Cuatro grados de inclinación

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TEXTO POR CRISTINA ORTEGA
ILUSTRADO POR PRISCILLA CAFER
ARTÍCULOS
MICRORRELATOS | RELATO
7 de Febrero de 2022

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Buongiorno, Salvatore —dijo ella mientras se sentaba, como cada día, en el café de la esquina con su cuaderno en mano.
Come sempre, signorina —se acercó el camarero con un café y un cornetto.

Había elegido aquel café unos años antes porque su terraza le ofrecía la mejor perspectiva de aquella torre. Era ingeniera y estaba convencida de que vería cómo iban cambiando los grados de inclinación día tras día. Quería demostrar algo, pero aún no estaba segura de qué. No entendía porqué no habían trabajado para colocarla en su posición inicial siendo Patrimonio de la Humanidad por la Unesco y allí permanecería hasta que no diera con la respuesta o con la solución. 

Sabía que aquella no era la torre con mayor inclinación, provocada por un subsuelo demasiado blando, pero sí que era la más famosa. La de Suurhusen Church nadie la conocía y por eso eligió esta para sus estudios.

Cada mañana tomaba una fotografía desde la misma posición y cogía su cuaderno de notas, pero pronto perdía la atención en la ingeniería y acababa mirando discretamente a los miles de turistas que pasaban por allí. Las fotografías, puestas una tras otra, iban a mostrar el cambio a modo de timelapse. Sin embargo, esas imágenes solo demostraban que la torre era la única que permanecía inmóvil ante aquellos visitantes que venían de todas las partes del mundo. Se repetía el esquema y en aquello también encontraba ella cálculos matemáticos, pero no era más que una respuesta a las redes sociales. Estaba la chica que parecía apoyarse en la torre, el guiri de calcetines bajo sus chanclas que la sostenía con sus manos o el muchacho que apoyaba su pie para hacer creer que la estaba tumbando. Todos tenían el mismo objetivo: demostrar con una imagen que habían estado allí o quizás estar allí para tomarse la famosa foto. No estaba claro si era antes el huevo o la gallina. Lo cierto es que al final aquello se traducía en un campo lleno de gente haciendo posturas casi imposibles para llevarse su tan preciada foto. Un día, otro y otro, siempre la misma escena y sobre el mismo escenario, pero aquella torre parecía no moverse ni un ápice.

Aquella mañana quiso tomar su libreta una vez más para tomar notas y de repente se dio cuenta de un detalle del que no había sido consciente en años.

—¡Caramba! —Pensó en alto mientras los vecinos de mesa la miraban como buscando una respuesta a aquella expresión de sorpresa.

Su libreta, esa que la había acompañado todo ese tiempo, tenía en la portada esa misma torre. Recordó haberla comprado en otra ciudad de aquel romántico país, en alguna tienda de souvenirs, y sin darse cuenta la había elegido entre tantas otras. Era el icono, era identidad, cualquiera que no hubiera estado allí nunca sabía identificar la ciudad en la que estaba ubicada tan solo con ver su imagen. Ese era el motivo por el que toda aquella gente estaba allí. También ella.

De repente lo entendió todo.

—¿Cómo iban a eliminar uno de los defectos más famosos y singulares de todo el mundo? —se dijo a sí misma.

Fue entonces cuando se dio cuenta de que todos aquellos trabajos de conservación patrimonial y su protección por la Unesco no era más que una estrategia para mantener lo que se había convertido en la imagen de aquella pequeña ciudad que de no ser por ello hubiera pasado desapercibida.

 

Relato surgido del concurso propuesto como tarea en la clase «Narrativa científica» (impartida por Enrique Royuela) a los alumnos de la III edición del curso ‘La divulgación científica: un relato transmedia’, organizado por la Unidad de Cultura Científica y de la Innovación (UCC+i) de la Universidad de Murcia (UMU).

 

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