El sótano del doctor Leblanc

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Primer premio del VIII concurso científico-literario dirigido a estudiantes de 3º y 4º de ESO y de Bachillerato, basado en la novela Un verdor terrible, de Benjamín Labatut. Certamen organizado por la Escuela de Máster y Doctorado de la Universidad de La Rioja.

TEXTO POR ALBERTO GALIANA SÁENZ
ILUSTRADO POR AIDENLIE
ARTÍCULOS
PRIMERA GUERRA MUNDIAL | QUÍMICA | RELATO
29 de Julio de 2021

Tiempo medio de lectura (minutos)

Después de escuchar el chirrido del último peldaño de la escalera que subía al recibidor de mi morada, abrí la puerta. El frío viento de la calle me sacó de mi ensimismamiento. En cualquier otra ocasión me hubiera sacudido el pelo y hablado con una sonrisa despreocupada sobre el movimiento de distintas masas de gas que, debido a la temperatura, se habían confabulado para sacarme de mi mundo de fantasía, pero no aquel día, aquel día estaba molesto.

Cuando conseguí abrir la puerta en contra del viento, para rematar la faena, un pedazo de nieve me golpeó en la coronilla. Después de sacudirme la nieve y acomodarme el abrigo, levanté la vista. Era una costumbre que había acuñado desde mi llegada allí, aunque siempre con los mismos decepcionantes resultados. Vislumbré de nuevo la misma calle principal cubierta de nieve de aquel pueblo de nombre impronunciable. Aunque la mención de la nieve es innecesaria, porque si algo sobraba en aquel lugar, era la nieve.

Giré la cabeza para encontrarme con un jovencito local, de unos cinco o seis años que, como todas las mañanas, se acercaba a mí sonriendo y exclamando «¡Kofie! ¡Kofie!», mientras llevaba en sus manos una taza metálica con lo que yo supuse, era café. Lo recibí con una sonrisa y, como cada mañana, acepté su obsequio. El niño corrió después rápidamente a guarecerse entre las faldas de la mujer que lo cuidaba. No sé decir si era su madre, nunca pude preguntárselo por mi nulo dominio de la lengua, pero lo percibía como un enigma interesante. La primera vez que conocí a este extraño dúo fue hace unos meses, cuando acababa de llegar. Estaba, como siempre, apoyado en la jamba de mi puerta viendo el cielo nublado que vertía nieve sin parar, cuando escuché un llanto. Al buscar con la mirada al emisor de semejante alarido di con este jovencito que parecía haberse quemado la mano con la cafetera que la mujer que lo cuidaba dejaba calentándose en una estufa en la ventana. La mujer le gritaba en su lengua y desde luego parecía muy enfadada, cosa que por cierto me hizo tenerle un respeto firme. En ese momento me acerqué a su puerta y después de una mirada inquisitorial de la mujer, al ver un bote de ungüento entre mis manos, me dejó pasar. Esta pomada, a base de hipérico, cera y manteca era un estupendo remedio tradicional para las quemaduras que aprendí de mi madre durante mi infancia, aunque fue más tarde, durante mis estudios en Viena, cuando aprendí sobre los efectos analgésicos y antibióticos de la hipericina. Durante los siguientes días, desde mi puerta, observé como el niño rehuía la cafetera causante de su herida y del regaño de su cuidadora. Aunque a los pocos días pareció olvidarse del incidente y volvió a corretear por todo el lugar descuidadamente. Desde entonces, todas las mañanas cuando me veía, me acercaba una taza de café.

Di el primer sorbo del día. El negro engrudo entró en mi garganta y me calentó instantáneamente. El sabor era poco agradable, pero no importaba. Desde mi pequeño puesto de vigilancia continué observando la calle. Pronto dobló la esquina la siguiente atracción de mi diaria visita a la exposición de especímenes que ofrecía este pequeño pueblo. El Camarada entró en escena con su pecho henchido y acomodándose su largo abrigo de funcionario del partido. Por lo que llegué a saber, era una vieja gloria de la revolución venida a menos que parecía dirigir, con su presencia, el funcionamiento del pueblo. Era un hombre mayor, con perfil de buen comedor y bebedor empedernido. Llevaba un abrigo de piel largo y desaliñado, que puede que fuera imponente hacía veinte años, aunque a mis ojos era más bien patético. En la solapa llevaba algún tipo de galardón militar que nunca pude distinguir porque el Camarada nunca se paró a menos de cinco metros de mí. La única condecoración rusa que yo conocía era la llamada Orden de Lenin, aunque dudo que un delegado del partido en un pueblucho industrial como este hubiera recibido tan alta condecoración. De todos modos, presumía de ella como si lo fuera.

Siguiéndolo de cerca estaba la Lapa, también conocido por algunos como Herr Strauss, un señor alemán que nadie conocía del todo, pero que era el ojito derecho del Camarada. Aunque si este se descuidaba, Herr Strauss podía llegar a ser hasta más parásito que él mismo. De nuestras conversaciones extraje dos conclusiones relevantes: en primer lugar, que había tenido que dejar su patria por un pequeño desacuerdo de negocios; y, segundo, que me resultaba insoportable. Este compatriota mío era, por desgracia, mi único medio de comunicación con los locales. Cuando llegué al pueblo me recibió con cierto desprecio y condescendencia, aunque esto cambió al ver mi cartera. Él era el que me había alquilado el sótano en el que residía y me conseguía aquello que le solicitaba para mis experimentos a cambio de un puñado de billetes. Se detuvo un momento y me hizo un signo con la mano, indicándome que volvería más tarde. Yo le despaché con un movimiento de cabeza y él prosiguió su camino tras la estela del Camarada. Mientras le veía alejarse, no dejaba de preguntarme cuál era exactamente su función en aquel lugar. Supongo que, dentro de ese pequeño microecosistema social, como en todo ecosistema que se precie, tenemos, al lado de productores y consumidores, un número creciente de aspirantes a parásitos.

Mientras apuraba el café, dirigí mi mirada al final de la calle. Los obreros que trabajaban en el turno de noche de la fábrica se dirigían renqueantes hacia el pueblo. No podía distinguir cuantos eran por la tormenta de nieve, pero este pequeño acontecimiento me hizo percibirlos como una especie de superhombres que avanzaban a pesar de las dificultades, en medio de sus propias tormentas. En cuanto vislumbró la riada de trabajadores que se acercaban, la mujer de enfrente, junto al niño pequeño comenzó a disponer sus utensilios. La señora, con una mirada de decisión en los ojos, dispuso un pequeño mostrador con una cazuela, mientras el pequeño le acercaba un cazo. Ya llegaba el momento destacado de mi sesión diaria de observación de la vida de este recóndito lugar. Los obreros tendían sus escudillas a la mujer, que las llenaba con un engrudo de mal aspecto una tras otra. Su eficiencia era sorprendente, y no podía sino quedarme embobado mirando como la vida se desarrollaba a mi alrededor. El proceso era simple, pero hipnotizante. En mi abstracción, siempre dedicaba un momento a pensar en estas gentes sencillas que vivían el día a día a su manera. En mi juventud puede que me hubiesen sugerido pena, pero ahora no siento por ellos más que admiración y un poco de envidia, porque a veces desearía poder salir de mi sótano y vivir la vida como ellos. Los obreros traían consigo un olor característico, agradable, como de cereal recién segado. Olor que me hizo girar la cabeza con horror la primera vez que lo olí en aquella calle. Era un olor característico que yo había olido muchas veces antes durante mis estudios sobre los compuestos clorados en Viena. Era el olor del fosgeno, un interesante componente químico de cloro y carbono que había presenciado sintetizar en una conferencia, allá por los años 30, a partir de monóxido de carbono y cloro. Esa fascinación se tiñó de horror en el momento en el que vi como un pequeño roedor moría por este gas venenoso. La naturaleza de la fábrica me hacía sentir incómodo. Después de la convención de Ginebra y del infierno de la guerra química en las trincheras de la Gran Guerra, parecía que no habíamos aprendido nada. ¿Para qué servían las imprecisas leyes de los hombres si ni siquiera ellos eran capaces de cumplirlas?

En ese momento, Herr Strauss se acercó. Llevaba un pequeño sombrero y un bigote bien recortado. Se dirigió a mí en su acento refinado y condescendiente que tanto me molestaba.

—Buenos días, doctor Théofilus. Aquí le traigo el preparado de ácido clorhídrico que necesitaba —me dijo tendiéndome una botella envuelta en papel. Théofilus, detestaba ese nombre, y él lo sabía.
—Prefiero doctor Leblanc, gracias —dije de manera cortante—. Supongo que no le habrá sido muy difícil conseguirlo, ya sabe usted, teniendo la fábrica al lado —añadí.
—No sé de qué me está hablando, señor —dijo con aire de suficiencia—. Ya sabe usted que lo que hay en este pueblo es una fábrica de conservas en lata que gracias al camarada Vasilíev, el Partido regional tuvo a bien situar aquí.
—Desde luego caballero —respondí yo con ironía.

Me di media vuelta e hice ademán de entrar en el edificio. Me detuvo con un brazo y dijo:

—¿No se le olvida algo?

Metí la mano en mi abrigo, saqué un puñado de billetes y le golpeé con ellos en el pecho con más fuerza que la que pensé aplicar en un principio. Distraído con su botín, supongo que decidió no proferir queja alguna. El dinero nunca fue para mí una prioridad, siempre lo vi como un medio para seguir con mi vida y mi investigación, y aunque esta transacción me lo permitiese como cualquier otra, a decir verdad, dejar mi dinero en manos de semejante lacra me pesaba más de lo que estaba dispuesto a reconocer.

—¿Me dejará ver algún día lo que hace ahí abajo? —preguntó.
—No, señor —respondí mientras le cerraba la puerta en las narices.

Caminé hacia la escalera de metal que llevaba al sótano en el que vivía. La escalera, cubierta por una desconchada capa de pintura blanca, hacía un chirrido característico que me resultaba agradable, y sobre todo me daba la sensación de estar por fin en casa. Seguía pensando en mi breve diálogo con la Lapa, la limitación lingüística era un problema que en esa situación no sabía atajar. Durante mi infancia había aprendido mi lengua materna, el alemán, además de inglés y francés. Desde luego, nunca se me ocurrió que necesitara aprender ruso para sobrevivir en mi futuro. Aunque el alemán era mi lengua materna, el idioma que más disfrutaba hablar era el francés, que mi madre me había enseñado. No estoy seguro del porqué, es posible que la lengua me transportase a la infancia que añoraba. Ella era una joven francesa que en 1908 había conocido a un señor alemán, mi padre. De su matrimonio nací yo, Albert Théofilus Leblanc. Leblanc no es mi apellido de nacimiento, pero me lo cambié por el de mi madre cuando era joven, en lo que recuerdo como una etapa artística. Mi segundo nombre, aunque no me agradaba, lo conservé por respeto a mi padre, a quien estimaba tanto como temía. Residí en Viena durante unos cuantos años, donde hice mis estudios en química y biología. Hasta el comienzo de esta condenada guerra, mi vida era feliz, cómoda y sencilla. Pero una serie de acontecimientos marcados por el conflicto y la persecución me obligaron a dejar mi patria y aquí he terminado, en un pueblo perdido y refugiado en un sótano lúgubre.

Desde luego, aunque esté mal que yo lo diga, conseguí hacer de ese sótano un lugar bastante habitable. Cuando llegué había una pequeña estufa y un catre, y todo el espacio restante estaba repleto de viejos muebles, seguramente anteriores a la revolución. No me dio pena quemar muchos de ellos para calentarme. Aunque conservé los más convenientes para mi uso personal. Traje algunos de mis efectos personales en cinco grandes maletas. En su mayoría libros, que a estas alturas he leído demasiadas veces. Además de un suministro de hojas de papel, útiles de escritura y tinta. Mi más preciada maleta era la que cargaba con los pocos utensilios de laboratorio que pude llevar conmigo. Entre ellos, mi preciado microscopio, unos matraces, vasos de precipitados y otros útiles esenciales. Los productos químicos los he ido acumulando a base de tratos con la Lapa. Sin embargo, mi mayor pesar fue que mi telescopio no sobreviviera al viaje. A la larga no es tan dramático, ya que no podría usarlo en las frías noches de tormenta, con el cielo nublado. Pero ver cómo los delicados vestigios de una época que me había visto obligado a dejar atrás se escapaban entre mis dedos provocó mi primer llanto genuino desde que llegué aquí. El primero pero no el último.

Mi trabajo me ocupa la mayor parte del tiempo, pero debido a las limitaciones de material y recursos, experimentos rutinarios se alargan semanas. Me siento como un niño, incapaz de hacer nada por mí mismo, sin el permiso del Camarada o la Lapa. Pero trato de ocupar mi tiempo como puedo y he llegado a límites curiosos para entretenerme. Cuando los evidentes libros se hicieron muy rutinarios para mí, comencé a realizar dibujos anatómicos y esquemas, con los que empapelé las paredes. Gastaba mi tiempo en mejorar mi técnica con el carboncillo, aunque pronto me aburrí sin nada más que dibujar que las tristes cuatro paredes de mi celda, que ya se me presentaba más como una prisión en la que, sin saber cómo, me había quedado encerrado.

Todas las mañanas me levantaba después del amanecer por los rayos de sol que me alumbraban la cara, procedentes de un pequeño ventanuco que daba a un callejón perpendicular a la calle principal. Un día, a través de la ventana, empecé a ver a un pajarillo. Una pequeña ave que se movía a saltitos en mi ventana. Con un pecho de color marrón rojizo y plumas marrones y blancas, parecía alimentarse de algún tipo de insecto que había por allí. La ornitología nunca fue una afición que me interesase, y con mi limitado conocimiento, no podía sino intentar adivinar qué clase de ave era. ¿Un chorlo quizás? Ese día le di unas migajas de pan duro y tras comérselas todas, salió volando. El pájaro continuó viniendo todas las mañanas y repetíamos el mismo ritual. Comencé a dibujar retratos del ave, de su plumaje, de sus alas. Imaginaba su anatomía, observaba su comportamiento y tomaba notas. Durante esos breves momentos era feliz. La satisfacción de observar un fenómeno tan insignificante, pero a la vez tan complejo y hermoso, encendía mi espíritu científico y me levantaba el ánimo.

Embriagado de mi nuevo optimismo decidí emprender una nueva etapa. Así me aventuré más allá de mi reclusión para tomar muestras que me interesasen. De este modo tomé distintas muestras de charcos y estanques que había por allí, ante la atónita mirada de los vecinos, a quienes saludaba con una sonrisa. Tras una semana de cultivo con comida y calor al lado de la estufa, preparé aquel mejunje nauseabundo con mis escasos recursos y con mi microscopio me asomé a un nuevo mundo. Un pequeño ecosistema acotado por mí mismo. Vi toda clase de seres fascinantes. Enormes amebas que fagocitaban a incautos paramecios, vorticelas saltarinas y algunos euglenoideos que deambulaban por mis placas. Así me sumergí en mi propio mundo, no lo planteé como una forma de huir de mi vida insatisfactoria en un principio, sino como una interesante experiencia de estudio. Pero pronto me di cuenta de que ese pequeño mundo que había creado para mi disfrute, y que observaba desde mi cielo de cristal, no era sino un fragmento del mundo mismo que intentaba dejar atrás, con sus mismas injusticias, la misma violencia, un mundo natural fascinante de observar porque creemos que lo hemos trascendido. No es así. Maldecía a mi cerebro por no poder parar de relacionar lo que veía con mi triste realidad. Los obreros del pueblo, casi ganado para sus amos que decían velar por ellos, son consumidos sin descanso por estos. La mujer de enfrente que vive en su mundo de producir sin ver nunca por sí misma. El Camarada como el depredador máximo de nuestro pequeño ecosistema que se aprovechaba de todos y la Lapa que se aprovechaba de él. El niño que no podrá desarrollar su potencial natural en esta situación. Todos estos pensamientos me rondaban la cabeza y para variar me sumieron en un nuevo estado existencial.

Así comencé a escribir ávidamente. Volqué mis pensamientos y mis dudas en montañas de hojas hasta que se terminaron, de ahí en adelante continué hablando con mi compañero matutino sobre lo que me preocupaba. El pajarillo me miraba con curiosidad mientras yo luchaba por mantener mi optimismo con respecto a mi situación. Me preguntaba con cierta amargura por qué el destino parecía reírse de mí, empeñado en acabar con mi felicidad. Continuaba con mis experimentos y diariamente documentaba mis exiguos hallazgos. ¡Cuánto echaba de menos los medios de mi antiguo laboratorio! Añoraba las intrincadas formas que se proyectaban, deformadas al mirar a través del cristal de mis tubos de serpentina y las enormes galerías acristaladas que llevaban a mi antiguo laboratorio, por las que adoraba pasear distraído, mientras observaba el juego de sombras que las hojas proyectaban desde los enormes árboles de la calle.

Estos pensamientos anidaban en mi mente hasta esta mañana. Esta mañana me había despertado de madrugada, como de costumbre, solo para darme cuenta de que mi pequeño compañero no estaba por ninguna parte. Estuve tendido en mi catre durante una hora más esperando a mi colega, dispuesto a perdonarle su retraso, pero el pájaro nunca llegó. Esta alteración fue la gota que colmó el vaso y liberó toda la frustración que acumulaba. Tampoco pedía tanto, ¿verdad? Quiero decir, solo quería seguir con mi trabajo, solo quería seguir aprendiendo. ¿Por qué no lo entienden? Me dije a mí mismo al borde de las lágrimas. ¿Por qué la realidad me impedía ser feliz? Grité, mientras arrugaba desesperado unos esquemas y volcaba mi escritorio. Tras unos momentos de respiración me tranquilicé y avergonzado por mi infantil reacción subí las escaleras y asomé la cabeza por la puerta para buscar aquella botella de ácido clorhídrico. Tras esa explosión emocional, mi observación diaria de la vida del pueblo me tranquilizó. Me hizo mirar todo con un poco más de perspectiva. Pero aun así esa noche me fui a la cama pronto y con la cabeza llena de preguntas.

A la mañana siguiente no me levanté temprano. No tenía ganas de hacerlo. Esa rutina que me había mantenido cuerdo hasta entonces ya no funcionaba y me dolía la cabeza. Por primera vez desde que llegué allí tenía ganas de salir, de asomarme y sentir el frío, tenía ganas de salir de la prisión que me había construido, ganas de buscar el sentido que había más allá de aquella eterna tormenta de nieve.
Cuando me asomé por la puerta tuve cuidado de esquivar el pequeño montón de nieve que se acumulaba en el dintel y que caía sobre mi cabeza de forma inevitable, pero ese día no hubo nieve. El cielo estaba nublado, pero en calma. A pesar de mi nula tendencia a la superstición, debo decir que me resultó casi un mal presagio.
Pude ver a la mujer de enfrente que comenzaba a disponer su mostrador para su servicio diario, al niño correteando cerca suyo. El viento soplaba y su sonido era el único que rompía el silencio de la avenida. En el extremo del callejón, alcancé a ver al extraño dúo del Camarada y la Lapa. Este último parecía nervioso y le susurraba algo al oído al Camarada. Se apresuraron y doblaron la esquina. Giré entonces la cabeza hacia la fábrica de gas y no encontré actividad inusual ninguna. La vida del pueblo se desarrollaba en toda su gloria, en toda su belleza.
Fue entonces cuando el ruido atenuado de un avión resonó en mis oídos. Miré extrañado hacia el cielo, que comenzaba a despejarse. El eco hacía resonar las hélices entre las montañas cercanas, me quedé hipnotizado, tratando de encontrar la máquina voladora con la mirada. Entonces cayó la bomba. El tiempo pareció ralentizarse a mi alrededor y pude ver cómo el letal artefacto se acercaba, mientras yo no podía hacer nada. El tejado de la casa de enfrente se derrumbó por la explosión. Perdí de vista a la mujer y al niño por la ligera niebla que levantó el polvo de la bomba que, junto al vapor sublimado de la nieve, hacían de la escena algo casi espectral. La sinfonía letal de las bombas intentaba llegar a mis maltrechos tímpanos, pero yo no la oía. Mareado, avancé a trompicones hacia la escalera blanca que llevaba hasta mi sótano. Allí, con mis últimas energías y en un estado de pánico absoluto, atranqué la puerta con fragmentos todavía no quemados de los muebles que tenía. Exhausto, pero con la adrenalina corriendo por mis venas, llegué a apoyar mi espalda en una pared. Allí me quedé unos minutos, respirando. En cuestión de un instante, el mundo que me fascinaba, que me mantenía vivo, había llegado a su fin.

Sumido en el terror, estuve apoyado en la pared durante lo que parecieron horas, aunque no estoy seguro de cuantas, mi percepción del tiempo estaba distorsionada y mi cabeza era un hervidero de preguntas. La primera de ellas era ¿por qué? No lograba entender lo que ocurría, pero solo podía pensar en el niño, juraría que justo antes del momento fatal, estaba tomando una taza de café para alcanzármela, como cada día. ¿Cómo era posible que algo tan bello como un avión, la culminación de la ciencia y la tecnología que tantos sueños había cumplido pudiera usarse para algo tan atroz? Cuando la tormenta se detuvo, estuve unos minutos escuchando el sonido de mi propia respiración, hasta que escuché un sonido familiar. Era la voz de Herr Strauss, la cadencia y tono en alemán le delataban. No lograba entender lo que decía, aunque hablase en mi propia lengua, pero el tono de pánico se notaba en cualquier idioma. Escuché entonces como la verborrea que tanto me molestaba era rápidamente cortada por un disparo.

Impactado, me levanté y me asomé por el ventanuco. Un destacamento de soldados alemanes había acorralado al Camarada, y Herr Strauss yacía muerto, sin importar lo que hubiera podido decir o cuanto hubiera podido pagar. Su cuerpo se encontraba a unos metros de mi ventana. Tenía un fajo de marcos en la mano, manchados de sangre. ¿Habría tratado de comprar a los soldados? Mi primer impulso pensé que sería vergüenza o incluso alivio, pero me sorprendí sintiendo una tristeza asfixiante. Con un nudo en el estómago, e inmóvil por el impacto, continué observando. Miré cómo el oficial alemán, que llevaba en el cuello de la chaqueta, un brillante emblema de las SS le dirigía unas últimas palabras al Camarada. Este, antes de morir profirió un lema sonoro, con convencimiento, alguna consigna de la revolución que no llegó a terminar, porque la Luger del alemán fue más rápida.

Después de presenciar este horrible espectáculo, me dejé caer en mi catre y acurrucado, me llevé las manos a la cabeza, casi al borde de las lágrimas. Incluso yo, que presumía de tener una cabeza fría, no era capaz de ordenar mis pensamientos, y mucho menos expresarlos en palabras. No entendía toda aquella violencia, toda aquella guerra. Quería comprender cuál era mi papel en todo esto. ¿Lo tenía acaso? Siempre me había percibido a mí mismo como un científico más que, como tantos, estaba enfrascado en su labor, como un eslabón más de la larga cadena de la ciencia de la que estaba tan orgulloso. Deseaba que mis hallazgos, la alegría y pasión que había volcado en ellos, transmitieran felicidad y amor por la humanidad que intentaba mejorar con mi humilde labor. Pero la realidad que no deseaba aceptar me golpeó de lleno. Mi vida había sido una mentira cuya única contribución había sido borrar de la existencia a tantas vidas inocentes.

Escuché una gran explosión en la distancia y los ruidos de los motores alemanes alejándose. Me acerqué la puerta que daba a la calle, dejaba atrás mi propia vida, mi subconsciente y mis deseos con cada peldaño que subía. El chirrido de la puerta anticipó un repentino ataque de felicidad, la fábrica estaba en llamas. El gas tóxico seguramente se expandiría lentamente por todo el pueblo, ya arrasado por las bombas, y acabaría con mi triste vida. No pude evitar reírme, era una casualidad cruel que mi verdugo fuera el mismo gas venenoso que había estudiado. Así, me senté sobre un trozo de escombros y esperé.

En ese momento escuché un llanto, un llanto que rasgó el silencio que inundaba el pueblo, condenado a tan amargo final. Yo ya había escuchado ese llanto antes. Giré la cabeza y vi movimiento entre unos cascotes. Sin pensarlo, corrí hacia allí y desenterré al muchacho. Tenía un rasguño en la cabeza, pero estaba consciente. Entonces nos paramos y nos miramos a los ojos. El jovencito lloraba y yo también. Supongo que ninguno sabíamos por qué exactamente. Entonces me di cuenta. Todo estaba tan claro en ese momento, que tomé al niño del brazo y le guie hasta mi laboratorio. Ya no estaba adentrándome en una mazmorra, no estaba descendiendo los peldaños de nuevo hacia el infierno de mi propia mente. Porque tenía un objetivo.

El niño continuaba llorando sin parar. Entonces, tal como hacía mi madre, comencé a hablar en francés, con un tono suave y jovial, aun a sabiendas de que el joven no me entendería. Le hablé de mi pasado, de la naturaleza y de los animales y plantas que la habitaban. Deseaba que mis palabras le transmitieran todo lo bueno del mundo. Eventualmente dejó de llorar y pasó a mirarme con curiosidad e intriga. Mientras hablaba, corría de un lado a otro, buscando los materiales necesarios para fabricar algo que pudiera salvarnos. Tomé un puñado de cenizas de los muebles quemados y un jarro de agua. Volqué y rebusqué en mi baúl de materiales hasta que lo encontré, un botecito pequeño de carbonato de potasio.

Creo que la alegría que se reflejó en mi rostro fue capaz de trascender todas las lenguas y el niño pareció esbozar una sonrisa. Tras un breve momento de admiración, volví a mi trabajo. Iba lo más rápido posible, recorté de mala manera unos pedazos de tela y comencé a preparar mi deseada solución. Mezclé el carbonato de potasio con las cenizas de ese carbón vegetal que había tomado y me apresuré a adecuar el resultado final para su uso. Una máscara de gas, bueno, algo parecido. Fue lo primero que se me ocurrió, con un pequeño filtro de carbón activado con el carbonato de potasio, debería proteger al niño de los tóxicos efluvios del gas.

Me sequé el sudor de la frente y observé mi obra con orgullo, pero no había tiempo para admirarla. Tomé al jovencito entre mis brazos y le ayudé a subir a la superficie. Sin dejar de hablarle, le coloqué la máscara en la cara. Se la acomodé con cuidado y con mi mirada le transmití que no debía quitársela bajo ningún concepto. Pareció comprenderlo, porque no volvió a llorar. Entonces le aupé y le dejé en el lugar más alto que encontré. Sabía que la densidad del gas le hacía quedarse cerca del suelo y decidí aumentar las precauciones. Antes de darme la vuelta, quise decirle algo, quería decirle lo mucho que me había ayudado. Así puse toda mi gratitud en una de las pocas palabras que conocía en su idioma: «spasiva». Y me di la vuelta sin mirar atrás.

En ese momento, me apoyé en uno de los pedazos más grandes de escombros y esperé. Sabía bien que no había manera de huir, ni podía esconderme de ninguna manera. Hacía tan solo diez minutos había tomado la misma decisión y me había sentado a esperar en el mismo sitio. Pero ahora lo hacía con una sonrisa, porque había encontrado la respuesta a mi pregunta. Esos últimos diez minutos acababan de dar sentido a toda una vida de búsqueda y sacrificio. Porque en un mundo que surge de la violencia y marcha irremediablemente hacia ella, la ciencia me había permitido salvar una vida. Mi trabajo y el de los que me precedieron, habían culminado en todo su sentido en ese momento. Porque no es la guerra ni la crueldad lo que nos define como especie, sino esos pequeños y antinaturales actos de amor.

Recostado, alcé la vista con una sonrisa. En una de las ramas de un árbol desnudo, que ya comenzaba a mostrar las primeras yemas de la primavera, estaba mi pequeño amigo. El pajarillo me miraba con curiosidad y yo le miraba a él. No se movía, estaba cómodo, en su rama alta y a salvo del gas. Ahora que lo pienso, también partió justo antes de que cayeran las bombas. Mientras jugueteaba con la idea del talento natural de este pájaro para evadir la fatalidad, exhalé por última vez.

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