La barbería de Ciudad Paradoja

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¿Qué es una paradoja? Una paradoja es algo que sucede o que se dice y que no nos parece lógico. Resulta contradictorio o totalmente opuesto a lo que piensa todo el mundo.
No solo son paradójicas las cosas que pasan o se dicen, sino que también puede haber objetos paradójicos, como las escaleras imposibles que dibujaba el artista holandés Escher.
Muchas afirmaciones o frases paradójicas han resultado útiles a la filosofía o las matemáticas. La paradoja del barbero de la que se habla en este cuento fue usada por matemáticos, y un buen ejemplo de paradoja filosófica sería la de Teseo: cuando se han reemplazado todas las partes de un barco, ¿sigue siendo el mismo barco?
¿Conocéis otras? ¿Se os ocurre alguna?
Desde luego, las paradojas son interesantísimas, lo cual, no resulta nada paradójico.

TEXTO POR XAVIERA TORRES
ILUSTRADO POR ANDREA NOCA
ARTÍCULOS
FILOSOFÍA | MATEMÁTICAS | PARADOJAS
21 de Julio de 2022

Tiempo medio de lectura (minutos)

Una cola de hombres barbudos se había formado al otro lado de mi persiana. No había visto las barbas todavía, claro, pero las intuía. Al fin y al cabo, estaba dentro de mi nueva y flamante barbería.
Mi barbería. La primera barbería de Ciudad Paradoja en mucho tiempo. La mejor idea que se me había ocurrido jamás. Un proyecto de negocio sin fisuras.

—Paparruchas —había dicho mi abuela.

Mi abuela era el primer (y único) elemento en mi lista de fuentes de financiación. Bueno, no el único, pero asaltar el furgón blindado del banco había quedado descartado. Una navaja de barbero puede asustar, pero un guardia de seguridad de dos metros con sonrisa de bulldog tiene otra visión de las cosas. Una visión que te cuenta con gusto mientras te retuerce el brazo camino de comisaría.

—¿Cómo va a ser un buen negocio una barbería?
—Porque sería la única, abuela.
—¿La única? ¿Y por qué no tiene barbero esa ciudad? ¿Acaso la gente de Ciudad Paj... Paraj...?
—Ciudad Paradoja. O Paradojópolis, que es más fácil.

Lo había hecho a posta. ¿Cómo iba a ser más fácil? Disfruté viendo sus arrugadísimos labios intentando domesticar la palabra.

—Parajod… Padaraj… ¿No hay barberos en Pajarópolis?
—No, abuela, no. Es por la famosa paradoja, ¿recuerdas? Las leyes de la ciudad definieron un día a los barberos como «aquellas personas que afeitan a todos aquellos que no se afeitan a sí mismos». Desde entonces los barberos de la ciudad tuvieron que cambiar de profesión.

Mi abuela estaba concentrada en no escucharme. Intentaba desenmarañarse todavía de la palabra «Paradojópolis». Continué:

—Mira: Si un barbero afeita a todos los que no se afeitan a sí mismos. ¿Se afeita el barbero?
—Si no es sucio, sí.
—No. Si se afeita, está afeitando a alguien que se afeita a sí mismo y por tanto no es un barbero.
—Bueno, pues... no.
—No. Porque si no se afeita, no estaría afeitando a todos aquellos que no se afeitan a sí mismos. ¿Lo ves? Es una paradoja.
—¿¡Y a mí que me importa si se afeita o no se afeita!? Lo que quiero saber es para qué demonios necesitas mi dinero.
—Para montar una barbería en Ciudad Paradoja. LA barbería.
—Pero ¿cómo va a ser un buen negocio una barbería?

Suspiré.

Al otro lado de la calle, el furgón blindado frenó ridículamente. El guarda entró corriendo en el baño portátil de la esquina. Sonreí y crucé. Saque la navaja de barbero que siempre llevaba conmigo, mi amuleto. Atranqué con ella el pestillo del baño. Me subí al furgón y me lo traje a Ciudad Paradoja. Fantástico. Además de estar repleto de dinero, me sirvió para transportar material de obra.
Lo pinté a rayas rojas y blancas y, por si acaso, en un costado le pegué un cartel que decía: «Esta frase no es verdad». El policía que vino a husmear un día quedó tan perplejo al leerlo que se marchó hablando consigo mismo, sin recordar a qué había venido. Vivir en una ciudad en la que se toman estas cosas en serio tiene sus ventajas.
Y allí estaba ahora: tras semanas de pintura, amueblado y fontanería, todo estaba listo.

Fuera giraba el poste de rigor y el rotulo de Barbería derrochaba ingenio con su letra B en forma de tijeras.
Dentro, las paredes estaban tapizadas con imágenes de barbas lustrosas y afeitados perfectos, reflejadas hasta el infinito en espejos impolutos. No faltaban los sillones giratorios de cuero negro, las toallas calientes ni el olor dulzón y picante del after shave.

En mi mandil encontré todo lo necesario: peine, tijeras y mi navaja, mi amuleto. Palparla me dio seguridad. El reloj marcaba la hora de abrir. Respiré hondo y comencé a levantar la persiana metálica. Sus chirridos fueron recibidos con murmullos de expectación. Los pies que hacían cola empezaron a revolverse inquietos. A medida que la persiana subía, de los zapatos nacían tobillos envueltos en bajos de pantalón. Los tobillos crecían hasta convertirse en pantorrillas ¡por las que asomaban las primeras puntas de barba! Las cejas se me levantaron involuntariamente y tiré con más entusiasmo.

Al terminar de abrir deparé en una cola que daba la vuelta a la manzana. Barbas larguiruchas como pinceles de caligrafía, barbas enmarañadas como arbustos australianos, barbas blancas, barbas rojas, barbas negras y otras barbas de pirata. Solo faltaba barba azul. Ah, no. Estaba allí al fondo, junto la cabina telefónica.
Suspiré de satisfacción. Esas barbas ya no tenían nada que temer. Ciudad Paradoja podría volver a lucir sus rostros lampiños. Ahí estaba yo, por fin, para capitanear una barbería posible. Una en la que afeitar tranquilamente a todos aquellos que no se afeitaban a sí mismos. Y todo sin necesidad de afeitarme. Porque yo no necesitaba afeitarme.
Cuando me vieron, la sorpresa y la felicidad fueron unánimes: ¡Bravo! ¡Una barbera!

 

 

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