En un antiguo edificio de La Habana, una mujer espera pacientemente el ascensor. Mientras aguarda, su atención se desvía hacia la pared rugosa del portal. Descubre con fascinación que está hecha de roca caliza, repleta de fósiles marinos como conchas y foraminíferos. Esta caliza, conocida como piedra de Jamainita, es ligera y fresca, ideal para la arquitectura habanera. La roca revela una historia de mares antiguos, una época sin humanos, donde solo existían caracolas y bivalvos. Así, la protagonista encuentra en la piedra un testigo silencioso de la geología y la historia de la ciudad.
Aprieto el botón del ascensor. Solo hay uno en esta sección del inmueble, así que toca esperar. El viejo edifico de la calle Panorama burbujea vida. Es octubre. El calor y la humedad se acuartelaron en mi cuerpo desde que llegué. Todavía no hacemos vida conyugal, cohabitamos solamente, más mal que bien, en realidad.
Eso afecta a mi presión arterial, que está bajo mínimos. Y con ella, mi energía. Saludo a mis vecinos que detienen, brevemente, sus animadas charlas. Mi tensión sigue a la baja y solo acierto a sonreír con una mueca. «¡Por Dios! que no me den conversación —pienso—. Ahora mismo, no soy capaz de decir nada coherente».
Mi cuerpo brilla. Estoy pegajosa por el sudor. Hace pocos días que mi moreno-amarillento-otoñal-europeo se tornó café con reflejos dorados. Mis melanocitos resplandecen. ¡Buena cosa para pasar desapercibida!
Si no abro el pico parezco cubana y no turista. ¿Y qué iba a hacer si no una turista de Varadero por las calles de la residencial Habana? No hay bodeguitas, heladerías famosas o bellas construcciones por esta parte de la ciudad. Solo la vida real del pueblo cubano. Sin estridencias para deleitar al visitante. Aquí uno se sube al camello o la guagua y no al coco taxi. El equivalente a mi barrio en el extrarradio de la ciudad imperial.
Sigo esperando el ascensor. Podría bajar a pie, pero con esta presión arterial quizás alcance la calle en forma de ameba. Desplazándome con pseudópodos, dejando un rastro de sudor. La ameba ya alcanzó nuestros intestinos en Manzanillo y no es un buen recuerdo. Sobos, papel higiénico y fiebres lo atestiguan. Pero esa, es otra historia: «la curiosa e increíble vida de los parásitos».
Mantengo la calma mientras mi transporte vertical sigue sin llegar. Hace días que guardé el reloj. No voy a ser capaz de mantener un ritmo medio decente. Mi vida y mis pensamientos van a cámara lenta con esta humedad.
Me apoyo en la pared que sostiene la estructura de la quinta planta.
La rugosidad del tacto, las oquedades y la blancura del material llaman mi atención.
En mi portal domina el gotelé. Esto es diferente. Es bello, orgánico y vivo. Parado en el tiempo.
«¡Es roca caliza! —grito en silencio». Parece que mi cerebro despierta repentinamente. Estoy entusiasmada. Busco con la mirada la ratificación de mi hallazgo en mis locuaces convecinos. No hay respuesta. Ellos no me ven. Continúan en la vida real, enfrascados en sus tertulias, sin percatarse de mi cara de sorpresa por mi descubrimiento. Holguín campeón de la liga de béisbol, el asesino de las ocho vías, el escarceo amoroso de tal y cual vecino… Palabras y más palabras que giran vaporosas a mi alrededor.
Yo solo puedo concentrarme en mi roca. Los humanos se han difuminado para mí. Vuelvo rápida a mi quehacer explorador. Me siento una loca. Discretamente, toco, palpo, siento, observo y miro todo con deleite. Superficie de la roca… conchas completas, trozos de esqueletos y caparazones marinos…
Me alivia saber que el resto está a lo suyo. Me ignoran. No se dan cuenta de mis movimientos lentos y torpes y de mi cara de chiflada. Creo que me enviarían al sanatorio mental más próximo.
«¡Sí¡¡Es piedra de Jamainita! —rumio entre dientes». Hecha de carbonato… Ligera y fresca para la construcción, por sus huecos. Abundante en la zona, ideal para la arquitectura habanera.
Es una roca ilustrada. Un libro lítico que cuenta historias de mares someros antiquísimos. Una época sin hombres ni guerras, solo el burbujear del mar en la superficie y el silencio en las profundidades. La vida de caracolas y bivalvos que dejaron en herencia, para la posteridad, sus esqueletos. Los foraminíferos, aunque minúsculos organismos, también se fosilizaron para la historia.
Toda esta vida inerte quedó unida por cemento y evaporación. Ahora su hogar no es el agua, es el portal del edificio de la calle Panorama, donde vivo; el parque y las avenidas por donde paseo. La Catedral, el Castillo de la Fuerza, las fortalezas del Morro, la Punta, la Muralla o el abigarrado malecón.
Es un testigo silencioso de los trabajos forzosos de Martí. La dura vida y el arte de los maestros canteros. Del amor fugaz y los besos robados entre las Calles F y 21. Del clamor en la mañana de un manisero en la 23 con 22.
La historia de una ciudad y sus pobladores que confirma que la tierra firme sobre la que se posan mis pies, en algún momento, fue agua.
El tiempo se ha detenido para mí. Ya no quiero que llegue el ascensor.
Quizás sea esto la vida eterna. El aguardar paciente y fosilizada la llegada del ascensor a la quinta planta.
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