La ciencia hizo que, por primera vez desde su traslado forzoso, la vida de Arturo alcanzara cierta normalidad. Desde hacía un mes, había sido adscrito por el gobierno republicano a la Universidad de Valencia, donde daba cursos de física a los pocos alumnos que no se encontraban en el frente. Como muchos profesores e intelectuales, él y Ana María estaban alojados en el Hotel Palace en la calle de la Paz, a escasos 200 metros de la universidad. El edificio, que había sido requisado por el gobierno, se llamaba ahora Casa de la Cultura y sus salones servían de punto de encuentro entre intelectuales, políticos, corresponsales extranjeros y algún que otro espía. Arturo pasaba la mayor parte de su tiempo trabajando, pero no era ajeno a las actividades que se organizaban en el hotel. Además de participar en conferencias y tertulias, el profesor Duperier daba cuenta de los resultados de sus experimentos en Madrid: Cuadernos de la Casa de la Cultura, una revista editada en el edificio en la que colaboraban muchos de los trasladados. Así, junto a poemas de Rafael Alberti o Antonio Machado, o de artículos de Manuel Azaña o José Bergamín, uno podía encontrar textos sobre los rayos cósmicos en Valencia escritos por el científico abulense.
En mayo, Arturo y Ana María viajaron a París formando parte de la delegación que la república envió a la apertura de la Exposición Internacional de 1937. Arturo fue el encargado de representar a España en la inauguración del Palais de la Découverte, un museo creado para inculcar a la sociedad que solo a través de la ciencia es posible alcanzar el progreso. Mientras caminaban por sus pasillos, entre reproducciones gigantes de átomos y de planetas, los representantes británicos se acercaron a Arturo para hacerle saber las posibilidades que tendría en el Reino Unido si considerara dejar España. Arturo les volvió a ver más tarde, cuando acudió a Inglaterra como embajador de la ciencia española en unos congresos internacionales.
Al regresar a España en septiembre, los funcionarios de aduanas informaron al matrimonio de que los intelectuales habían sido trasladados a Barcelona, que el gobierno se mudaría también muy pronto y que ellos debían acudir allí inmediatamente. Como llevaban consigo todas las pertenencias que les quedaban, Arturo y Ana María no tuvieron ningún problema en obedecer la orden sin regresar a Valencia. Las condiciones que encontraron al llegar a la capital catalana eran mucho peores de lo que se esperaban. Los alimentos escaseaban, la ciudad era el escenario de las luchas internas en el bando republicano y los continuos bombardeos de la aviación insurrecta robaban vidas de forma violenta, inesperada y aleatoria. Arturo y Ana María decidieron que lo mejor que podían hacer era seguir la recomendación de los británicos que conocieron en París y exiliarse a Inglaterra, donde Arturo tenía más opciones de continuar su investigación. Pero salir de España requería unos papeles que no eran fáciles de conseguir. Tras varios meses esperando, Ana María tomó la iniciativa y acudió a la sede provisional del Ministerio de Asuntos Exteriores, donde ejercía de ministro un amigo de su familia, Julio Álvarez del Vayo. Al llegar a la entrada, el portero miliciano le cortó el paso.
—Alto ahí, señorita. ¿Qué desea?
Ana María, que aunque tenía 28 años parecía más joven e inocente, contestó seria:
—Quiero hablar con el señor ministro —y con un leve alzado de barbilla añadió—: Por favor, indíquele que Ana María Aymar quiere verlo.
Actuó tan decidida que el miliciano cumplió el recado y al poco tiempo el ministro la atendió. Ana María fue breve: le explicó la situación en la que se encontraban y las opciones que tenían en Inglaterra.
—No te preocupes, Ana María, voy a ver qué se puede hacer. Volved mañana tu marido y tú y os cuento.
Al día siguiente les esperaban buenas noticias. El ministro había hablado con Juan Negrín, presidente del gobierno y amigo de Arturo de la Universidad Central, y habían acordado nombrar a Arturo encargado de negocios en la Embajada de España en Londres. Esto les permitiría salir del país y tener unos ingresos básicos hasta que Arturo pudiera encontrar trabajo como investigador. Además, Álvarez del Vayo, consciente de las dificultades que vivían, entregó a la pareja 30 libras para que pudieran llegar a su destino.
El 30 de abril de 1938, Arturo y Ana María cruzaron la frontera. Antes de partir tuvieron que malvender los pocos objetos de valor que les quedaban para conseguir divisas. También la cámara de fotos Leica que Arturo había comprado a Ana María el verano que trabajó en Alemania tras prometerse con ella. Después de pasar por París, la pareja llegó a Londres la noche del 16 de mayo. En el inmenso y desierto hall de la Estación de Victoria les esperaba un funcionario de la embajada con la instrucción de acompañarles al modesto hotel en el que se iban a alojar los siguientes meses.
Nada más llegar, Arturo recibió noticias de que se iba a celebrar un congreso-homenaje al descubridor del núcleo atómico, Ernest Rutherford, que había fallecido inesperadamente unos meses antes. A él iba acudir la flor y nata de la física británica. Además, Patrick Blackett, autoridad mundial en rayos cósmicos, iba a impartir una charla. Era una oportunidad que no podían desaprovechar, por lo que, a pesar de que la inscripción al congreso costaba las últimas 10 libras que les quedaban, el matrimonio decidió que Arturo acudiera. Al llegar al congreso, Arturo recibió el programa y una etiqueta para poner en la solapa de su chaqueta en la que estaba escrito:
Prof. Arturo Duperier
Universidad de Madrid
SPAIN
El origen de Arturo llamaba la atención de los asistentes, que continuamente lo paraban para interesarse por la situación en España. Justo antes de que comenzara una sesión, se sentó junto a Arturo un hombre de su edad, que miró sin disimulo su etiqueta y le preguntó:
—¿Usted es de los de Franco?
Arturo, ya resignado a padecer siempre la misma pregunta, soltó un simple monosílabo:
—No.
El hombre continuó con el interrogatorio.
—¿Es usted entonces un exiliado?
—Efectivamente.
—¿Y qué hace usted aquí, en este congreso?
—Antes de salir de España trabajaba en el campo de los rayos cósmicos, por eso me gustaría conocer al profesor Blackett y…
El interlocutor le interrumpió.
—Caballero, ¡el profesor Blackett soy yo!
La conversación se extendió durante todo el congreso. Arturo le contó las mediciones que había hecho en Madrid y Valencia y cómo la diferencia de 600 metros de altura entre las dos ciudades afectaba a los rayos cósmicos. De igual modo Blackett le detalló las últimas novedades en su grupo de investigación y se interesó por las circunstancias de su exilio. Al final del encuentro, Blackett se comprometió a buscar una forma de incorporar al catedrático español en el nuevo laboratorio que había organizado en la Universidad de Manchester.
Mientras tanto, Arturo continuó trabajando como diplomático hasta que el 27 de febrero de 1939 el Reino Unido reconoció oficialmente el gobierno del general Franco y todos los funcionarios de la Embajada se quedaron sin empleo y bajo el estatus de refugiados. Para entonces, el profesor Blackett ya había conseguido que la Society for the Protection of Science and Learning pusiera el dinero para que Arturo investigara a su lado. De esta manera, Arturo y Ana María se mudaron en mayo a Manchester. Al llegar al nuevo laboratorio, Arturo se encontró con una cantidad casi ilimitada de recursos para desarrollar su investigación, que se centró en determinar cómo influían las condiciones atmosféricas en la intensidad de los rayos cósmicos, es decir, en el número de partículas de alta energía que llegaban a la superficie de la Tierra. Para ello construyó un contador de rayos cósmicos que registraba automáticamente en una película fotográfica el número de partículas detectado cada minuto. Este fue el primer éxito científico de Duperier en el Reino Unido, ya que su diseño fue la base de los contadores utilizados en la siguiente década.
Sin embargo, fuera del laboratorio, los acontecimientos seguían su curso. En España, el bando insurrecto ganó la Guerra Civil y las autoridades del nuevo régimen, en su empresa de limpiar las instituciones para los vencedores, cesaron a Arturo de su plaza de meteorólogo el 19 de septiembre y de su cátedra el 25 de noviembre. En el Reino Unido, el gobierno británico declaró la guerra a Alemania el 3 de septiembre y el profesor Blackett, que era teniente en la reserva, fue reclutado como asesor científico de la Real Fuerza Aérea. Como el puesto se encontraba en Londres, Blackett trasladó su laboratorio al Imperial College, en la capital inglesa, y con él se trasladaron Arturo y Ana María, que alquilaron un modesto piso en Notting Hill Gate. En Londres la pareja volvió a sufrir las penurias de la guerra. Pronto los alimentos y el carbón fueron racionados y la Luftwaffe comenzó el bombardeo constante de la ciudad. Cada mañana, cuando Arturo se iba a trabajar, la pareja se despedía sin saber si se volvería a ver. La noche del 8 de octubre de 1940, sus temores casi se hicieron realidad cuando una bomba redujo a escombros parte de la manzana adyacente su apartamento.
A pesar de estas circunstancias, Arturo continuaba lo mejor que podía con sus experimentos. Instaló uno de sus detectores en una habitación construida en la azotea del Imperial College y otro en la estación de metro de Holborn, uno de los lugares más profundos de Londres, para aislar sus medidas de las partículas menos energéticas. También lanzó globos sonda desde el observatorio de Kensington para medir la temperatura desde el suelo hasta los 16 kilómetros de altura y, gracias a la intercesión del profesor Blackett y del premio Nobel George Thompson, obtuvo acceso a los datos de la oficina meteorológica, considerados de alto secreto durante la guerra. Con toda esta información, Arturo creó un modelo que por fin explicaba la influencia que tenía la atmósfera en los rayos cósmicos. En él asumía que las partículas que llegaban a la superficie procedían de otras partículas mucho más energéticas y pesadas que se descomponían al tener contacto con la atmósfera y propuso que estas partículas secundarias se tenían que generar a la altura donde la atmósfera alcanzara una presión determinada. De esta manera, en función de la temperatura y de las condiciones atmosféricas, esta capa de generación estaría más arriba o más abajo. Como estas partículas secundarias se desintegran al chocar con las moléculas de la atmósfera, cuanto más alta se encontrara la capa de generación, la masa de aire que tendrían que cruzar sería mayor y menos partículas llegarían a la superficie. Del mismo modo, como los rayos cósmicos son partículas con una vida media de unas pocas millonésimas de segundo, cuanto mayor fuera su altura de generación, a pesar de su altísima velocidad, más tiempo tardarían en llegar a la superficie, aumentando la proporción de partículas que se descomponen espontáneamente antes de llegar al suelo.
En su vigilancia continua, los instrumentos de Arturo registraron la gran tormenta solar del 1 de marzo de 1942, durante la cual la llegada de partículas cósmicas a la superficie se frenó radicalmente. Esta observación le permitió escribir un artículo en la revista Nature en la que ligaba las condiciones geomagnéticas de la Tierra a la producción de rayos cósmicos secundarios. La publicación de este artículo ocurrió a la vez que la mayor alegría que jamás recibió Arturo Duperier. Ana María trajo al mundo una niña preciosa a la que pusieron el nombre de María Eugenia, aunque pronto todos comenzaron a llamarla de forma cariñosa Mary Jenny, la forma que usaban los ingleses para referirse a ella.
El reconocimiento que recibió Arturo por sus descubrimientos y la felicidad traída por el nacimiento de su hija espoleó su producción científica. Los años siguientes mejoró la precisión de su modelo, probó el efecto que tenía la marea atmosférica causada por la Luna en la altura de la capa de generación de rayos cósmicos y demostró por vez primera que una parte de los rayos cósmicos procedía de la galaxia. Cuando la guerra terminó en 1945, Arturo era uno de los físicos experimentales mejor considerados de Inglaterra, como demostraron los reconocimientos que empezó a recibir. El 6 de julio fue el encargado de impartir la Guthrie Lecture, el mayor honor que concedía cada año la Physical Society. Su nombre se unía así a la lista de grandes físicos (Langevin, Michelson, Bohr, Einstein, de Broglie, Rutherford, Plank, Thompson, Compton, Brag, etc.) que también habían sido laureados con la misma distinción. En agosto, la BBC le pidió que diera una charla sobre el funcionamiento de la bomba atómica en un programa especial que fue retransmitido a través de su red mundial de emisoras. Durante los meses siguientes sería nombrado director del observatorio meteorológico de Kensington y se le concedió la beca Turner and Newall. Esta ayuda alivió un poco la situación económica de la familia y le permitió trasladar sus equipos a unas mejores instalaciones en la azotea del Birkbeck College, junto al British Museum.
En 1947, el embajador de Estados Unidos le transmitió la oferta de la Carnegie Institution para dirigir el Observatorio Geomagnético de Huancayo en Perú, probablemente el mejor del mundo en ese momento para el estudio de rayos cósmicos por encontrarse a 3350 metros y en el ecuador magnético de la Tierra. Arturo rechazó la oferta porque no quería alejarse más de España. Y es que la idea de regresar y contribuir a la reconstrucción científica del país ya le rondaba la cabeza. Desde que nació Mary Jenny, Ana María tenía más ganas de volver y su suegro, el señor Aymar, les presionaba en sus cartas porque quería conocer a su nieta. Además, aunque las restricciones alimentarias eran fuertes, en España se pasaba menos hambre que en el Londres de posguerra. Sin mucho entusiasmo, Arturo autorizó al equipo formado por su suegro y su amigo Alejandro Familiar para que iniciaran el procedimiento para poder regresar, consistente en contratar un abogado que lo liberara de cualquier responsabilidad política durante la Guerra Civil. Y aunque el proceso se complicó por los actos en los que Arturo representó a la república, el fiscal suavizó su posición cuando el periódico ABC publicó un artículo de su corresponsal en Londres, Torcuato Luca de Tena, reprochando que el genio no estuviera trabajando en España. Este artículo llamó la atención de las autoridades españolas, que encargaron al embajador Domingo de las Bárcenas que iniciara un acercamiento con el científico. Para vencer el reparo de Arturo de reunirse con franquistas, de las Bárcenas pidió a Luca de Tena que organizara una cena en su casa para Arturo y Ana María y que no les avisara de que él también iba a acudir. Durante la emboscada, el embajador, que había estado estudiando astrofísica durante una semana, dejó claro a Arturo que las autoridades le querían de vuelta. Sin embargo, la comunidad universitaria no estaba tan entusiasmada por su regreso; en cuanto se enteraron del procedimiento judicial de Arturo, sacaron inmediatamente a concurso y adjudicaron los dos puestos de catedrático en los que se había dividido su antigua cátedra de geofísica y que seguían vacantes desde su destitución.
Arturo estaba demasiado ocupado en su trabajo para que las afrentas de sus colegas españoles le importaran. El descubrimiento de nuevas partículas en los rayos cósmicos había iniciado una revolución en su campo y Arturo estaba participando en ella. En octubre de 1947 fue invitado a la primera Conferencia Internacional sobre Rayos Cósmicos organizada por la IUPAP en Cracovia, a la que llevó tantos resultados que los organizadores le asignaron dos de las dieciséis presentaciones disponibles. También participó en las discusiones que se hicieron durante la reunión para acordar los nombres que se pondrían a las nuevas partículas descubiertas. Arturo llegó a Londres lleno de ideas para nuevos proyectos y experimentos, que se materializaron en la publicación de cuatro artículos científicos en 1948, seis en 1949 y cinco en 1950, varios de ellos, de nuevo, en Nature.
Un día de marzo de 1951, Arturo abrió la puerta de la azotea del Birkbeck College. La densa niebla londinense apenas dejaba ver su laboratorio, situado a unos pocos pasos. Fatigado por los cinco pisos que acababa de subir, Arturo siguió el camino de grava y entró en la habitación, donde ya estaban trabajando sus asistentes. Al quitarse el abrigo, comenzó a sentir unas nauseas muy fuertes. También se le empezó a nublar la vista. Se acercó a una silla, pero antes de poder sentarse se desplomó en el suelo. Su corazón se había parado, pero esto no significaba que Arturo Duperier se hubiera rendido.
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