El indomable Will Coley

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Nueva York

Will se dirigía al hospital. Como cada mañana, recorría la quinta avenida a paso ligero. Su apartamento en Midtown Manhattan, cerca de Bryant Park, estaba a escasos veinte minutos caminando del trabajo. Era muy temprano y hacía muchísimo frío —a esas horas las calles todavía estaban cubiertas de nieve—, pero a Will le encantaba comenzar la mañana con un paseo. Le despejaba la mente, le ayudaba a afrontar los largos días en el hospital con mucha más energía. Aunque aquella mañana de enero de poco le sirvió la caminata. Todo su optimismo se esfumó de repente, nada más entrar a su pequeño despacho en la tercera planta. Ahí le esperaba una nota de John, el residente que hacía guardia todas las noches: «Bessie ha muerto esta madrugada a las tres. Lo siento mucho, Will». Arrugó la nota y la arrojó a la papelera, decepcionado. Todos sus esfuerzos por curar a la joven Elizabeth habían sido en balde.

TEXTO POR FERNANDO GOMOLLÓN-BEL
ILUSTRADO POR ROCÍO IRIARTE
ARTÍCULOS
CÁNCER | INMUNOTERAPIA | VACUNAS
6 de Julio de 2020

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Elizabeth «Bessie» Dashiell acababa de cumplir dieciocho años. El verano anterior, Bessie se había golpeado el brazo mientras viajaba en tren. En su momento apenas le dio importancia al accidente —no había sido más que un golpe— pero un par de semanas después comenzó a preocuparse. La muñeca le dolía cada vez más y algunas noches el dolor se volvía insoportable. Decidió ir al hospital; quizás se había roto algún hueso. Así es como, al día siguiente, conoció a Will.

Bessie llamó a la puerta con su mano izquierda, la derecha le dolía demasiado. «Dr. William B. Coley, bone surgeon», rezaba un reluciente recién estrenado cartelito.

—Pase —dijo Will, con una voz grave y ronca.

Bessie entró en el despacho, que apestaba a una extraña combinación de tabaco y libro viejo. La oficina era minúscula. Detrás de un escritorio de madera maciza enorme estaba el doctor, que se levantó de inmediato al verla entrar. «¿Cómo habrán metido el escritorio en este cuartucho?», se preguntó. Will no era para nada lo que se esperaba Bessie de un médico del Hospital de Nueva York. Era joven, muchísimo más joven de lo que se había imaginado al escuchar su voz. Will debió notar la sorpresa en su cara.

—Esperaba a alguien mayor, ¿verdad?

Bessie, avergonzada y algo intimidada por la desfachatez del doctor, asintió y se sonrojó. Will intentó arreglarlo de inmediato.

—Disculpe, señorita, pero estoy hasta el gorro de que me miren por encima del hombro solo porque acabo de graduarme. ¡Si hasta estoy intentando dejarme bigote para parecer algo mayor! —Bromeó, señalándose debajo de la nariz—. Ande, tome asiento —añadió.

Algo más relajada, Bessie se sentó. Se quitó los guantes y el sombrero y los apoyó en la silla de al lado. Acto seguido se sentó él, dejando a la vista dos enormes diplomas, uno de la Universidad de Yale y otro de la Escuela de Medicina de Harvard.

—Cuénteme qué le pasa —dijo.

Will escuchó atentamente su historia. Decidió examinar su brazo de inmediato y no vio ningún indicio que apuntara a una fractura.  «Si tuviera algún hueso roto no habría aguantado el dolor varias semanas», pensó, sospechando que tendría algún tipo de infección tampoco encontró indicios de aquello. «Podría ser una infección subcutánea», se convenció, y decidió hacerle una pequeña biopsia. Era un procedimiento bastante aparatoso, pero debía asegurarse.

—Tendré que analizar una muestra de tejido en el laboratorio —le explicó—, pero no se preocupe, no será nada. Puede pasar a recoger los resultados la semana que viene.

Bessie le dio la mano agradecida y se marchó. Había esperado casi dos meses, podía esperar una semana más.

Pero, en realidad, habría sido mejor no esperar. Esa misma tarde, Will se puso a examinar las muestras de tejido de Elizabeth bajo el microscopio. No podía creer lo que estaba viendo. Se aseguró varias veces de que no había mezclado las muestras. Miró y volvió a mirar. No había ninguna duda. Lo que le dolía a Bessie no era el golpe sino un sarcoma, un tumor maligno en los huesos. Salió corriendo a buscar a una secretaria para pedir que le enviaran un telegrama urgente a la señorita Dashiell. Había que parar el cáncer de inmediato, debían tomar medidas drásticas: tendrían que amputarle la mano.

Pero no sirvió de mucho. Cuando llevaron a cabo la operación, el cáncer ya se había extendido por todo el cuerpo de Bessie. Aquella fría mañana de enero de 1891, Will decidió cambiar de especialidad y decidió dedicar todos sus esfuerzos a la lucha contra el cáncer.

Un par de semanas tras la muerte de Bessie, a Will le vino la inspiración mientras andaba por la avenida Broadway de vuelta a casa. De pronto recordó algo que le había dicho uno de sus profesores en Harvard: «todo buen investigador sabe que unas pocas horas en la biblioteca ahorran años de experimentos en el laboratorio». Decidido, dio media vuelta y volvió corriendo al hospital. Bajó al sótano, al archivo, donde se guardaban todas las historias clínicas. Y se puso a leer sin descanso.

Will se despertó con los primeros rayos de sol de la madrugada, que entraban sigilosos a través de un ventanuco minúsculo que daba a la calle quince. Se había quedado dormido encima de una pila de papeles viejos. Decidió salir a desayunar y retomar su búsqueda con algo de cafeína —y huevos con beicon, de paso— en el estómago. Volvió a los archivos al cabo de hora y media. Había aprovechado el descanso para pegarse una buena caminata —fue hasta el espectacular puente de Brooklyn, inaugurado unos años atrás— y regresó al hospital. Antes de continuar su tarea se puso a intentar reordenar todo el caos de su maratón nocturna. Mientras recolocaba cada historial en su respectiva carpeta se fijó en algo que había pasado por alto la noche anterior: el caso de un inmigrante alemán llamado Fred Stein. A Stein le habían operado varias veces de un sarcoma muy parecido al de Bessie. Los médicos estaban desesperados. Poco después de la quinta operación, el paciente alemán sufrió una grave infección en la piel llamada erisipela. Esta enfermedad, causada por estreptococos, provoca irritación, picor y dolor. Si la infección se descontrola el paciente puede pasar varios días con fiebre y puede llegar a ser mortal.

Sin embargo, a los pocos días, Fred Stein sorprendentemente comenzó a mejorar. Le bajó la fiebre y desaparecieron los picores: Stein estaba como una rosa. Ni rastro de la infección cutánea y, curiosamente, ni rastro del cáncer. Will no se lo podía creer: «¿Cómo había conseguido sobrevivir este señor?». Con un sarcoma de esas características debía estar muerto.  Seguro que tenía metástasis por todo el cuerpo, como Bessie. «No duraría mucho», pensó.

Pero ¿y si se equivocaba? Will decidió buscar al señor Stein. No fue fácil, pues Nueva York ya tenía más de dos millones y medio de habitantes. Además, Stein se estaba volviendo un apellido bastante común en la gran manzana, sobre todo en el Lower East Side, donde vivía la comunidad judía más grande del mundo. Pero Will tuvo suerte y lo encontró. Habían pasado siete años desde la última operación y Fred estaba como una rosa. Tenía el cuello lleno de cicatrices, pero estaba sano y salvo tras padecer uno de los tumores más agresivos que habían visto los colegas de Will.

¿Los estreptococos habían curado a Fred Stein? ¿O había sido su sistema inmune que, al luchar contra las bacterias, había reunido suficientes fuerzas para eliminar el cáncer? Will Coley siguió investigando. Se pasó días enteros revisando casos en los archivos del hospital. Estuvo semanas rebuscando en las revistas médicas – quizás alguien había descubierto algo parecido. Efectivamente. Varios médicos europeos habían llegado a la misma conclusión. En Inglaterra, James Paget había publicado cuarenta años antes varios indicios de que la respuesta inmune a las infecciones podía llegar a destruir tumores malignos. Revisando las publicaciones de Friedrich Fehleissen, un experto que había dedicado toda su vida a las infecciones por estreptococos, observó que en Alemania ya habían detectado algunos casos similares. Varios pacientes con cáncer entraban en remisión tras padecer la erisipela. Pese a todo, Will creyó que no había suficientes pruebas y decidió llevar a cabo un experimento: inocular bacterias patógenas a pacientes con tumores que no pudieran operarse. «Una erisipela sin complicaciones nunca llega a ser mortal», pensaba. Estaba convencido. En cuanto apareciera el caso adecuado, intentaría comprobar su teoría.

No tuvo que esperar demasiado para encontrar la primera cobaya humana. En mayo de 1891 —apenas cuatro meses después de la muerte de Bessie— un colega del hospital le mandó a un paciente italiano para el que tenía muy pocas esperanzas. El joven Zola, siete años mayor que Will, tenía un tumor del tamaño de un huevo en la garganta. Ya le habían operado dos veces —primero en Roma y más recientemente en Nueva York— pero el cáncer había seguido desarrollándose imparable. Una tercera operación habría sido una locura. «El paciente estaba fatal», explica Coley en uno de sus artículos. «No podía tragar, el tumor bloqueaba completamente su faringe», continúa. Will le explicó a su paciente los riesgos de esta terapia experimental. Desesperado y ante la imposibilidad de someterse de nuevo a una cirugía, el paciente aceptó.

Durante dos meses, Will inyectó cultivos de estreptococos patógenos directamente en el tumor del paciente. A comienzos del verano, el paciente se encontraba ya mucho mejor. En octubre, el joven italiano comenzó a sufrir los efectos de la erisipela. Picores, manchas rojizas en la piel, dolores… La infección se descontroló, y el paciente estuvo varios días con más de cuarenta grados de fiebre. Pero, como había pasado con Fred Stein años atrás, al cabo de una semana el italiano volvió a estar en plena forma. Will observó que el tumor del cuello se había hecho más pequeño. En una consulta semanas después, no parecía haber ni rastro del cáncer. Dos años más tarde, cuando Will decide resumir sus hallazgos en un artículo, el paciente seguiría libre de la enfermedad sin ningún signo de recaída. Zola moriría en 1899, con 43 años.

***

Will siguió experimentando su vacuna de estreptococos con otros pacientes de cáncer terminal. De los primeros 47 pacientes sólo se curaron completamente cuatro. Varios murieron súbitamente a los pocos días de iniciar el tratamiento. Y la inmensa mayoría terminaban recayendo – en algunos casos el tumor no paraba de crecer, a pesar del tratamiento, y en otros el cáncer se extendía y terminaba matando al paciente.

Los médicos de la época despreciaron los resultados del joven Will Coley. Un año después de publicar su detallado estudio, la asociación médica estadounidense publicó un editorial que criticaba duramente las conclusiones de Coley: «Otros cirujanos han probado este método y todavía no consta ninguna recuperación», zanja el texto. Al poco tiempo aparecieron nuevos tratamientos como la radioterapia y la quimioterapia, que relegaron los trabajos de Will a un segundo plano.

Muchos expertos cuestionaron la profesionalidad de Coley. No documentaba bien sus experimentos y apenas tomaba precauciones para asegurarse de que sus pacientes no recibían otros tratamientos complementarios. Aun así, muchos consideran a Will el padre de la inmunoterapia, un tipo de tratamiento contra el cáncer que estimula nuestras defensas para que puedan detener el avance de la enfermedad. En 2018, James Allison y Tasuku Honjo recibieron el premio Nobel de Medicina y Fisiología por su investigación en este campo.

Curiosamente, hay otra conexión más entre la inmunoterapia y Bessie Dashiell, la joven neoyorquina que inspiró a Will. Bessie se codeaba con lo más selecto de la sociedad neoyorquina de finales del XIX y era una gran amiga del hijo del famoso John D. Rockefeller. «Era como mi hermana pequeña», solía decir el joven millonario. La temprana muerte de Bessie afectó muchísimo al único heredero del magnate del petróleo, probablemente la persona más rica del mundo en ese momento. Poco después, convenció a su padre para que donara una gran cantidad de dinero a los hospitales donde habían tratado a Bessie. Y años más tarde, él mismo donó el terreno donde se construiría el prestigioso centro contra el cáncer Memorial Sloan-Kettering, justo enfrente de la Universidad Rockefeller. Este centro, impulsado por otros dos magnates americanos, Charles Kettering y Alfred Sloan, de General Motors, es pionero en la investigación de inmunoterapia y futuras vacunas —de verdad— para tratar o prevenir el cáncer. Estás vacunas podrían considerarse una nueva versión de la idea que tuvo hace más de un siglo un joven médico de Nueva York después de intentar salvar a la joven Bessie: William Bradley Coley.

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