La historia del extraño zapato puntiagudo

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TEXTO POR ESTER MARTÍ SENTAÑES
ILUSTRADO POR MARINA GIL (AQUAMARINA)
ARTÍCULOS | KIDS
HISTORIA
24 de Febrero de 2022

Tiempo medio de lectura (minutos)

Érase una vez, tanto tiempo atrás, en una villa cerca de las montañas del centro de Francia, un joven y apuesto zapatero que vivía con su madre y sus tres hermanas: Juliette, Blanche y Marie…

—Espera, espera, Juanjo. ¿No nos habías dicho que nos contarías una historia divertida? Esto parece un cuento de los clásicos. Ya sabes: gatos con botas, flautistas, princesas… un ¡aburrimiento total! No creo que tenga edad para fábulas. Yo me vuelvo a por la Play.
—¡Quieto aquí, Mateo! Os he prometido una historia divertida y os la voy a contar. ¡Ten un poco de fe y de paciencia! ¿Soy o no soy el mejor babysitter de toda la ciudad?
—Bueno… supongo que podemos darle una posibilidad, ¿no? Sus historias son siempre distintas e insólitas. Seguro que esta promete. Juanjo, no escuches al aguafiestas de mi hermano. Sigue, por favor. Yo mientras traigo la fruta y la leche. Mate, deja ya los videojuegos y siéntate a tomarte la merienda, anda.
—Eres demasiado tranquila, Sofi. Un cuento, ¡uf! Vaya rollazo. Vengaaa… Érase una vez un zapatero franchuti buenorro que vivía con su familia de solamente chicas… hasta aquí ya tiene toda mi compasión, el pobre… 
—¡Cállate ya, y no seas machista! ¿Cuánto tiempo atrás exactamente, Juanjo?
—Pues… vamos a trasladarnos a finales del siglo XIV, durante la Edad Media. Esta historia en realidad me la contaba siempre mi abuela, cuando tenía tu edad, Mate, y también pensaba que tenía razón solamente yo, más o menos como tú, preadolescente antipático y apático … ¡Vuelve, que es broma, hombre! Como iba diciendo…

Arnaud, que así se llamaba nuestro protagonista, pasaba sus jornadas a trabajar en su taller de zapatero, que había heredado de su padre, haciendo calzados de cuero para la población con más posibilidades económicas. No le iba nada mal, su fama de buen artesano le precedía y los clientes no le faltaban. Sus días eran siempre iguales: levantarse, desayunar, trabajar, comer, trabajar y dormir. Los domingos tocaba ir a misa en compañía de su familia y pasar la tarde pescando en el río junto con su buen amigo Jean. No le gustaba socializar demasiado, creía que no podía perder mucho tiempo, pues tenía una familia que mantener, ahora que, después de la muerte de su padre, él estaba a cargo del taller. Su madre intentaba en vano que se interesase por alguna chica y no perdía ocasión para presentarle a alguna candidata, tal vez la hija de un artesano, la hermana de otro zapatero, sin demasiada fortuna. Y así pasaban los días, las semanas, los meses… Hasta que un día un extraño caballero cubierto con un manto oscuro y largo hasta los pies, bajo de su corcel negro y entró en su taller.

—¿Sois Arnaud, el autor de este poulaine? Dijo, mientras le mostraba una zapatilla de cuero, de color marrón claro, sencilla y elegante, con la punta más estrecha y bastante alargada.   

Arnaud la tomó con cuidado e inició a examinarla con atención, buscando su marca personal.

—Disculpa, Juanjo, ¿qué diablos es un po-u-la-ine?
—Ah sí! Gracias por la pregunta, Mateo. Se trata de un tipo de zapatos muy famosos a finales de la Edad Media en gran parte de Europa. Eran un objeto de deseo que todos los hombres anhelaban. Vamos, una especie de zapatillas deportivas de marca, como las que usáis todos vosotros, sin las que no os sentís nadie... A propósito, debería hacer un discursito sobre este tema…
—Espera, tío … ¿Me estás diciendo que nos estás contando la historia de las Nike medievales? Nos estás vacilando, ¿verdad?
—Pues, salvando las distancias, sí, efectivamente los poulaines, zapatos a la polonesa o cracovianas (reciben este otro nombre por la ciudad polaca de donde se creía que venían) eran un poco como las deportivas de ciertas marcas de ahora, es decir, que todos las querían en sus pies, pues representaban un estatus social, indicaban riqueza, opulencia, buen gusto. Todos las querían, pero no todos podían permitírselas. Se confeccionaban normalmente con cuero, terciopelo y elegantes tejidos de distintos colores: marrón, canela, verde, negro, y algo más atrevidas (para los figuras como tú) rojas, amarillas … y aunque tenían distintos aspectos, que iban cambiando con el paso del tiempo, desde el siglo XII hasta el XV adoptaron cada vez una forma más apuntada, como una zanahoria, vamos, hasta llegar a desafiar la gravedad.
—¿Y las llevaban también las chicas?
—Era un tipo de calzado que podía usar cualquiera, pero el tradicional aspecto muy alargado en la punta era más usual en los chicos. Y ¿sabes una cosa, Sofi? De hecho, esta peculiar forma era una manera de desafiar las normas morales de la época, pues con esta parte larguísima del zapato los barones ostentaban su virilidad, a la vez que podían levantar los vestidos de las damas, sin ser vistos.
—¡Juanjo! ¡Qué estupidez!
—¡Qué risa! Ja, ja, ja… Ahora la historia empieza a ser interesante. ¿Y cuánto de larga podía ser esta punta?
—Pues, Mateo, de hecho, podía tener muchos centímetros…. Además, esta obsesión por llevarla cada vez más larga llegó a crear un montón de conflictos. Para empezar, la Iglesia veía esta moda como un atentado a la moralidad y una obsesión por la ostentación, y criticaba su uso porque, entre otras cosas, dificultaba poderse arrodillar para rezar. Pero incluso algunos soberanos sintieron la obligación de imponer las medidas que estos zapatos podían tener y fijaron normas estableciendo la largueza máxima de su punta, según el estamento social de su posesor. Es decir, cuanto más rico y poderoso eras, más largos podían ser tus zapatos, en especial los de la nobleza y los del mismo rey, para quien, obviamente, no había límites, sino los de la habilidad del artesano para conseguir que un poulain de tales dimensiones fuera practicable. Por ejemplo, en 1368 el rey francés Carlos V dictó unas normas donde prohibía llevar las cracovianas en París. También las connotaciones provocadoras y el uso indiscriminado de estos zapatos llevaron a Eduardo IV de Inglaterra a prohibir, allá en 1463, cualquier calzado que tuviera más de dos pulgadas de largo, es decir poco más de cinco centímetros de punta.
—Pero con tanta longitud, ¿cómo se movían?
—Esta es una muy buena pregunta, chaval. Pensad que con tamañas dimensiones era difícil hacer cualquier cosa, incluso caminar. Además, para evitar que las puntas se mojaran y perdieran su forma se solía utilizar una especie de chanclas-zuecos donde había que incorporar estos zapatos, complicando todavía más, si cabe, la normal deambulación. Por ello, estas zapatillas, en particular las más largas, se consideraban un atuendo útil solo para quien no debía trabajar, es decir, eran un símbolo muy evidente de riqueza y de ostentación, como decíamos. Además, estrechaban los dedos del pie y se cree que aumentaron bastante los casos de hallux valgus, de juanetes, vaya.
—Pero, Juanjo por favor, ¡continúa con del cuento! Nos habíamos quedado donde un señor misterioso entró en el taller de Arnaud y preguntó si el zapato que le mostraba había sido hecho por él, y luego, ¿qué pasó?
—Perdona Sofi… es que me voy por las ramas…

Arnaud, un poco sorprendido, después de examinar el zapato confirmó que era una factura de su taller. Entonces el desconocido se bajó la capucha y le dijo que estaba al servicio del duque de Borgoña, quien deseaba tener los poulaines con la punta más larga que se pudiera imaginar. Había oído que Arnaud era muy hábil en este tipo de calzado y deseaba que trabajase exclusivamente para él, intentando crear un prototipo que sorprendiera a todo el mundo. Le esperaban tras tres días en el palacio ducal.

Arnaud quedó un poco desconcertado por esta petición, pero sabía que no podía negarse, de lo contrario habría provocado la ira de su señor, pues era bien conocido su carácter poco afable y su necesidad de destacar por encima de todos.

«Para eso mismo le sirven mis zapatos», pensó el joven artesano, para resaltar sobre los otros nobles, incluso sobre el mismo rey de Francia.

Durante la noche, el joven artesano no conseguía dormir reflexionando sobre cómo conseguiría contentar al duque. Necesitaba encontrar un sistema técnico que evitase que la larga punta se cayera más de lo normal, se mojase en exceso por los suelos públicos poco propensos a la limpieza, y que a la vez permitiera caminar sin resultar increíblemente incómodo. Para evitar que la punta se doblara o adoptara formas no deseadas se rellenaba de lana, tejido, crin, musgo, o incluso para los zapatos más largos y lujosos podía emplearse hueso de ballena para mantener su rigidez. Pero para conseguir la longitud y espectacularidad que el duque pretendía, los materiales tradicionales no habrían bastado. Este aspecto era el que preocupaba más a nuestro joven zapatero, pues corría el riesgo de no seguir las normas de su gremio para la confección de estos zapatos especiales.

—¿Qué es un gremio? ¿Y por qué tiene que seguir sus normas? ¿No tiene su propio taller? Puede hacer lo que quiera, ¿no?
—En realidad no era así, Mate. Durante los siglos XIII al XV, todos los trabajos se organizaban con gremios o cofradías, es decir, según el oficio de sus integrantes. Cada ciudad tenía los suyos. Arnaud pertenecía al de los zapateros, un gremio con cierta importancia, vista la esencialidad del producto que producían. Estas cofradías eran, pues, asociaciones que se encargaban de reglamentar el trabajo de sus afiliados, hacer cumplir las normas, evitar fraudes. Al mismo tiempo garantizaban protección a sus integrantes y a sus familias, así como un subsidio a las viudas de los zapateros o una ayuda económica y física durante los periodos de enfermedad. Digamos que eran una especie de seguridad social privada para sus socios, en un periodo donde esta era fundamental para sobrevivir. Por ello, Arnaud temía que hacer unos zapatos con nuevas directivas le habría comportado más de un rompecabezas con los prohombres del gremio.

Para aliviar su mente y buscar buenos consejos, al día siguiente fue a visitar a Étienne Denjeu, un artesano anciano muy experto que tenía su taller al final de la misma calle. Era normal que durante los últimos siglos medievales todos los artesanos que pertenecían a la misma corporación se concentraran en una misma calle o zona de la ciudad.

Arnaud encontró al maestro fuera de su taller, ocupado en cortar un pedazo de cuero de muy buena calidad que, a juzgar por su forma, iba a ser un futuro poulaine para algún rico burgés de la ciudad.

—¿Por qué dices que era maestro, si era un zapatero?
—Sofia, en realidad, dentro de los gremios medievales había una rígida estructura. Se iniciaba desde muy joven a aprender el oficio, normalmente en el taller de familia, como es el caso de Arnaud, o en uno más grande, como aprendiz. Por encima estaban los oficiales y en la cúspide el maestro, que era el que mejor conocía el oficio y el que mandaba, vamos. Denjeu fue el maestro del padre de Arnaud durante su formación y su familia siempre estuvo muy unida a este gran artesano, pues cabe considerar que los aprendices, normalmente barones para este tipo de trabajo, solían vivir en casa del maestro, bajo su protección, durante el tiempo de su formación, y no siempre recibían un sueldo, aunque se les aseguraba comida, ropa y un lugar para dormir. Era considerada una fortuna para muchas personas que no tenían recursos y no habrían podido alimentar ni dar una formación a sus hijos. El aprendizaje servía también para esto. Denjeu, pues, representaba un punto de referencia para Arnaud, como lo fue para su padre. Su posición importante dentro del gremio lo convertía además en un buen aliado.
—Bueno, ¿vas a continuar con la historia? ¿Qué le sugiere que haga el maestro?
—Sí, hombre, ya voy. Menos mal que no te gustaban los cuentos.

Denjeu, una vez informando de la situación, recomendó a Arnaud tener mucho cuidado. Ciertamente, no se podía negar a trabajar para el duque, pero si hacia zapatos demasiado exuberantes tendría que utilizar materiales prohibidos para que los poulaines aguantaran su punta. Por este motivo podía ser acusado por otros artesanos envidiosos de su éxito, que podrían denunciarlo, hecho que supondría probablemente su expulsión, con el deshonor y problemas que comportarían tanto a él como a su familia. Sin lugar a dudas, Denjeu pensaba en especial a Juliette, la hermana mayor de Arnaud, que estaba prometida con un oficial del viejo artesano y cuya edad aconsejaba un matrimonio lo más rápido posible. Después de reflexionar un buen rato, el viejo maestro se pasó su ajada mano por su arrugada barbilla y sonrió cautamente.

—Hijo mío, he tenido una idea que quizás te quite del apuro —dijo con tono alegre.  

Arnaud volvió a su taller más tranquilo. Confiaba en la inteligencia y los consejos del maestro Denjeu  y esperaba que su plan fuera capaz de contentar al duque y acallar a los cófrades al mismo tiempo.

Tras un largo día de viaje, nuestro zapatero se dirigió al palacio ducal con sus utensilios, con el propósito de tomar las medidas para realizar el calzado del duque. Al principio estaba un poco cohibido por la elegancia y fastuosidad de los ambientes que lo rodeaban y temía encontrar a su señor. Al contrario de lo que esperaba, el duque mostró gran cordialidad e interés por su trabajo. Deseaba que sus nuevos poulaines fueran los más extravagantes y lujosos jamás creados y, naturalmente, debían tener la punta más larga del mundo. Arnaud inició el plan del maestro Denjeu.

—Mi señor, es un honor poder trabajar para vos, ofreciéndoos mis servicios. Sabía que me habríais llamado, pues la noche precedente a la visita de vuestro servidor, tuve un sueño revelador donde me encontraba rezando en la capilla de San Crispín, como sabréis, el santo patrón de mi gremio. Él se me apareció en el sueño, bajando de su hornacina, y dejando delante de mis manos un par de poulaines recubiertos de tejido y bordados extremamente lujosos, con vuestro emblema dibujado en el lado exterior. Eran, sin lugar a dudas, los zapatos más bonitos y puntiagudos que haya visto jamás. Llevaban su larguísima punta atada hacia el tobillo con una fina cadena de plata decorada con hilo de seda azul, que, si se deseaba, podía deshacerse, exhibiendo así su máxima extensión, superior a cualquier otro calzado. Ante mi asombro el santo profirió únicamente estas palabras: «Eres un buen artesano, Arnaud, y un buen cristiano. Dios te ha elegido, pues, para que aumentes con tus habilidades la gloria del duque de Borgoña y la de su casa. Crearás unos zapatos iguales a estos que has visto, una obra única y perfecta, porque deben simbolizar la fuerza del ducado ante sus rivales». Y luego me desperté. El resto, ya lo conocéis, mi señor.

Tal como había imaginado el sabio Denjeu, el duque interpretó las palabras de Arnaud como una profecía de su poder que debía expandirse, no únicamente por su ducado, sino hacia nuevas tierras. Concedió al joven artesano todos los recursos y tiempo para confeccionar sus espléndidos zapatos, que resultaron ser una obra divina, nunca mejor dicho. Naturalmente, los otros cófrades no osaron decir nada y Arnaud gozó de gran fama, incluso más allá de la Borgoña. Abrió un taller mucho más grande con su cuñado, donde ocupó un lugar privilegiado su viejo maestro. El duque quiso también que el joven supervisara otros gremios de zapateros del ducado, hecho que lo obligó a viajar con frecuencia, hasta que se enamoró perdidamente de Blanche, la hija del mayor zapatero de Dijon, creando una gran familia de productores de los poulain más exclusivos de Europa.

—Y colorín colorado… la historia de los extraños zapatos puntiagudos se ha acabado. 
—Y a nosotros mucho nos ha gustado, ¡ja, ja, ja!
—¡Sofi! ¡Te has comido mi manzana!

 

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