La mudanza

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¿Qué sensaciones y sentimientos invadieron a Constanzo cuando cambió de casa? Porque Constanzo, un cangrejo ermitaño terrestre, tiene que mudar de caracola para sobrevivir a medida que va creciendo. Una historia para asomarse al mundo de estos animales desde los sentimientos humanos. ¿La descubrimos?

TEXTO POR PAULA MARIEL LIVERATORE
ILUSTRADO POR KARLA ARZATE
ARTÍCULOS | KIDS
ANIMALES | BIOLOGÍA | ZOOLOGÍA
24 de Enero de 2022

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Constanzo se sentía incómodo dentro de sí. Era la primera vez que cambiaba de caparazón. Era verdad, hay que decirlo. Esta caracola era mucho más grande, más cómoda y de unas manchas marrones atigradas que le hacían sentir invencible. No tenía comparación.

Al entrar a clase por primera vez con su casa nueva a cuestas, todos sus compañeros decían sorprendidos: «Qué guapo que estás Constanzo», «¡Qué chulo!» y «Ya no eres el cangrejo ermitaño de antes. ¡Cómo has crecido!».

Constanzo sonreía tímidamente y se decía así mismo: «tienen razón. No puedo seguir pensando todo el tiempo en mi casa de antes». Pero, sentadito, tratando de escuchar lo que la maestra decía, no se concentraba. Tenía ¡tantos recuerdos! Como esa vez que gracias a los colores amarillos de su antigua caracola, colores parecidos a la arena, logró camuflarse y escapar de milagro de esa gaviota acechante que bajaba a toda velocidad. ¡Menudo susto! O como aquella otra en la que, gracias a su caracola, tan pequeña y ligera, pudo flotar largo rato en el agua y balancearse con el vaivén de las olas. ¡Qué divertido!

Al igual que el resto los cangrejos ermitaños, su abdomen estaba desprotegido. Ese abdomen suave, flexible y asimétrico que se adaptaba sin más a cualquier caracola no podía quedar a la vista de ninguno de sus depredadores.

Constanzo conocía su destino. Aunque la adoraba, le había empezado a quedar estrecha. Para sobrevivir, tenía que adaptarse. Sabía que no tenía alternativa y debía cambiar de concha al ir creciendo. Tenía un exoesqueleto, es decir un esqueleto externo, que le protegía y proporcionaba sostén, como todos los crustáceos, pero solo en la parte delantera de su cuerpo. Al igual que el resto los cangrejos ermitaños, su abdomen estaba desprotegido. Ese abdomen suave, flexible y asimétrico que se adaptaba sin más a cualquier caracola no podía quedar a la vista de ninguno de sus depredadores.

Sin embargo, qué sensaciones más extrañas corrían por su cuerpo: la garganta y el corazón fruncidos y, lo peor de todo, no tenía ganas de su plato favorito: mejillones frescos. Tenía como un hueco que, aunque suene extraño, lo cubría todo.

En el recreo, comentaba a sus amigos:

—Me siento raro, estoy feliz con mi nueva caracola, pero no dejo de pensar en todo lo vivido con la anterior.

Y sus amigos, que ya habían pasado por lo mismo le explicaban:

—No te quejes, Constanzo. ¡Tuviste suerte! Mírame a mí, con este tapón de plástico.
—A mí también me tomó tiempo aceptar mi nuevo hogar… ven, juguemos al escondite.

No eran muchos los cangrejos ermitaños terrestres, solo existen dieciocho especies en el mundo. No era fácil vivir como ellos lo hacían y Constanzo se quedó pensativo; se dijo que tal vez, crecer no era tan simple y divertido como lo había imaginado.  

Pero Constanzo no se acostumbraba. Después del cole, andando ya de regreso a su cueva, bajo las raíces del cocotero, se acordó del día de mudanza. Ese día que recordaba como si fuese ya hace mucho tiempo:

El pequeño cangrejo ermitaño se apresuró corriendo, al ver que la fila se formaba para el cambio de caracola. Miraba con sus ojos ovalados bien abiertos para ver cuál le iba a tocar. Porque por allí, por la playa, las caracolas que pudiesen ser útiles como cubiertas para su rosado e indefenso abdomen, no abundaban. Recordaba que eran como doce los cangrejos que se habían acercado y que, en cadena, unos encima de otros habían formado una especie de pirámide. Inspeccionó con sus pinzas y sus antenas minuciosamente cada caracola. Al fin, tras unos momentos de ansiedad, se ayudó primero con sus pinzas, haciendo más fuerza con la izquierda, que era más grande que la derecha y luego, con sus patas. Y ¡trac!, en un momento había logrado meterse dentro de su nuevo caparazón protector. Esa vez el intercambio había sido pacífico y todos habían mudado de casa sin demasiado jaleo. No siempre era así. A veces algún cangrejo tenía que volver a su anterior caracola porque ninguna le convenía o no se ponían de acuerdo entre ellos y, llegaban a las manos. Lo que más le orgullecía a Constanzo era que, antes de marcharse, se había animado y le había hablado al pequeño cangrejo que se había quedado con su antigua casa:

—Hola, soy Constanzo y esa era mi caracola. ¿Podemos vernos de vez en cuando? ¿Tal vez te invito a unos pedacitos de mangle rojo? Es que quisiera verla alguna vez, para no olvidarme de ella.
—¡Claro! Yo vivo en aquel cocotero de la esquina, cuando gustes.

No eran muchos los cangrejos ermitaños terrestres, solo existen dieciocho especies en el mundo. No era fácil vivir como ellos lo hacían y Constanzo se quedó pensativo; se dijo que tal vez, crecer no era tan simple y divertido como lo había imaginado.  

Al llegar a su cueva, también le contó a su papá acerca de sus extrañas sensaciones. «De esto trata crecer, hijo», el padre respondió sin prestarle mucha atención, mientras preparaba los mejillones, todo un lujo por esas zonas , la comida favorita de su hijo.

 

 

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