María y el códice perdido

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Primer premio del primer concurso de cuentos infantiles Ciéncia-me un cuento.
Organizado por la Society of Spanish researchers in the United Kingdom (SRUK/CERU).

TEXTO POR ESTER MARTÍ SENTAÑES
ILUSTRADO POR MARTA CASTRO
KIDS
25 de Octubre de 2018

Tiempo medio de lectura (minutos)

María es una joven risueña, de cabellos oscuros como la noche y ojos claros invadidos por la luz tamizada del mar que la vio nacer. María, después de estudiar en la universidad, está terminando su tesis doctoral en un centro de investigación de una gran ciudad. Es una flecha cuando se trata de rastrear bibliotecas y archivos a la búsqueda de indicios, informaciones que la ayuden a interpretar el pasado y a poder explicarlo a los demás.


Cada día se levanta y desayuna con un buen cruasán relleno de mermelada de arándanos acompañado de un tazón de leche bien fría. «¡Es hora de despertar a Napoleón!», piensa María. Napo es su tierno perro de montaña de los Pirineos, un pequeñín de cuarenta kilos que la sigue por toda la casa, llenándola de babas, mientras María coge su collar para sacarlo de paseo: «Napo, hoy vamos a dar una vuelta más corta, que tengo prisa. Tengo que irme antes a trabajar, porque finalmente puedo acceder a unos registros del Archivo Histórico Nacional. Hace mucho tiempo que espero este día. Estoy convencida de que encontraré muchas cosas interesantes en ellos».


María mira el reloj y se da cuenta de que va a perder su tren de las siete y treinta. Se enfunda a toda prisa sus vaqueros preferidos y busca debajo de la cama los zapatos fucsia de piel de melocotón que siempre le traen suerte. Antes de salir disparada, controla que en la bolsa del ordenador estén sus gafas para leer, la lupa y el pen drive con toda la documentación que ya ha copiado y analizado sobre los Simón de Ayala, una familia de ricos mercaderes que durante la Edad Media tuvieron un importante papel en la vida de su ciudad. Coge del escritorio su tarjeta de investigadora y el paquete de chicles, indispensables para calmar la tensión de las horas de lectura apasionada en el archivo. Más tranquila, suspira mientras acaricia a Napo, y le promete que esta tarde, cuando vuelva, lo llevará a Buen Camino, su parque preferido, para que pueda jugar con Ronda, la chihuahua de la que está perdidamente enamorado. «Si es que los sentimientos no entienden ni de tallas ni de lógica», piensa María, mientras se le escapa una media sonrisa.
De camino a la estación, sumergida en sus elucubraciones, concluye en que tal vez la lógica y el rigor científico —que se impone en sus investigaciones, en las conferencias que hace, en los libros y artículos que publica—, como le ocurría a Napo con Ronda, carecerían de sentido sin las emociones que ella siente cada vez que descubre algo en la biblioteca o en el archivo que mejora su grado de conocimiento. ¡Ah, qué maravilla, cuando un nombre, una fecha, una información que le falta emerge, como si de una pieza para completar un puzle se tratara, de los libros polvorientos y llenos de ácaros que consulta!
De golpe, María se acuerda de que ha olvidado los guantes de látex en casa y, levantando los ojos al cielo, implora piedad para que le dejen igualmente consultar los viejos códices, y su cara no se llene de manchas rojas, como le pasa siempre si se toca con las manos llenas de polvo.

Después de un tren de cercanías, dos coincidencias de metro y una carrera de medio kilómetro, finalmente puede cruzar la puerta del archivo. Una fila de taquillas recién instaladas le dan la bienvenida, mientras una guardia de seguridad la sigue inclemente con la mirada. María sabe que no se puede entrar con ningún objeto que pueda causar daños a la delicada documentación que se conserva en él, por lo que deja en la taquilla su descuidada bolsa marrón y la chaqueta de piel. Coge solo su ordenador y el pen drive, y, superados los controles, accede, un poco preocupada vista la hora, a la sala de consulta.

Antonia, una de las archiveras, la saluda con afecto con una sonrisa silenciosa, ¡no vayamos a estorbar a los otros usuarios! Las dos se conocen desde hace años, cuando María hacía prácticas en el archivo para superar la asignatura de paleografía en la universidad. Antonia había sido muy amable con ella y la había ayudado a mejorar en la lectura de estos textos antiguos con una grafía codificada y enredada.

—¡Qué alegría verte, cada vez estás más guapa! —soltó Antonia.
—Gracias, Antonia, ¡qué bueno encontrarte! Hace tiempo que no pasaba. Estoy contenta de volver aquí. A ver si tengo suerte y encuentro algo más sobre los Simón de Ayala. ¿Puedes localizarme los códices que os había pedido, por favor?

—¡Claro que sí! Siéntate en la mesa siete, los han subido ya del depósito. ¡Ah! Me olvidaba, falta el códice 743B. No se encuentra por ningún sitio, m e sabe mal.
—¿Cómo puede ser? Figura en el catálogo online. ¿Puedes verificar en vuestro catálogo interno? Es muy importante este registro, porque debería contener distintas compraventas de la familia durante la primera mitad del siglo XV. Puede aportar mucha información, en particular sobre las propiedades familiares, sus relaciones comerciales y con otras importantes familias, y especialmente sobre Alejandro Simón de Ayala, su matrimonio, sus hijos, sus negocios... Es importante para mi tesis.

María está fuera de sí. ¿Cómo puede perderse un códice de un archivo tan importante? Antonia intenta tranquilizarla explicándole que podía tratarse de un error informático o quizás el número de registro no era correcto... La mente perspicaz de María no se da por vencida. Resulta una extraña coincidencia que justo el registro que anhelaba más consultar, el que creía que podía darle más satisfacciones, se esfume sin dejar rastro. Esperaba el milagro. Los archiveros, junto con los técnicos informáticos, intentaron de todo, sin suerte.

María, después de horas de lectura de los otros viejos registros, abatida, se dispone a volver a casa, cuando en la última página del códice 743A, un libro de cuentas que perteneció al padre de Alejandro, encuentra una nota suelta, un pedacito de pergamino mal cortado dejado a su suerte entre esta última página y la tapa del libro. Estaba en muy mal estado, era casi ilegible, corroído por la humedad y los ataques bacterianos, aun así, un estado de agitación inexplicable invade el estómago de María. No era hambre, era una mezcla de curiosidad, experiencia e intuición que la llevaron a imaginar que en este pedazo de papel estaba la solución al enigma de la desaparición del códice que buscaba.

María mira el reloj, quedan cinco minutos para cerrar el archivo. Sabe que tiene que correr. Pide a Antonia poder escanear el documento y guardar la copia en su memoria USB. Recoge sus cosas con prisas, saluda y se dirige al despacho del doctor Abbott, su profesor. De camino, llama a sus compañeros, Ana y Javi, les pide reunirse en el despacho del profe para analizar un documento particular. En media hora están todos sentados alrededor del ordenador de Javi, el más manitas, tecnológicamente hablando. María les explica el hallazgo y la sensación de que en este pedazo de pergamino casi ilegible podía estar la respuesta a la localización del códice 743B. Tras varios retoques con programas de edición gráfica, el profesor consigue descifrar la frase «Nemini parco», que en latín significa «no perdono a nadie», y un trozo de un dibujo que parecía representar una calavera. Inmediatamente todos concuerdan que era extremamente extraño: el texto, en latín, y el resto del códice, en castellano antiguo, la grafía era también diversa, y el contenido... ¿qué habrá querido significar? ¿Quién lo escribió? El autor no era el mismo del códice, es decir, el padre de Alejandro Simón de Ayala. Ahora María tiene la certeza de que este enigma está relacionado con la desaparición del códice siguiente, el 743B.

Durante toda la tarde continúa dándole vueltas. Saca a Napo a pasear con Ronda y espera impaciente la llamada de Ana, que se había empeñado en hacer ver el documento a una compañera del laboratorio de restauración de la universidad. Mientras los cachorros juguetean con un osito de goma amarillo chillón, por fin suena el móvil. María pide perdón a Ángela, la mamá humana de Ronda, por interrumpir su conversación, y responde, ajetreada.

—Te confirmo que el documento ha sido depositado posteriormente en el códice 743A. Es falso, vaya. A juzgar por el análisis de la tinta, ha sido escrito a principios del siglo XX, imitando toscamente un documento medieval —dijo Ana.


María no sabe qué pensar. Su rostro ensombrecido preocupa a Ángela, que, curiosa, le pregunta por qué era tan importante este documento.

—Estoy segura de que en él reside la clave para encontrar el códice que me sirve para terminar mi tesis sobre los Simón de Ayala, y en particular para conocer detalles imprescindibles de la vida del más joven de ellos, Alejandro.

—¡Qué gracia! Uno de mis mejores amigos se llama así. Su familia es de alta cuna, piensa que hasta cuentan con capilla funeraria privada...

Las palabras de Ángela sobresaltan a María, que en un santiamén ya está sentada en la cafetería más chic del centro con Alex Simón de Ayala, que resulta ser un encantador arquitecto que le llevará unos cuatro o cinco años. Va impecablemente vestido, aunque sus rizos algo rebeldes y el esbozo de un tatuaje que la manga del polo no consigue ocultar traicionan su porte aristocrático. María hace un rápido resumen de la historia a Alex, que se intriga en seguida.

—Estoy realmente sorprendido y abrumado, María —suspira Alex—. Debo revelarte que hace un par de años, cuando restauramos la capilla familiar, encontramos restos de unas pinturas del siglo XVII que representan la muerte con la inscripción «Nemini parco» en la bóveda sobre la tumba de mi bisabuelo Víctor, que era un asiduo frecuentador de los archivos y gran apasionado de la historia familiar.

María pestañea, sonríe y desea con todas sus fuerzas que sea ya mañana. Se imagina consultando el viejo registro del archivo y visualiza el nombre del bisabuelo de Alex en la última consulta del códice 743B. Su mente inquieta viaja a aquella capilla incluso antes de conocerla y en ella encuentra el escondite secreto del libro. La imaginación de María concibe uno, cinco, cien motivos disparatados que justifiquen su robo...

Mientras tanto, los últimos rayos de sol de una deliciosa tarde de primavera se filtran por la ventana y María, mientras paladea su té al jazmín, a la espera de respuestas definitivas, piensa, serena, que adora su trabajo y que se siente feliz.

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