El despertar de la Luna. Parte 3.

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Fue en el año 2150 de la Era Común (E.C.), que la sociedad terrestre, que hoy en día conocemos, sufrió un cambio radical: las primeras minas lunares fueron exitosamente inauguradas. Esto significó, a nivel social, la creación oficial de la primera colonia fuera del planeta Tierra, la primera sociedad lunar. Y aunque solo dos centenas de personas fueron enviadas, esto fue suficiente para que se diera comienzo a lo que históricamente sería llamado como «el despertar de la Luna».

TEXTO POR ULISES SALDAÑA SALAZAR
ILUSTRADO POR PEDRO DUNCAN
ARTÍCULOS
CIENCIA-FICCIÓN
13 de Enero de 2022

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PARTE 3.

Ernesto

Varios minutos transcurrieron en los que Alaia, sumergida en sus recuerdos, permaneció acostada en el suelo lunar. A los ojos de cualquier observador se podría haber pensado fácilmente que ella yacía inconsciente. Y en efecto, eso es lo que pensaba Ernesto, el hombre quien previamente le advirtió que podía caerse. Al ver que no respondía a sus llamados, trató de correr hacia ella. Sin embargo, dada la reciente e inacostumbrada gravedad lunar, sus pasos fueron extraños e inestables, y fue gracias a este infortunio que cuando al fin estuvo cerca de ella, se tropezó y cayó a su lado.

—Mira —le indicó Alaia a Ernesto, apuntando con su mano hacia el firmamento.
—¿Qué sientes? —Retomó la voz femenina que era tan fresca como áspera.

Se abrió un silencio por unos instantes, mientras ambas miradas contemplaban los detalles minúsculos del disco terrestre. Y, finalmente, el silencio se convirtió en una respuesta muy inesperada para Alaia.

—Mi pasado —respondió Ernesto con un timbre de voz dulce y tranquilo.

La extrema empatía de Alaia le habría llevado a tomar la mano de Ernesto, de no ser por el miedo que descubrió al reconocer en él un hombre parecido a su padre. Con inesperada rapidez se recordó a sí misma su promesa de olvidarlo y jamás depender de otros. Por otro lado, sin embargo, logró reconocer un interés genuino por saber más sobre ese hombre extraño y entonces, lo interrogó.

—¿Y cuál es ese?

Tras una larga pausa llena de silencio lunar, Ernesto respondió lentamente:

—Una suma de eventos... en los que no supe ser.

La cruda sinceridad con la que Ernesto hablaba dejó nuevamente atónita a Alaia.

Tras recobrar su pensamiento, Alaia se decidió a romper el silencio con su propia honestidad.

—Me caes bien —le dijo al tiempo que se paraba, para después voltear y tenderle una mano—. Regresemos a las instalaciones que seguro ya nos esperan.

Rutinas eternas

El programa de actividades fue cuidadosamente planeado desde el comienzo y abarcaba los siete días de la semana terrestre. Había en él un supuesto tiempo libre en abundancia. Factor que ayudó a muchos candidatos a decidirse por aplicar al programa lunar. Sin embargo, en los hechos, era nulo, pues los encargados de mantener el orden lunar temían por las consecuencias que podría traer el ocio, en un terreno tan monótono y solitario.

Por ejemplo, cada lunes, los doscientos habitantes eran despertados puntualmente a las seis de la mañana. Contaban con diez minutos para lavarse el rostro, pasar al baño, y presentarse en la sala de ejercicios físicos. Durante una hora eran sometidos a actividades físicas incómodas, para mantener fortalecidos sus músculos y órganos. Al término de la actividad pasaban a regaderas individuales que nada tenían que ver con las que uno conoce en la Tierra. Puesto que la gravedad es mucho menor en la Luna, dejar caer un chorro de agua verticalmente haría del baño una tarea en extremo tardía; por lo tanto, las regaderas fueron diseñadas horizontalmente. Las cabinas eran triangulares, una de las caras servía como puerta, mientras que las otras dos, llenas de pequeños orificios y pequeños detectores, que localizaban la ubicación corporal, disparaban agua inteligente y eficientemente. Seguro bañarse ahí habría sido una tarea muy divertida. El agua sucia que entraba por el piso, igualmente lleno de agujeros, era inmediatamente tratada y transformada en agua potable. Es claro que, en un lugar con carencia de agua, sería un pecado desperdiciarle.

Después, pasaban a desayunar; tenían quince minutos para esta actividad. Se exigía que para las siete y media de la mañana todos se presentaran en sus respectivos módulos, listos para su trabajo. La jornada laboral duraba doce horas y estaba distribuida en tres bloques de cuatro. Cada bloque tenía un propósito definido:  aislar, excitar y agotar. Era importante que cada bloque tuviera ese objetivo, pues el conjunto hacía que los habitantes se volvieran personas socialmente introvertidas y adictas únicamente a sus propios intereses. Nadie se interesaría en los otros y, en consecuencia, jamás se agruparían entre ellos. El plan era perfecto, excepto que jamás consideraron que el pasado de Alaia encajaría perfectamente con el presente de Ernesto. Y que, al unirse, el tiempo tomaría una forma extraña entre ellos: el de un futuro impredecible.

Al término de las actividades laborales, los habitantes lunares que ya estaban completamente agotados, volvían a sus habitaciones voluntariamente. Ahí adentro les era ofrecida la oportunidad de cenar viendo contenido visual. Lo cual era pedido por todos tal como las predicciones indicaban. Por cierto, el contenido visual del futuro era más parecido al de la realidad virtual de hoy en día. Así pues, día a día, la poca realidad de los habitantes lunares terminaba extinguiéndose entre las imágenes y sonidos, ambos artificiales, que endulzaban y adormecían sus sentidos.

Este ciclo se repetía día a día. Y aunque, en el contrato, el fin de semana había sido propuesto para recreación, todos menos Alaia y Ernesto, recurrían inevitablemente a repetir el ciclo laboral. Y así, la identidad de todos fue poco a poco desapareciendo. Se habían vueltos simples engranes de una máquina cuyo principal móvil era la peligrosa ambición humana, que, aunque tiene la forma exterior de una escalera que conduce al cielo, su verdadera naturaleza es la de un abismo sin fondo.

El amor terrestre coloreaba el gris lunar

En comparación a los habitantes solitarios de la Luna, Alaia y Ernesto, vivían sus días con aventuras compartidas. Desayunaban juntos y se encontraban, a escondidas, durante las actividades laborales. Al finalizar el día, el anhelo por verse nuevamente los inundaba de energía; y así se reencontraban en un comedor que, en lugar de estar lleno con centenas de personas, estaba vacío. En ese espacio solitario, reían entonces a carcajadas mientras se untaban kétchup o mayonesa en el rostro, dando vida a viejos personajes que recordaban de sus tiempos en la Tierra. Eran una pareja que, si uno los hubiese conocido, se habría contagiado de su optimismo y de su correcta falta de seriedad hacia aquello que no lo merece. 

Hubo un fin de semana en el que decidieron hacer una breve expedición a la superficie. Sin que nadie los viera, los dos se fueron al cráter Tycho, el cual cuenta con aproximadamente cinco kilómetros de profundidad y ochenta y cinco kilómetros de diámetro. Curiosamente este cráter, además de ser de los más jóvenes en el lado visible de la luna, tiene paredes que están perfectamente definidas permitiendo que muchas de sus partes sean consideradas como paredes verticales de gran altura. El objetivo de Alaia y Ernesto era surfear en las paredes menos verticales. Alaia fue la primera en dejarse caer. Seguida por Ernesto, los dos comenzaron su descenso con altas expectativas sobre su aventura. La principal de ellas era que tendrían completo control sobre su tabla de surf. Pocas decenas de segundos pasaron cuando ambos descubrieron que era imposible frenar. En medio de la emoción, iban gritándose el uno al otro sobre lo nervioso y excitante que estaba resultando su aventura. Afortunadamente su traje espacial contaba con su propio sistema de navegación aéreo. Cuando quedaban centenas de metro para la colisión con el piso lunar, saltaron hacia en frente impulsados por su traje, al tiempo que pusieron toda la potencia en volar hacia arriba, acción que les ayudó a frenar su caída. Ya en el piso los dos reían nerviosos asombrados de lo peligroso que había sido su inocente hazaña.

—Definitivamente no lo volvamos a hacer —dijo Alaia mientras sonreía.
—Definitivamente no —respondió Ernesto con una mirada que dejaba entrever que él sabía que lo volverían a hacer.

Fue en otra ocasión, no por eso menos mágica, en el que su momento de mayor intensidad emocional ocurrió.  Durante una noche lunar, aparentemente cualquiera, Alaia se arrodilló con un objeto lunar muy pequeño y extraño, con forma de anillo, y le preguntó a Ernesto, que tenía una expresión de sorpresa en su rostro, a la luz del disco terrestre que se asomaba por la gruesa bóveda transparente del comedor, y que además constituía el único pedazo de la construcción que no estaba cubierto por suelo lunar, si él aceptaría ser su eterno acompañante. La respuesta fue inmediata:

—Nací para flotar contigo —contestó Ernesto y tomó el pequeño anillo, el cual intento colocar sin éxito en su dedo anular—. Ok, dame un momento —retomó alegremente— y déjame lo intento en el meñique.
—¡Uf! ¡Perfecto! ¡Aquí sí entró! —exclamó en medio de una euforia y los dos se abrazaron.

Podían sentir en su pecho no solo sus propios latidos sino los del otro. Y entonces, ocurrió algo inimaginable, ¡comenzaron a latir al unísono! Fue en ese inesperado reconocimiento que los dos hallaron una nueva paz al tiempo que una vieja ansiedad, que siempre les había acompañado, poco a poco se fue desvaneciendo.

 

 

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