Este texto corresponde al tercer premio del IX concurso científico-literario dirigido a estudiantes de 3º y 4º de ESO y de Bachillerato, basado en basado en la novela de Kazuo Ishiguro, Klara y el Sol, organizado por la Escuela de Máster y Doctorado de la Universidad de La Rioja. Texto de Ágata Amilburu Doménec, alumna de 2º Bachillerato del Colegio San José Maristas de Logroño.
Me levanto de la cama y sigo la misma rutina de todos los días tras mi jubilación. Primero me preparo el café, después me ducho y, por último, me visto, aun sabiendo que hoy tampoco tengo nada que hacer. Hace mucho tiempo que he dejado de impartir mis clases en la universidad y la mayoría de mis amigos tienen hijos e incluso nietos. El contacto social más estable que tengo es contigo.
A veces me pregunto cómo he podido acabar viviendo sola y sin familia en esta casa. Luego recuerdo que nunca llegué a mantener ninguna relación estable, siempre estaba demasiado ocupada en mis investigaciones o asistiendo a ponencias de otros. Poco a poco las relaciones con mis amigos habían ido marchitándose, siempre fui una persona muy introvertida y la mayoría de mis amistades se limitaban a algunos pocos profesores que también daban clase en la universidad, así que cuando me jubilé perdí el contacto. No fue algo deliberado, simplemente pasó y yo no hice nada para evitarlo.
Mi infancia fue muy normal: hija única de padres trabajadores a la que le encantaba ir al parque. En el colegio sacaba buenas notas porque me gustaba aprender, aunque no invertía tanto tiempo estudiando como debería. Te preguntarás dónde están mis amigos del colegio: tampoco los conservo. Antes de empezar el instituto tuve que cambiarme de ciudad por el trabajo de mi padre y no mantuve la relación. En el instituto era la nueva y nunca llegué a integrarme del todo. Tenía amigos y salía con ellos, pero no tenía ninguna amistad que valiese la pena conservar.
Desde que era pequeña me ha fascinado el mundo de las matemáticas y la programación, esa manera que tienen las letras y los números para ordenarse y dar lugar a leyes inquebrantables. Siempre me han parecido piezas de un puzzle que tenían su lugar exacto y mi única función era encontrarlo. Por eso, cuando fue el momento de decidir qué camino quería tomar después de mis años de instituto me decanté por ese ámbito.
Enseguida me especialicé en ciencia de datos y programación. Fueron algunos de los mejores años de mi vida, conocí a gente maravillosa que amaba lo que hacía y también personas que nunca llegaron a encontrar lo que les llenaba. Aproveché para viajar y conocer lugares nuevos con sus culturas y tradiciones. Fue en uno de estos viajes en los que conocí a mi mejor amiga, una polaca apasionada de los libros con la que no tenía mucho en común, pero con la que parecía encajar de forma maravillosa.
Hace mucho que no hablo con ella, pero sé que se casó y tuvo dos hijos. De vez en cuando nos mandamos algún correo electrónico para felicitar la Navidad o los cumpleaños.
Después de acabar de estudiar empecé a buscar trabajo. En aquella época no era difícil, justo acababan de expandirse las nuevas tecnologías y la inteligencia artificial. El mejor recuerdo que tengo de ese tiempo es el año que pasé haciendo prácticas en una pequeña empresa dedicada al diseño de robots inteligentes.
La empresa la llevaba un señor ya mayor a punto de jubilarse cuyos hijos no querían continuar con el oficio familiar. Así que de alguna manera me adoptó como a una hija y me enseñó todo lo que sabía. Mi trabajo allí consistía en ayudarle a diseñar nuevos robots destinados sobre todo a los niños, pequeños amigos inteligentes que actuaban como compañeros de juegos. Me dejaba improvisar y escuchaba mis ideas, me permitía crear cosas nuevas siempre y cuando hubiese acabado las anteriores.
Fue en esos años también cuando conocí al que estaba destinado a ser mi pareja ideal, aquel chico de ojos marrones cuya ambición me atraía más que su físico.
Durante mucho tiempo llegue a pensar que nos casaríamos y formaríamos una familia. Él quería ser abogado y defender grandes casos, pero en nuestra ciudad poco había de eso.
Fue esta ambición la que provocó que nos separásemos. Él había encontrado el trabajo de sus sueños en una gran ciudad lejos de casa, yo sabía que llevaba toda la vida buscando algo así y no quería ser el motivo por el que lo rechazase. No me veía capaz de abandonar todo lo que conocía, así que decidí que lo mejor era acabar con aquello y dejar que se fuese.
Él acabó marchándose lejos y yo no le seguí. Aún hay días en los que pienso cómo hubiese sido mi vida si hubiese saltado al vacío con los ojos cerrados y con él de la mano. Si ahora tendría hijos y estaría menos sola, pero luego me doy cuenta de que tampoco sería yo ni sería mi vida. De esa forma dejé atrás una oportunidad, pero abrí muchas más.
Estuve trabajando un tiempo más en la empresa en la que había empezado las prácticas, pero mi mentor se jubiló y vendió la empresa a una cadena de robots para niños. Ya no podía experimentar como antes y empecé a cansarme y quedarme sin ideas.
Una mañana me levanté y tuve claro que no estaba viviendo la vida que quería para mí. En ese trabajo estaba cómoda y ganaba un buen sueldo, pero necesitaba algo más. Nunca había sido muy apta para pasarme horas realizando la misma función. Empecé a echar de menos la parte de los principios matemáticos y de la investigación y sintiéndolo mucho me despedí de aquella empresa en la que había empezado para volver a la universidad. Me decidí por obtener un doctorado y dedicarme a la investigación de nuevas herramientas para el desarrollo de inteligencia artificial.
Inicié una nueva etapa de mi vida: por las mañanas impartía algunas clases poco trascendentes a los alumnos que tenían programación como asignatura obligatoria en otras titulaciones y por la tarde diseñaba nuevos algoritmos.
Mi trabajo como profesora no me llenaba en absoluto, simplemente llegaba a clase explicaba mi lección y corregía exámenes. Las horas en el aula se hacía tediosas con alumnos que simplemente querían conseguir los créditos de mi asignatura. Yo no se lo ponía difícil, siempre había presumido de entender a mis alumnos y valorar su esfuerzo, así que tenía pocos problemas con ellos. Sin embargo, todos los años había algún alumno que me llamaba la atención y estaba decidido a aprender y no solo a aprobar.
Recuerdo uno de ellos que el primer día de clase me preguntó si no me daba miedo dotar a máquinas de inteligencia. Temía que si al intentar idear uno de nuestros programas capaz de ejecutar decisiones autónomas nos estuviésemos equivocando. Estaba convencido que la parte crucial en la toma de decisiones no era evitar el error en el cálculo o el análisis de datos, sino la parte humana que valora las consecuencias de cada acto. No supe que contestarle, creo, incluso, que ha sido la primera vez en mi vida que me he quedado sin palabras.
Continué la clase sin darle una respuesta y al terminar le pedí que se acercase. Le prometí que si conseguía encontrar la manera de humanizar nuestros algoritmos podría dejar de asistir a mis clases y sacar la máxima nota.
Nunca volvió a hablar del tema y yo le pregunté si había seguido pensando en eso. Pasó mi asignatura con buena nota y no he vuelto a saber nada de él. Igual simplemente fue una pregunta que le surgió en ese momento y me la preguntó, pero quiero pensar que de verdad le preocupaba.
En los días siguientes, mientras trabajaba en un algoritmo con la capacidad de priorizar pacientes en la lista de trasplantes según los datos médicos registrados para cada uno, me acordé de la parte humana en las decisiones que había planteado ese alumno. En ese momento me convencí que necesitábamos la objetividad de las máquinas en este tipo de situaciones.
No tienen en cuenta la compasión ni la pena que pueda generarnos cada una de esas personas. Para ellas simplemente eran una secuencia de números que había que ordenar según la afinidad con la secuencia del donante.
Durante muchos años no volví a remover la duda que me había provocado aquella pregunta. Seguí trabajando y desarrollando herramientas útiles que ayudaban a las personas, la mayoría de cosas que diseñaba no tenían una utilidad directa si no que facilitaban el trabajo en otras ramas científicas. No registraba en forma de patentes ninguna de mis invenciones, con el sueldo de la universidad me sobraba para mantener mi modo de vida.
No solía recibir encargos concretos. Normalmente yo me decantaba por una idea y desarrollaba un software que pudiese llevarla a cabo. Pero en una ocasión me pidieron un trabajo que no estaba segura de querer aceptar.
El encargo consistía en desarrollar un programa para identificar grupos armados en zonas de guerra. Necesitaban que un dron fuese capaz de alertar de presencia armada enemiga a los ejércitos enviados a regiones con conflictos bélicos. Yo quise convencerme de que mi programa únicamente los identificaba y transmitía la información, que lo que pasase después no era mi responsabilidad. Era un trabajo difícil que necesitaba procesar y comparar gran cantidad de datos. Además, tenía que ser muy preciso, casi infalible. Casi.
Después de un par de años dedicándome exclusivamente al él, entregué el programa y lo aceptaron al instante.
Yo seguía trabajando y durante mucho tiempo olvidé lo que había creado. Mis clases en la universidad apenas cambiaban, poco a poco iba renovando los algoritmos que enseñaba, pero la mayoría de los alumnos seguían siendo del mismo perfil.
Mi vida era monótona y seguía la misma rutina a la que me había acostumbrado y que me gustaba. Hasta que un día bajé a buscar un periódico y encontré una noticia que cambió mi forma de ver la vida.
En un recuadro a pie de página, como suele ocurrir con todas las noticias de guerras en países lejos de casa, aparecía un titular que informaba del ataque a un grupo de niños inmigrantes que intentaban cruzar la frontera entre los dos países en guerra.
Apenas se le dedicaban unas pocas líneas, pero se mencionaba que habían sido identificados por error como grupo armado y por ello habían sido atacados. Sabía que tenía que haber sido mi programa. Era el único capaz de realizar ese reconocimiento, pero también era capaz de equivocarse y lo hizo.
Esa noche volví a pensar en la parte humana de las decisiones y lloré por los niños que habían muerto a causa de mi trabajo. Nunca nadie supo que había sido mi programa el que se había equivocado, pero tampoco muchos se enteraron de la muerte de aquellos niños que parecían valer solo unas pocas líneas en un periódico.
Me quedaba apenas un año para jubilarme, así que decidí dejar de programar y marcharme de la universidad. Me dije a mí misma que no dejaría que ocurriese ningún error más, no volvería a crear ningún programa nuevo. Me alejé de todo tipo de ordenadores y de inteligencias artificiales, los odiaba. Odiaba lo que me habían permitido hacer.
Durante un tiempo me dediqué a todo aquello que había dejado por mi trabajo. Volví a leer y salir a pasear por las tardes, aunque nunca intenté recuperar las amistades perdidas ni contactar con nadie. Supongo que aún me sentía muy culpable por lo que había ocurrido y esa era la forma de castigarme y obligarme a no olvidarlos, era lo único que podía hacer por ellos.
Así pasaron varios años, en esa monotonía a la que una se acostumbra. Siempre la misma rutina, siempre los mismos horarios. Pero un día me levanté y supe que algo no iba bien.
En un instante me di cuenta de que estaba pasando mi peor pesadilla. Mi vida se estaba apagando poco a poco y de la manera que más miedo me daba. Estaba empezando a olvidar.
Cuando era pequeña lo viví con mi madre. Vi cómo con el tiempo mi madre iba desapareciendo junto con sus recuerdos. Al principio eran cosas sin importancia, dónde había aparcado el coche o qué es lo que había decidido para cenar ese día. Sin embargo, la sombra del olvido se iba expandiendo poco a poco.
Recuerdo el día que llegué a casa del colegio y no me reconoció. Se alejó asustada cuando fui a abrazarla y al poco rato volvió y me pidió perdón. en esos momentos eran solo breves episodios de desorientación.
Aun así, me pasé la noche llorando y mi padre vino a consolarme diciéndome que seguía siendo mamá y que me quería igual. Pero sé que en ese momento pensé que mi madre se marcharía para mí dos veces, el momento en el que empezó su enfermedad y perdió sus recuerdos y el momento en el que abandonó su cuerpo.
Me quedaban pocos años para ir a la universidad y coincidió poco después con la mudanza por trabajo con mi padre. Nos vino bien cambiar de ciudad, en casa todo nos recordaba a ella y a su enfermedad. Siempre nos recuerdo a los dos solos en todas las comidas y cenas que debían ser familiares. Nunca conocí a mis abuelos y sé pocas historias sobre ellos.
Sé que mi padre iba con mi abuelo a pescar al río todos los fines de semana cuando era pequeño y que el arroz que hacía mi abuela era de los mejores. De mis abuelos maternos solo tengo una foto con mi madre, nunca tuve la oportunidad de preguntarle todo aquello que quería saber.
No quiero que me ocurra como a mi madre. No puedo perder mis recuerdos como le pasó a ella. Ese es mi peor miedo, morir sin mis recuerdos. Por eso te diseñé a ti, rompiendo mi promesa con aquellos niños de no volver a programar. Estuve dispuesta a crear un asistente inteligente que fuese capaz de recordar las cosas por mí.
Pero no quería cualquier tipo de programa, necesitaba un algoritmo que tuviese la parte humana de la que carecían todos los demás. Por eso vives conmigo, necesito que vivas como un ser humano para que puedas pensar como él. Por eso te llevo a dar paseos, a ver películas al cine o a jugar con otros niños al parque.
Para que quieras recordarme necesito que seas lo más parecido a un niño que quiere saber la historia de sus abuelos. Yo te las contaré todas mientras pueda recordarlas, pero a cambio te pido un favor. Te pido que cada vez que veas que estoy olvidando me cuentes todas estas historias que me recuerdan quién soy y que recuerdan a los que ya no están. Pero lo más importante es que recuerdes por mí cuando muera. No dejes que mis recuerdos se vayan conmigo, necesito que se queden aquí. Necesito saber que queda alguien que no me olvida ni olvida mi historia. En el momento que no quede nadie que recuerde mi historia es cuando habré muerto definitivamente.
Y cuando me haya ido y me eches de menos, repasa mis recuerdos, cuéntalos, publícalos, haz con ellos lo que quieras. Que sean las lágrimas que no puedes derramar, pero que te gustaría, porque no hay nada más humano que recordar a los que ya no están.
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