Ver a esos cuatro con pinta de Power Rangers en su parada de bus, en Raspilla, en medio de la nada, era la cosa más rara que habían visto en su vida. Bueno, la segunda más rara, porque, aunque el abuelo se tronchara de risa al ver sus caras, ellos nunca podrán olvidar aquella tormenta de agosto en la que llovieron sapos sobre los tejados de la aldea.
Manuel apretó fuertemente la mano del pequeño Alberto y se quedaron de pie al lado de la marquesina, el autobús no tardaría en llegar. Los cuatro desconocidos estaban sentados dentro. A Manuel se le estaba viniendo un tsunami de preguntas, llegaban descontroladas, empujándose, subiéndose unas por encima de otras. ¿Cómo habían aparecido de repente ahí esos personajes? ¿Y por qué estaban esperando el autobús? ¿Estaban esperando el autobús? ¿Y quiénes eran? ¿Y…? Tenía ya tantas preguntas en la boca empujando detrás de los dientes que no podría retenerlas por mucho tiempo, lo veía venir.
—¡Hola, soy Alberto! —Dijo con alegría el pequeño Alberto. Manuel miró a su hermano estupefacto. A él le explotaban las preguntas y no se atrevía a preguntar, mientras el Enano los saludaba como si estuviera acostumbrado a verlos ahí todas las mañanas. Alberto nunca dejaba de sorprenderlo.
—¡Hola! —Contestaron también los intrusos, salvo el más bajito, el de gafotas y camiseta verde, que estaba superconcentrado mirando el suelo, como si hiciera fotografías mentales. El chico pelirrojo que estaba a su lado le dio una patadita en el tobillo y, por fin, el bajito gafotas también dejó caer un hola distraído.
—¿Vais al instituto vosotros también con Manuel? —Siguió preguntando Alberto—. Yo me quedo en la escuela de Moropeche, que está antes. Con la señorita Beatriz.
Los cuatro desconocidos se miraron. Fue la niña más alta, que era guapísima —o eso le pareció a Manuel—, la que contestó.
—Hoy sí. Tenemos que usar vuestro laboratorio. ¿Os importa si os acompañamos? Así nos vais contando cosas de esta zona de monte tan bonita, nunca habíamos estado por aquí—. Y la chica desplegó una sonrisa que hizo que Manuel sintiera al mismo tiempo algo así como hambre y deseos de volar, todo junto y revuelto.
Era morena, alta, llevaba un peto azul vaquero con un gran bolsillo central del que sobresalían bolis, rotuladores, pipetas como esas que usaban en ciencias… Y miraba a su alrededor como si respirara por los ojos, absorbiendo todo lo que veía.
Entonces habló la que Manuel suponía que era la monitora, una chica mayor que los demás, pero demasiado joven para ser profesora o, menos aún, su madre.
—¡Hola, chicos! Os preguntaréis quiénes somos. ¿Qué tal si nos presentamos todos? Yo soy Missis Pi, aunque todos me llaman Misisipi, como el río.
Misisipi también era guapa, bueno no era eso exactamente, era elegante, muy elegante. Iba vestida como esas mujeres de las películas antiguas y hablaba muy dulcemente y muy bien.
—Yo soy Pipeta —dijo la niña del peto azul.
—¡Pipo! —Dijo el pelirrojo. Y patadita a su compañero.
—¡Ah, sí! —Y ajustándose las gafas, el chico bajito añadió—. Soy Piojo.
Y Manuel no tuvo más remedio que unirse a la ronda. Y aunque la verdad es que los cuatro chicos le parecían simpáticos, él era un poco tímido y solo acertó a decir:
—Manuel.
—¡Hola, Manuel! —Y otra vez sonrisa flash de Pipeta—. Somos el equipo Método. Método Científico, en realidad, pero todos nos conocen como el Equipo Pies. Estamos aquí por una investigación, tal vez os apetezca ayudarnos.
¿Investigando? ¿Pipeta, Piojo, Pipo, Mississipi? ¿Equipo Pies?
—Todos lleváis Pi en vuestro nombre, ¿es por el número Pi?
¡Vaya, ahora Manuel quería que se lo tragara la tierra! Esta vez la pregunta le había llegado tan rápido que no le había dado tiempo a retenerla antes de que saliera disparada y todos pudieran escucharla.
—¡Exactamente Manuel! —Piojo y Pipo se miraron asintiendo.
—¡Muy bien observado! Yo soy el experto del grupo en Observación. Todo lo miro, lo fotografío, lo mido, apunto. Por eso soy el miembro Ojo. Pi + ojo, ¡Piojo!
—Y yo entro en acción cuando Piojo me cuenta sus apuntes. Entonces pienso, pienso, y me arriesgo a formular una idea. Como tú ahora, que después de observar que todos nuestros nombres tienen Pi, has preguntado si era por el número Pi. Eso es una Hipótesis. Por eso yo soy el miembro Hipo. Pi + Hipo, ¡Pipo!
Manuel alucinaba en colores y Alberto llevaba ya un par de minutos con la boca abierta. Misisipi se acercó a su lado y le dijo:
—Pi es un número que andaba escondido entre circunferencias y los griegos, que eran matemáticos muy listos, lo encontraron. Pero Pi es muy pillín, está agazapado entre el 3 y el 4 y nadie lo conoce entero porque nunca se asoma del todo. Es por esto y, sobre todo, porque nos vuelve un poco locos, que es un número irracional. Tan fascinante que lo elegimos de nombre para nuestra página web: www.pi.es.
—Yo soy la última en entrar en acción —añadió Misisipi—. Cuando comprobamos que la hipótesis de Pipo es cierta, escribimos la conclusión, la Tesis. Muy limpia y ordenada y la presentamos adecuadamente al resto de compañeros científicos.
Alberto soltó a Manuel y le dio la mano a ella.
—Claro, porque tú lo explicas muy bien.
—¿Y tú? —Preguntó flojito Manuel—. ¿Pipeta?
—¡Porque lo peta! Ja, ja, ja —respondió Pipo bromeando, aunque también un poco en serio—. Ella siempre anda por los laboratorios entre pipetas, probetas, balanzas…
—Yo actúo después de que Pipo proponga alguna hipótesis con sentido —dijo Pipeta guiñándole un ojo a Pipo—. Me pongo a hacer Experimentos sin parar, en las mismas condiciones, uno detrás de otro, a ver si siempre obtengo lo que Pipo dice. Cuando todos los experimentos confirman la hipótesis de Pipo, se lo digo a Misisipi y ella ya se encarga de contarlo, así, en bonito.
Alberto, que continuaba de la mano de Misisipi, la miró y le dijo:
—Yo tengo una pipótesis. —Todos rieron su ocurrencia.
—Hipótesis, Alberto —le dijo dulcemente Misisipi.
—¿Y nos la vas a contar? —Preguntó Piojo francamente interesado.
—Yo creo que el Almendro Rosa —dijo señalando el único almendro que estaba frente a la parada de bus, precioso con las flores rosadas que parecían mariposas posadas entre las viejas ramas oscuras— se va a llenar de flores el viernes.
Todos se quedaron boquiabiertos. Alberto aún no tenía los siete años, de hecho, ni sabía las tablas de multiplicar, pero había expuesto su hipótesis con una claridad y seriedad tremenda.
—El lunes tenía unas cuatro flores en cada rama —continuó Alberto— y ayer dieciséis. Hoy cada rama tiene sesenta y dos o tres más. Yo creo que el almendro mañana tendrá casi una mitad y el viernes se habrá llenado entero.
—¡Bravo! —Pipeta se abalanzó en tromba hacia él, lo abrazó y lo levantó en el aire por encima de sus hombros mientras giraba tan deprisa que a Alberto se le iban los pies—. ¡Bravo Alberto!
Cuando por fin lo depositó en el suelo, Piojo lo miraba afirmando lentamente con la cabeza.
—Eres un crack —le decía Pipo. Y Mississipi volvió a darle la mano, se agachó hasta que sus ojos quedaron a la misma altura—. Ahora, Alberto, en el autobús, vamos a dibujar esta hipótesis tuya en un bonito gráfico, ¿quieres?
Claro que Alberto quería, no se había sentido tan importante desde, desde… ¡Nunca se había sentido tan importante!
Pipeta se acercó a Manuel y le dijo casi al oído:
—Creo que vais a ser los mejores ayudantes que podríamos tener.
Manuel logró a duras penas dejar de sentir que volaba y pudo preguntar:
—¿Qué habéis venido a investigar? Son los incendios, ¿verdad? —Otra vez sonrisa flash de Pipeta, otra vez había acertado. Dos terribles incendios asolaron Yeste. En el primero, él no había nacido, sus padres todavía eran novios, en 1994. Del siguiente hacía dos veranos, recordaba perfectamente el olor cuando volvieron de la playa. Y la tristeza de los troncos quemados. Pipeta le respondió:
—Piojo ha estado estudiando mucho tiempo la zona, ha utilizado sobre todo fotografía por satélite para estudiar el NDVI, el índice de vegetación de la zona doblemente incendiada, que es justo la vuestra. Pipo tiene una idea para la regeneración.
—¡Otra pipótesis! —Exclamó Alberto. Volvieron a reír todos, divertidos. El autobús ya asomaba.
—¡Bienvenidos al equipo! —Dijo Piojo. Y mientras el autobús frenaba y comenzaba a abrir sus puertas, Pipo lanzó lo que, sin duda, debía ser su lema: «¡Pies! ¿Para que os quiero?»
Y, a su llamada, subieron nuevamente riendo todos en tropel los escalones del autobús. Un capítulo nuevo empezaba.
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