Este texto corresponde al primer premio del X concurso científico-literariodirigido a estudiantes de 3º y 4º de ESO y de Bachillerato, basado en basado en la novela de A flor de piel, de Javier Moro, organizado por la Escuela de Máster y Doctorado de la Universidad de La Rioja. Texto de Marta López Bastida, alumna de 2º Bachillerato del IES La Laboral (Lardero · La Rioja)
El 30 de noviembre de 1803, partía del puerto coruñés una corbeta llena de esperanza para muchas personas. Sorprendentemente, yo había logrado estar en ella. Cada vez que pienso en cómo he llegado hasta aquí, siento mi estómago revolviéndose al darse cuenta de que esto es una realidad y no un sueño.
Hace unos años, en un pequeño pueblo madrileño, Pedro Ortega falleció a causa de la viruela. Mi familia era igual de humilde que todas las que allí vivían, pero como mi padre antes de campesino fue pastor, tenía algunos conocimientos básicos en las plantas medicinales que se hallaban en los montes y en técnicas de cuidado de algunas dolencias. Por ello, cuando alguien caía enfermo, acudían a él ya que no podían permitirse ir a un médico de verdad. Por desgracia, tratando de salvar a todo el mundo, la enfermedad bovina se lo llevó a él también.
Yo siempre estuve a su lado. Cada vez que alguien le hacía una visita porque estaba indispuesto, cuando tenía que paliar la fiebre de algún trabajador que había estado muchas horas al sol, incluso cuando había que hacer curas constantes a algún accidentado en el campo. Mi padre sabía que tratar de ayudar a los enfermos de viruela tenía un riesgo muy alto, pero no tuvo problema en aceptarlo. Yo le admiraba. Admiraba su dedicación y su esfuerzo por tratar de sanar a todo el mundo, y yo solo quería poder seguir sus pasos.
Como era su única hija, todos en la aldea trataron de asegurarse de que a mi madre y a mí no nos faltara nada. Lo hacían como agradecimiento a mi padre y como certeza de que iban a poder acudir a mí ahora que él no estaba. Pero para mí ya no era lo mismo. Sin su compañía, atender las necesidades de toda esta gente no me llenaba. Yo quería hacer algo de lo que él fuera a sentirse orgulloso.
Por ello, cuando el alguacil llegó al pueblo y comunicó que estaban buscando enfermeros para acompañar al doctor Balmis y a su equipo en la Real Expedición Filantrópica de la Vacuna, no dudé en inscribirme. Pero había un problema: no estaban buscando enfermeras. Eso no me supuso un impedimento; me inscribí con el nombre de mi padre. Como todavía no habíamos comunicado su defunción, no levantó sospechas en el censo. Cuando supimos que Pedro Ortega había sido uno de los enfermeros seleccionados para ir a México con el doctor Balmis, mi madre y yo no dábamos crédito a la noticia. Ella estaba de acuerdo en que debía irme del pueblo y hacer algo mucho más grande, justo como mi padre hubiera querido. Aunque me daba mucho reparo dejarla sola, sabía que iba a estar bien sin mí.
Preparé mi equipaje con todas las ropas de mi padre. Como era un hombre de apariencia lánguida, sus pantalones y camisas tampoco me quedaban extremadamente grandes, sino que eran un poco holgadas para mi figura. Eso me ayudaría a camuflar mi silueta y hacerla ver más masculina. Mi madre me ayudó a encontrar una tela lo suficientemente larga como para poder darle varias vueltas alrededor de mi pecho y así esconderlo. También me cortó la larga melena que solía llevar trenzada. Ahora mi pelo acababa sobre clavículas, justo como lo llevaban los señores de la ciudad. Mis facciones no eran las de un hombre, pero con esas ropas pasarían por las de un muchacho joven con rasgos suaves. Tras despedirme de mi madre y con unos pocos reales en el bolsillo, emprendí mi viaje a la capital para unirme al equipo que llevaría a cabo la travesía. Cuando conocí al doctor Balmis, enseguida fui consciente de su enorme talento. Era un hombre dedicado únicamente a su trabajo y por el cual había sacrificado mucho. Solía pensar que esa ambición por la ciencia que ambos albergábamos nos hacía diferentes del resto de la tripulación.
Sin embargo, también sentía esa conexión especial con Isabel. Ser las únicas mujeres a bordo nos hacía ver todo de una manera distinta. Para ella, los niños no eran una simple pieza de la expedición, sino que eran criaturas con toda una vida por delante. Nosotras compartíamos ese instinto maternal por ellos. Además de vigilar que no se rascaran las pústulas de los brazos, tratábamos de darles un cariño familiar que los niños nunca habían sentido. Los marineros entendían a Isabel cuando levantaba los castigos de los chiquillos por la ternura que sentía hacia ellos, pero a mí me consideraban un necio por hacer lo mismo. De vez en cuando, Isabel se escabullía de su camarote en la noche y venía a mí. Hablábamos sobre cuál nos gustaría que fuera el futuro de los niños una vez acabada la expedición. Tristemente, esa decisión no sería nuestra, sino del destino.
Cuando oí el ruido de la puerta, supe que era ella. Vi sus ojos negros comprobar si estaba despierta o no con la luz de una vela. Pasó a la estancia y cerró de nuevo sigilosamente.
—Los niños ya están durmiendo —dijo sentándose a los pies de la cama diminuta –. Hay noches en las que tienen más energía que durante el día y es imposible que se acuesten. —Si me hubieras avisado, podrías haber tardado menos. —No importa, son igual de desobedientes —soltó una carcajada sobrecogida para no hacer ruido –. ¿Has hablado ya con el doctor Balmis? —No, no lo he hecho.
Isabel sabía sobre mi vocación por la medicina. Ella vacunaba porque sabía que era su labor en la expedición, pero yo lo hacía por pasión. Me insistía en que debía hablar con el doctor Balmis para que me considerase su aprendiz. Sin embargo, no había hueco para las mujeres en la medicina.
—¿Y cuándo piensas hacerlo? —No lo haré —añadí tajante –. Nunca aceptaría que alguien como yo fuese su aprendiz. —Pedro, no digas tonterías. En cada puerto has intentado con todas tus fuerzas expandir las ideas del doctor y convencer a todo el que pasara por allí de que debía vacunarse. Nadie en este barco admira y confía en Balmis tanto como tú. —¿Crees que Balmis aceptaría que una mujer fuese su aprendiz?
Sabía que no se esperaba esa pregunta. Vi su mirada helarse al darse cuenta de eso que había tenido tanto tiempo delante de sus ojos y nunca había visto.
—¿Pero tú...? ¿Acaso...?
Le costaba articular las palabras a raíz de la sorpresa.
—Sí. —¿Cómo? ¿Cómo has sido capaz de ocultarlo durante todo este tiempo? —Tú has sido la única excepción en esta misión, Isabel. No iban a querer dos mujeres en este barco. El enfermero que ha sido responsable de los niños durante todo el viaje era la única forma de poder dedicarme a lo que tanto me apasiona. —Entonces, ¿quién eres? —Mi nombre es María Ortega. Pedro Ortega era mi padre —le tendí la mano a modo de saludo cordial para formalizar un poco más mi falsa presentación –. Solo espero que no me guardes rencor por haberlo guardado en secreto. —Entiendo por qué has tenido que hacerlo. Me alegro mucho de que hayas decidido contármelo. Tomó mi mano y le dio una leve sacudida, por lo que supe que estaba diciendo la verdad. —No puedes decírselo al doctor Balmis ni a ningún otro miembro de la tripulación. —Tranquila, no lo haré. ¿Qué harás después de Filipinas? —Pues no lo sé. Muy a mi pesar, tendré que buscar trabajo como enfermera en algún hospital de Nueva España. También he pensado en regresar a la península. —¿Y qué hay de la medicina y de la ciencia? —Siempre podré seguir ejerciendo clandestinamente —guardé silencio por un momento –. ¿Y qué hay de ti, Isabel? ¿Qué harás tú después de Filipinas?
Desde que la expedición se dividió y tuvo que dejar al doctor Salvany atrás, supe que estaba decaída. Pero cuando zarpamos desde México y tuvo que dejar a su hijo atrás, las dudas comenzaron a rondar su cabeza sobre hacia qué rumbo debía orientar su camino.
—Estos niños necesitan mi ayuda. Pero mi hijo está estudiando en Nueva España y sé que es lo mejor para él, por lo que quiero poder acompañarle. —¿Se lo has dicho ya al doctor? —Sí. No quiere que abandone, pero respeta mi decisión. —El doctor Balmis ha podido continuar la expedición sin el doctor Salvany, pero dudo que pueda seguir haciéndolo si tú no estás.
Todos en el barco éramos conscientes de los sentimientos del médico hacia la mujer. La miraba de una manera especial; era la misma mirada que tenía cada vez que nos contaba anécdotas sobre su carrera. Él la admiraba tremendamente, pero de una forma muy íntima y especial.
—Lo sé. Es por eso por lo que abandonaré cuando haya encontrado a alguien para sustituirme. Y ese alguien podrías ser tú. —No, yo no puedo hacerlo. —¡Por supuesto que puedes! —recalcó con decisión –. El doctor no sería capaz de enfadarse contigo si así puede proseguir con su campaña de vacunación. —Tengo que pensármelo. —Por supuesto, no es una decisión que tengas que tomar ahora. Buenas noches, María.
Volvió a ponerse de pie, lejos de la cama. Cogió mi cara entre sus suaves manos y dejó un pequeño beso en mi frente.
—Buenas noches, Isabel.
Cuando abrí los ojos a la mañana siguiente, no sentí el movimiento del barco. Esa fue la señal de que habíamos llegado a Filipinas durante el amanecer. Los días allí pasaban rápido. Vacunábamos sin cesar a la población, independientemente de su clase social, edad, o condición. Sin darnos cuenta, los meses pasaban y los casos de viruela descendían. Éramos vistos como auténticos héroes por las familias locales, ya que habían visto cesar el infierno que estaban viviendo por la enfermedad.
El día que Isabel me comunicó su decisión de regresar a México, supe que había llegado la hora de hablar con el doctor Balmis y contarle la verdad. Llamé a la puerta de su dormitorio y esperé a que fuera él quien abriera la puerta.
—¿Ocurre algo, Pedro? —Isabel me ha comunicado la noticia. Sé que va a regresar a Nueva España para hacer compañía a su hijo y seguir cuidando de los enfermos. —Sí, es cierto.
Aunque tratara de ocultarlo, vi un ápice de decepción cruzando su rostro. Le dolía la marcha de Isabel, y su marcha suponía que parte de su dedicación a la expedición se iba con ella.
—Sé que está buscando a alguien que puede sustituir a Isabel en su expedición a Asia. Creo que yo podría hacerlo. —Tú ya haces una gran labor vigilando a los niños, Pedro. —No, me refiero a que yo también... Yo también puedo darles a los niños ese amor maternal que necesitan.
El doctor me miraba con una mueca que no era capaz de interpretar.
—Pensaba que nunca ibas a confesar.
Devolvió la vista a los papeles que estaba leyendo antes de abrirme la puerta, sin dar importancia a lo que acaba de decir.
—¿Usted ya lo sabía? —Claro que sí.
Ahora el asombro es mío. Desde el primer momento, él sabía mi mayor secreto, pero nunca había dicho nada al respecto.
—¿Desde cuándo? —Desde el principio. Yo conocía a tu padre, María. Muchas veces me dejó hacer observaciones sobre la fiebre bovina en sus animales. Incluso puedo decir que yo le consideraba un amigo. No me sorprendió enterarme de su muerte por viruela, ya que debido a su oficio y sin estar inoculado, tarde o temprano ese sería su desenlace. Lo que me sorprendió fue ver su nombre en el listado de voluntarios para la expedición. Fue entonces cuando supe que eras tú quien estaba detrás de todo esto. —¿Y por qué me permitió venir? —Porque tu padre me hablaba mucho de ti. Era consciente de lo mucho que deseabas investigar y hacer la labor que estás haciendo. No podía ser yo quien le quitara la oportunidad a tu talento, y tampoco seré yo quien te impida seguir a mi lado en Asia.
No daba crédito a lo que estaba escuchando.
—Por supuesto que me gustaría ir a Asia con usted. —Me alegra oír eso. Deberás sustituir a Isabel, pero a la vez tendrás que seguir vacunando en todos los puertos. —Muchas gracias por darme esta oportunidad, doctor.
Asintió con la cabeza, gesto que entendí que anunciaba que debía retirarme. Justo antes de cerrar la puerta para abandonar la habitación, añadió:
—Puede que, incluso, puedas seguir bajo mi tutela como aprendiz una vez acabemos con nuestra misión.
Asia fue toda una aventura. En cada rincón esperaban nuestra llegada, deseosos de poder librarse de la mortífera enfermedad. Ya no tenía que ir vestida con las viejas ropas de mi padre, sino que podía llevar vestidos y camisolas adaptadas al calor y la humedad del continente oriental. El doctor Balmis cada día me enseñaba más y más, y relegaba en mí tareas de vital importancia. Nunca me cansaba de estar a su lado aprendiendo sobre otras enfermedades que veíamos en las aldeas más profundas de la colonia portuguesa. De vez en cuando, sentía una punzada de miedo. Tal vez el doctor Balmis pensaba dejarme allí, a mi suerte, y continuar su trayectoria profesional.
—María, tengo algo importante que decirte.
Seguíamos en Macao, preparando nuestro equipaje para partir hacia Nueva España. Nuestra labor allí había llegado a su fin, y temía que mis pensamientos fueran a hacerse realidad.
—El doctor Salvany falleció hace unas semanas. Estaba enfermo de tuberculosis.
La noticia me dio un golpe en el pecho. El doctor Salvany, después de su enorme labor humanitaria, había muerto solo y sin nadie que le despidiera.
—Cuánto lo siento, doctor Balmis. —De nada sirve estar tristes. Era un gran cirujano que siempre quiso darlo todo por salvar a los demás. Por ello, creo que le hubiera gustado que alguien tomase su relevo y continuara con su misión pendiente en el sur de Nueva España, en Buenos Aires.
Creí entender lo que insinuaba con esas palabras.
—¿Quiere que sea yo? —Llevas mucho tiempo a mi lado aprendiendo cada día, por no hablar de la cantidad de meses que te has dedicado a vacunar sin descanso. Considero que estás preparada para ser subdirectora de la expedición, y continuar la ruta de Salvany junto con su equipo. —Es todo un honor, no sé qué decir...
Esto era todo lo que yo quería. Había estado soñando con un día como este durante años, y ahora que se había hecho realidad, no tenía claro que decisión tomar.
—No hace falta decir nada, María. Esto es lo que tu padre quería para ti, y lo que tú llevabas deseando desde que eras una niña. —Está bien, acepto. Muchísimas gracias, doctor Balmis. —El placer es mío, doctora Ortega.
Así es como semanas después, tras mi llegada a Cochabamba para unirme al equipo del doctor Salvany, continuamos su legado bajo mi mando. Acogimos a diez niños expósitos de un convento local, dándoles una mejor oportunidad de futuro que la que tendrían en aquel lugar. La ruta de la Expedición Pedro Ortega puso rumbo a Buenos Aires. Nos detuvimos en diferentes puertos del oeste para asegurarnos de que la población estaba ya inoculada y hacer breves campañas de vacunación para los que no lo estaban. Se respiraba pobreza en esas ciudades, pero por lo menos nosotros podíamos garantizar a la población que ahora no morirían en agonía de la enfermedad. Ninguna de esas personas iba a morir como lo hacían los enfermos que venían buscando la salvación de mi padre cuando yo era niña, ni morirán como él lo hizo. Con cada dosis que administrábamos, conseguía darme cuenta de cuánto nuestra labor significaba para toda esa gente, y de cómo, al final, sí que había un sitio para una mujer como yo en la medicina.
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