Notas de cristal

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Todos hemos visto alguna vez algún músico callejero convirtiendo en melodía las vibraciones que se generan al rozar con sus dedos húmedos el borde de diferentes copas, llenas hasta diferente altura. También pudo verlo Benjamin Franklin en el año 1761, pero su brillante talento hizo que esta observación no se quedara en lo anecdótico y diera lugar a una historia memorable.

TEXTO POR FERNANDO ANTOLÍN MORALES
ILUSTRADO POR ROCÍO CONCHES
ARTÍCULOS
FÍSICA | INGENIERÍA | MÚSICA
15 de Septiembre de 2022

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Las palmas fueron discretas. El concierto de Edward Delaval había sido fascinante y había maravillado el intelecto de todos los presentes con los arpegios cristalinos que brotaban del contacto de aquellas copas de vidrio y sus dedos. Sin embargo, la alta sociedad rara vez se deshacía en vítores o excesivas muestras de admiración, por lo que la sonrisa que escondían algunas damas tras sus abanicos era la única manera de constatar que el recital había sido un éxito. Pese a todo, entre aquella nube de rostros e hipocresía había un hombre de mirada perdida que parecía completamente distraído. Distraído no, concentrado. En la racional cabeza de Benjamin Franklin un entramado de ruedas debían estar girando para desentrañar cómo la ciencia podría servir para dominar y mejorar aquel manantial de belleza auricular del que había sido testigo.

El americano, de naturaleza más bien práctica, no había podido evitar observar que cada copa tuviese una cantidad distinta de líquido en su interior para que el sonido de cada una fuese convenientemente grave o agudo. En otro contexto le habría parecido la solución más obvia para aquel problema, pero rodeado de los lujos y excesos de aquella salita de colores pastel en Cambridge no lograba comprender cómo era posible que aquellos europeos que no parecían reparar en gastos para otras cosas tuvieran que ir midiendo la cantidad de agua que decantaban en cada vaso para afinar el dichoso instrumento antes de cada interpretación. ¿No sería acaso más práctico modificar el tamaño de las copas de manera que cada una de ellas ya tuviera el tono adecuado? Le parecía la solución más lógica.

Además, pese a la ágil fluidez de los movimientos del intérprete, quedaba patente la dificultad que tenía este para mover cuerpo y brazos de lado a lado de aquella mesa para poder rozar los filos de aquellos cálices en el momento adecuado. Debía existir alguna forma de disponerlos en alguna estructura que resultase más accesible para las manos del músico. Franklin no tardó en caer en que su solución del primer problema resultaba también la del segundo. Si se modificaba el tamaño de los vidrios, de manera que los hubiera mayores y menores, debería ser capaz de introducir unos dentro de otros, reduciendo así el espacio que ocupaban todo lo posible.

Finalmente, su mente de ingeniero no pudo evitar dar un último salto de razón y dio con el método para simplificar la forma con la que el artista debía tocar el instrumento. En lugar de que las yemas de los dedos acariciasen el vidrio con una velocidad precisa, quizá fuese posible que directamente el cristal estuviese girando continuamente a un ritmo adecuado.

Todavía con los ecos melodiosos de aquellas notas vítreas en sus oídos, pero ya con sus pies en tierra americana, terminó por dar forma en su mente a aquel instrumento musical que, creía él, sería la admiración de todo el mundo. Como si se tratase de una máquina de coser, un pedal accionaba un eje que se ponía en revolución y, sobre él, decenas de recipientes de tamaño diverso, metidos parcialmente unos dentro de otros, giraban expuestos a las manos de quien se atreviese a palparlos. Decidió llamarlo armónica, sin sospechar que tiempo más tarde nacería otro instrumento más popular que le robaría el nombre.

Franklin solía acertar en sus cálculos y, como había predicho, su creación resultó ser un éxito. Aquella nueva geometría que había ideado lograba que hacer vibrar aquellos recipientes cristalinos resultase más dinámico y que, por tanto, los músicos pudiesen dedicar su tiempo y esfuerzo a cuestiones propias de los que admiran a Orfeo, en lugar de precisiones técnicas tan alejadas del arte. Las hermanas Davies se fueron de gira con su instrumento y rindieron media Europa a los pies de aquellas copas cantarinas.

Pero si frágil es el cristal, más puede serlo la salud humana. El auge de aquel utensilio armonioso conllevó que su uso se extendiese y popularizase, a la vez que aumentasen sobremanera las horas de contacto entre humano y herramienta. No se trataba ya de un mero pasatiempo con el que arrancar una sonrisa y sacar de su aburrimiento a los más pudientes, sino que empezó a convertirse en algo serio, solo al alcance de profesionales dedicados noche y día a ensayos y audiciones. No tardaron en correr los rumores de que el uso de esta máquina producía cáncer.

Al principio, muchos pensaron que se trataba de bulos para desvalorizar al nuevo favorito de los melómanos respecto a los artilugios que habían hecho sus delicias durante décadas. No parecía que la relación con el desarrollo de enfermedades oncológicas pudiera tener ningún tipo de base ni fundamento. Sin embargo, este mensaje caló en la sociedad del momento y poco a poco empezó a prohibirse el uso de este instrumento en diferentes lugares. La decisión no fue errónea: en aquella época, el vidrio que se utilizaba para confeccionar los vasos sonoros tenía importantes cantidades de plomo y, si bien nadie lo había notado hasta entonces, al tener los músicos un contacto tan estrecho y continuado con este metal, su salud se estaba viendo gravemente afectada. La armónica de cristal cayó en el olvido de los tiempos.

Pero la arriesgada visión de Benjamin perduró y, estancada, discreta, se depositó en el fondo del charco de la memoria, tan solo esperando al momento adecuado para rebrotar. Y es que quizá el siglo XVIII y su industria del vidrio no estuviesen preparados para las originales ideaciones del inventor bostoniano, pero siglos más tarde, ya con copas, vasos y jarras que se fabrican libres de plomo y metales pesados, el inconveniente que casi quiebra para siempre la música que pensó Franklin dejó de existir.

Algunos músicos del presente han osado recuperar estas notas cristalinas para sus conciertos con el objetivo de encontrar un nuevo público al que enamorar. Exactamente como enamoraron hace unos doscientos cincuenta años los oídos de un hombre que amaba la ciencia tanto como el arte.

 

 

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