Tenaz

Portada móvil

El problema de los puentes de Königsberg mantuvo entretenidos a los habitantes y turistas de esa ciudad prusiana durante años hasta que los más eminentes matemáticos de la época enfocaron su talento en resolverlo. Finalmente, el matemático suizo Leonhard Euler dio una solución general al problema que explicaba aquel caso particular y muchos otros más. La resolución de este enigma se considera el origen de la llamada teoría de grafos.

TEXTO POR FERNANDO ANTOLÍN MORALES
ILUSTRADO POR JOSÉ MORENO
ARTÍCULOS
MATEMÁTICAS | TEORÍA DE GRAFOS
1 de Julio de 2021

Tiempo medio de lectura (minutos)

Cuando vislumbró las murallas de la ciudad, sus ojos se empañaron. Hacía ya dos días que había terminado el último currusco de pan y tan solo llevaba consigo el par de muletas de madera de haya que le había dejado padre poco antes de morir. Eso y la medallita de la virgen que le había colgado su madrastra al dejar el pueblo, para que la cuidase. Se sentía afortunada porque en todos los cuentos que escuchaba desde niña las madrastras eran siempre unas brujas que exudaban crueldad y, aparentemente, a ella le había tocado la única amable de todas. Era prodigioso cómo había logrado devolver un poquito de luz a su vida y a la de su progenitor.

Con paso accidentado fue poco a poco recortando la distancia que la separaba de las puertas de Königsberg. En el trayecto, varios conductores le escupieron sus miradas de desazón por su andar trastabillado, lo que la hería profundamente, pues fue precisamente un carro de esos modernos el que había dejado su tibia como la tenía. Pese a aquellos contratiempos, su corazón latía ilusionado, no solo por la esperanza de llenar el estómago, sino también porque en las inmediaciones de la ciudad prusiana ya se sentían los nuevos tiempos. Corría el año 1700 y olía a futuro.

Ya intramuros, el ritmo trepidante de los locales inspiró su paso, que se aligeró todo lo que le permitieron los juanetes. Con su don de gentes y el salero que había heredado de madre, no tardó en encontrar quien le riese un par de gracias, se dejase pulir las botas de domingo y le soltase suficiente para echarse algo a la boca y no desfallecer. Ciertamente, la ciudad parecía un lugar lleno de oportunidades.

Lo de dormir en las calles sí que resultaba peor que en el campo. Durante las largas jornadas de travesía ya había acostumbrado su espalda a echarse a la intemperie, pero ahí los adoquines se clavaban en el lomo y el penetrante olor a orín resultaba nauseabundo. No es de extrañar que decidiese achatar las horas de sueño y estirar las de vigilia. Mientras tanto, gustó de practicar uno de los pasatiempos más populares entre la gente del lugar.

El juego era sencillo: se debía recorrer la ciudad de manera que se atravesaran todos sus puentes, sin poder cruzar el mismo dos veces, regresando al punto original.

Había escuchado que algunos decían que conocían a alguien que lo había conseguido. La mayoría, sin embargo, coincidía en que era imposible. En todo caso, nadie se atrevía a asegurarlo.

La ciudad estaba atravesada por el río Pregolia, de aguas mansas y algo menos claras al abandonar la ciudad que al entrar en esta. En el centro había dos islas que se conectaban entre sí por un puente. Además, una de ellas tendía otro a cada una de las orillas, mientras que la otra tenía edificadas dos pasarelas a cada lado. En resumidas cuentas, en cada una de las riberas había tres puentes, dos que cruzaban a la isla principal y el tercero que permitía el paso a la otra ínsula. Además, estaba aquel que conectaba los dos islotes. Recorrer todo aquel laberinto daba lugar a un montón de itinerarios diferentes, por lo que parecía razonable que aquella distracción hiciera cosquillas en la curiosidad de propios y extraños.

Los vecinos empezaban a mirarla con pena, pues pese a que aquellas sólidas ramas de haya le ofrecían buen sustento, las dificultades que tenía para desplazarse eran obvias. Si bien su gracia y su sonrisa proyectaban al universo un vivir despreocupado, ni siquiera los gruesos y mugrientos harapos lograban esconder las muecas de dolor que se le escapaban de vez en cuando. Nadie se extrañó cuando dejó de trajinar tanto y se instaló permanentemente en la orilla sur del Pregolia. Sin embargo, estaba lejos de rendirse.

Sus fuerzas le flaqueaban, sí, pero si algo le había enseñado su bendita madrastra era a hacer de la dificultad virtud. Por primera vez hizo lo que no había visto hacer a nadie desde que había llegado: sentarse y pensar. La vida activa de la ciudad invitaba a moverse, a patear aquellos adoquines, a inocularse de aquel dinamismo que empujaba a cruzar una y otra vez aquellos puentes. Sin embargo, no tardó en darse cuenta de que ya tenía las calles de Königsberg grabadas a fuego en su mente y que no era necesario erosionar más la madera que le había legado padre para imaginar su trayecto por el casco urbano.

Como debía estar atenta al paso de la opulencia para conseguir así algunos cuartos, era de fácil despiste. Aun así, siempre encontraba algunos minutos al día para poder darle al coco con aquel endiablado enigma. No pasada una semana llegó a su primera conclusión, que resultaría ser el germen de su descubrimiento.

Si ella empezaba en su orilla, como esta tenía tres puentes, primero debería cruzar uno y llegar a alguna isla. Más tarde, en algún momento, debería volver a llegar ahí para atravesar algún otro de los puentes restantes. Finalmente, debería volver a marcharse por el puente que quedaba. Es decir, si empezaba el recorrido donde estaba, era imposible que terminase ahí, en el mismo sitio.

Pocos minutos después, en la siguiente pausa que hizo después de encadenar tres clientes ingratos que le pagaron mal —además de adornarla con un par de insultos de esos que siempre recibían las mujeres de su clase— se dio cuenta de que en la otra orilla debía pasar exactamente lo mismo. Al fin y al cabo, allá había otros tres puentes conectados a las islas. Así que, si se comenzaba a caminar desde el norte tampoco podría terminarse allí.

Salir. Entrar. Salir. Otra vez igual. En la isla con menos puentes se repetía la misma situación. Desde ese lugar también sería imposible resolver aquel puzle que ya formaba parte del folclore. Solo en la isla principal había una cantidad diferente de puentes, pero se inclinó por razonar de aquella misma manera que tan bien le había funcionado. Primero, salir de la isla. Luego, regresar a la isla. Ya iban dos puentes. Ahora, volver a cruzar fuera para más tarde retornar. Con eso ya eran cuatro. El último puente debía de utilizarse obligatoriamente para marcharse. Tampoco podía recorrerse todo el trazado empezando por ahí.

Lo había conseguido. Había resuelto el famoso problema antes que nadie. Se incorporó y voló por la ciudad gritando al mundo su proverbial victoria. Sus pies apenas besaban el suelo y, cuando lo hacían, eran las muletas las que resultaban innecesarias. Al rato, evidenció que los gritos de júbilo que ella había previsto por parte de todos los viandantes no fueron más que miradas frías de recelo. Si pudiera haber visto lo que había en sus cabezas habría confirmado que su género y sus andrajos la descartaban automáticamente para ser tomada en serio.

Se preguntó cuántas personas antes que ella podrían haber resuelto ya aquel problema. Al fin y al cabo, aunque se sentía muy orgullosa de su hallazgo, la respuesta no parecía ser tan difícil. Estaba claro que solamente cuando un hombre de reconocida clase o talento diese con su solución, la gente podría empezar a escuchar.

A ella, en todo caso, si le preocupaba algo era el pan y no la gloria, así que siguió viviendo sus días con normalidad. En esto, comenzó a preguntarse si al menos no podrían cruzarse todos los puentes sin necesidad de regresar al punto original y de forma similar a la anterior, y llegó a la conclusión de que también debía ser imposible. Se dio cuenta de que, si en un lugar había tres o cinco puentes, el recorrido debía o bien terminar o bien empezar ahí, es decir, o entrar-salir-entrar o bien salir-entrar-salir. No había otra. Y era imposible que, habiendo cuatro zonas diferentes, las cuatro fuesen el origen o el fin del trayecto. Por lo tanto, el problema tampoco podía resolverse quitando esta condición.

El tiempo, implacable como gusta de ser, borraría su recuerdo y el de tantos personajes anónimos que pudieron o no resolver este misterio. Por llevarse, se llevó también, fruto de la incomprensión, el odio y las bombas, algunos de los puentes que inspiraron este rompecabezas de la ciudad que hoy por hoy se llama Kaliningrado. En todo caso, en la actualidad celebramos el talento de Leonhard Euler, quien pasó a la historia como la primera persona en resolver este enigma. Si fue el auténtico pionero o no, poco importa, pues en el mundo del conocimiento no basta solo encontrar la solución sino también convencer al resto del hallazgo y divulgarlo.

 

Referencias

Calinger. 2019. Leonhard Euler: Mathematical Genius in the Enlightment. Princeton University Press

 

¡Nuevo Principia Magazine ya disponible! Visita shop.principia.io

 

Deja tu comentario!