grietas del techo. Ver cómo el paso el tiempo había malogrado su hogar, antaño lujoso y resplandeciente. Y todo parecía todavía más oscuro desde la muerte de Mateo, su marido. Aunque, en realidad, estaba mejor muerto. El pobre hombre era un alma en pena desde que cerró la fábrica —su fábrica— en 1927. ¿Qué otra solución quedaba? El salitre sintético alemán era muchísimo más barato, ya nadie compraba nitrato de Chile.

Emilia y Mateo habían comprado su mansión en Playa Blanca, a escasos kilómetros al sur de Antofagasta y no demasiado lejos de las minas. Antes de la guerra, estas tierras pertenecían a los bolivianos; ellos habían llegado después, a finales de los años ochenta, recién casados, en busca de una vida mejor. Ella sonríe cada vez que recuerda el viaje y las tonterías que le decía su marido entonces, seguramente para tranquilizarla: «¿Angatofasta? ¡Un tonto gasta! Ya verás, al final nos aprenderemos el nombre, cariño». Mateo estaba igual de nervioso —quizás más— que ella. Diecinueve y diecisiete años, montados en un carro destartalado, camino a una ciudad desconocida. «Haréis dinero, no os preocupéis», les decían sus padres continuamente. «Es una zona rica, las minas dan trabajo, apenas nos echaréis de menos». Y tenían razón. El éxito no llegó inmediatamente, pero llegó, al fin y al cabo. Y, por fortuna, pudieron disfrutarlo juntos.

Comparado con la casa de la playa, su primer nidito de amor era insignificante. Dormían, comían y vivían en una única estancia, apilaban la ropa encima de un maltrecho sofá, probablemente lleno de chinches y pulgas, a juzgar por las urticarias que cubrían su cuerpo constantemente. Mateo no tardó demasiado en encontrar trabajo en una de las minas de salitre y Emilia, que había estudiado en Santiago gracias a una herencia, logró colocarse como contable en una oficina. A pesar de las diferencias y la distancia, ambos trabajaban para la misma compañía, propiedad del empresario inglés John Thomas North, apodado «el rey del salitre».

Emilia pasaba sus descansos leyendo todo lo que encontraba por el despacho. No tenía tiempo de ir cada día a la mina —estaba demasiado lejos— y los folletos, magacines y libros eran entretenidos. Algunos eran tratados científicos densísimos sobre agricultura, geología y química, aun así, se las apañaba bastante bien. Pasados unos meses, Emilia entendió qué narices era el dichoso salitre. En la escuela le habían explicado que era un fertilizante, una sustancia para alimentar a las plantas. Pero ahora llegó a comprender su verdadero secreto, un ingrediente escaso en la corteza terrestre: el nitrógeno. De ahí, claro, venía el famoso nombre de «nitrato de Chile».

Cada noche, Mateo llegaba agotado a casa. Eso sí, llegaba a mesa puesta; Emilia siempre se preocupaba de comprar algo fresco al salir del trabajo y cocinarlo mientras su marido volvía de la mina, apretujado cual sardina en lata, en un carro de la empresa. Cenaban juntos y hablaban. Bueno, hablaba ella, rara vez Mateo era capaz de articular palabra tras deslomarse de sol a sol. Aprovechaba estos ratos para contarle sus descubrimientos del día. Él hacía como que escuchaba con interés. «Las plantas sintetizan sus nutrientes de la nada, en fin, del aire, aprovechando la luz del sol», explicaba ella. «Pero no saben fabricarlo todo, las pobres plantas. El nitrógeno, por ejemplo, tienen que absorberlo del suelo, por las raíces, y no es fácil de conseguir. Por eso la gente utiliza nuestro nitrato, porque tiene nitrógeno. Es una suerte de vitamina para las plantas, crecen más rápido y crecen más fuertes». Mateo normalmente asentía, hoy sin embargo se había quedado dormido encima del plato de merluza en salsa.

Tal y como habían predicho sus padres, su situación fue mejorando. Él ascendió puestos en la mina y, a principios del nuevo siglo, consiguió que le nombraran capataz. Ella, gracias a sus hábitos lectores, comenzó a chapurrear inglés y sus jefes no tardaron en ofrecerle un cargo de responsabilidad: iba a encargarse de la traducción de contratos, facturas, albaranes y otros documentos. Entre los dos amasaban un sueldo muy decente para aquella época —e impensable ahora, tras la crisis mundial del veintinueve y la Segunda Guerra Mundial—. Se compraron una casa pequeñita primero y, pocos años después —coincidiendo con el segundo embarazo de Emilia— decidieron comprarse la mansión frente a la playa. Mateo ahora iba en coche, podían permitirse vivir un poco más lejos.

Las primeras décadas del siglo XX fueron inolvidables. Emilia y Mateo disfrutaron viendo crecer a sus hijos, decorando su casa, incluso, de vez en cuando, se permitían algún que otro viaje. Todo cambió cuando llegaron los felices años veinte. ¿Por qué los llamaban así? ¿Felices para quién? Definitivamente, quien fuera que tuviera semejante ocurrencia no había pasado por Chile. La economía del país —especialmente las zonas del norte, las principales productoras de salitre— estaba para el arrastre. Todo por culpa de dos señores alemanes que, ajenos al sufrimiento causado en Sudamérica, eran reconocidos y galardonados por toda Europa. Emilia, mientras viva, jamás olvidará sus nombres: Fritz Haber y Carl Bosch.

«Ellos mataron a vuestro padre», decía a menudo Emilia, cuando comía con Tomás, Agustina y sus familias, cada domingo. Y es que, durante la década de 1920, la situación de Mateo empeoró estrepitosamente. A mediados de 1923, apenas llegaba salitre a la fábrica. Decidió subirse al coche y conducir hasta la mina, volver al corazón del negocio y visitar a los obreros, para animarlos. «Una inyección de moral», pensó. Resultó ser todo lo contrario, se encontró con un panorama desolador. Donde antes trabajaban cientos de personas, había solamente un puñado de peones y un triste capataz, dando órdenes desde una caseta destartalada. «Se deprimió, mamá, ¿qué culpa tienen los alemanes?», contestaban, cada domingo, Tomás y Agustina. «Toda la culpa —refunfuñaba ella—. Toda».

Emilia sabía por qué decía eso. No quería volver a contárselo, le llamarían pesada, gruñona, cascarrabias, como cada domingo. Pero tenía razón, los alemanes tenían la culpa. Habían inventado el salitre sintético; habían arruinado su vida.

Después de casi cuarenta años leyendo sin parar, Emilia probablemente sabía más química que muchos catedráticos de la Universidad de Santiago. El nitrógeno escasea en la corteza terrestre, pero es el componente principal de nuestra atmósfera. Más de tres cuartas partes del aire que respiramos es nitrógeno. Es un nitrógeno inerte, poco reactivo, indiferente a las facultades de los químicos, capaces de transformar unas sustancias en otras diferentes, como los alquimistas de antaño tan solo soñaban. Pero Fritz Haber —quien, seguramente, debería estar en la cárcel por crímenes de guerra, como máximo responsable de los ataques con armas químicas en la batalla de Ypres— encontró una manera de aprovechar el nitrógeno atmosférico. Aplicando altas temperaturas, altas presiones y catalizadores de hierro, aluminio y potasio. El rendimiento no es gran cosa, pero permite obtener amoniaco y, después, nitratos y nitritos: salitre. Carl Bosch, un ingeniero de BASF, adaptó el proceso a escala industrial; revolucionó la fabricación de abonos artificiales y disparó la producción agrícola a nivel mundial. «Salvaron miles de vidas», decían los libros. Con razón les dieron el premio Nobel de química en 1918.

«Destrozaron la nuestra», insistía siempre Emilia.

Y así, cada domingo, después de cenar, se repetía la misma escena. Emilia se bebía, de golpe, el culín de vino que quedaba en su copa. La dejaba en la mesa, dando un golpe, y salía al porche. Se sentaba en su mecedora, respiraba hondo y miraba al horizonte. Intentaba relajarse, mirando las olas.

 

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