Todo lo invisible para mis ojos

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Tercer premio ex-aequo del VIII concurso científico-literario dirigido a estudiantes de 3º y 4º de ESO y de Bachillerato, basado en la novela Un verdor terrible, de Benjamín Labatut. Certamen organizado por la Escuela de Máster y Doctorado de la Universidad de La Rioja.

TEXTO POR MARTA LÓPEZ BASTIDA
ILUSTRADO POR PAULA CUÁNTICA
ARTÍCULOS
FÍSICA | FÍSICA CUÁNTICA | SCHRODINGER
15 de Julio de 2021

Tiempo medio de lectura (minutos)

Si alguna vez preguntas a una persona quién es la mujer que más luz ha traído a sus vidas, te hablarán de su madre, su abuela, su pareja… En cambio, si le haces la misma pregunta a cualquier enfermo que haya pasado por el sanatorio Herwig, seguramente acabará nombrando a mi madre. La señora Herwig ha sido paciente de este complejo médico para tuberculosos desde que tiene memoria. Su padre era el dueño del recinto, y ella solo una niña cuando tuvo el primer brote de la enfermedad. Su piel perdía todo su color y su voz se escondía detrás de la tos durante semanas. A pesar de tener una salud muy frágil, nadie nunca ha dudado que ella ha sido siempre imprescindible en el sanatorio. Su presencia traía calma a los salones donde el resto de enfermos descansaban; ella era la medicina que todos podían tomar cuando lanecesitasen. Intercambiaba palabras con todos los pacientes, sin tener en cuenta su condición o el rastro que la bacteria había dejado en sus cuerpos, estropeando su imagen. Jamás apagaba su sonrisa, sabía cómo de contagiosa era para los demás. Paseaba con su vestido blanco y su piel fantasmal por los pasillos, como un delicado ángel caído del cielo para devolver la esperanza en tiempos de desgracia.

Aun no habiendo salido nunca de los Alpes suizos, es la mujer más inteligente que he llegado a conocer. Se educó entre estas paredes, leyendo absolutamente todos los libros de la biblioteca y cualquier otro que encontrase abandonado en alguna de las camas de enfermos. Le gustaban todo tipo de temas sobre los que leer: arte, geografía, literatura, historia, anatomía… Pero, sobre todo, amaba las ciencias. Siempre me contaba las historias de cómo se escondía en el pequeño laboratorio del edificio para observar las investigaciones con diminutos ratones que su padre realizaba. Al ver su despierto interés, él empezó a enseñarle todo lo que sabía sobre medicina, biología y química. Aprendía muy rápido, por lo que pronto empezó a ayudar en las prácticas científicas. Realmente le apasionaba estar allí, rodeada de todos esos frascos de cristal llenos de contenidos desconocidos para los demás.

En uno de esos frascos podía encontrarse el compuesto al que tantas horas le había dedicado experimentando con él. Un polvo de color azul, tan brillante que parecía que gritaba desde la estantería. Recuerdo la primera vez que lo vi, tan intenso y llamativo junto al resto de sales incoloras, captando la atención de cualquiera que pusiera un pie en el lugar. Parecía una pequeña decoración colocada para tratar de animar el ambiente, pero era sumamente letal. Mi madre lo usaba a menudo para acabar con la vida de los insectos con los que experimentaba, que dejaban de respirar al cabo de dos míseros minutos. Quería convertir el veneno azul en un producto más versátil que poder usar para otras tareas, como la creación de fertilizantes agrícolas o tintes artificiales. El resultado de la experimentación siempre es desconocido. Es por eso que ella no sabía que cada día que estaba en ese laboratorio, estaba exponiéndose a productos tóxicos para su organismo. Su salud empeoraba poco a poco, pero todos pensaban que se debía a la tuberculosis. Ya era demasiado tarde cuando se dio cuenta de la realidad.

Pero lo peor de ese enorme accidente, era que también había expuesto a la criatura que llevaba dentro. Fueron dos noticias tremendamente impactantes para los pacientes. La primera: la señora Herwig estaba embarazada. La segunda: esa misma mujer había trabajado con compuestos altamente peligrosos para su cuerpo. Nadie sabía qué secuelas podía tener debido a la enfermedad que llevaba años acechándola, el malestar era un factor constante en su vida. Dejó a un lado el laboratorio de forma definitiva, ya que, si hay algo que mi madre ansiaba más que conocer los misterios del mundo, era vivir.

Yo nací pocos meses después. Todos dicen que fui un auténtico milagro después de todo lo ocurrido. Las voces de los pacientes gritando de felicidad se oyeron por todo el recinto. Ambas vidas habían sido salvadas, y eso trajo mucha alegría a todos los enfermos. Por una vez, tenían esperanza de que no eran gente insalvable. Pero toda felicidad tiene un límite. Mi abuelo fue el único que pudo intuir que algo no había salido bien. Como médico, había visto a cientos de bebés; aun estando enfermos, lloran con toda la fuerza de sus pulmones, buscan alimento en el pecho de sus madres… Yo no hacía nada de eso. Respiraba, pero permanecía inmóvil bajo los efectos del sueño. No tardó en empezar a examinarme. Varias pruebas después, llegó a una conclusión aterradora pero que confirmaba con certeza. Los productos con los que trabajó mi madre me habían afectado. Habían causado un grave daño irreparable a la retina de ambos ojos. Eso significaba que iba a quedarme ciega de forma progresiva a lo largo de mi vida.

***

—Ada, ¿me estás escuchando? —Siento la mano de mamá apoyada en mi brazo.
—Sí, lo siento —respondo.

Crecí conociendo mi diagnóstico en todo momento. La luz que se había encendido en el lugar se apagó con la misma velocidad cuando todos supieron de mi ceguera. Aun así, no me faltó su cariño en ningún momento. Me ayudaron a estar completamente preparada para poder valerme por mí misma cuando ya no pudiera ver. Somos una gran familia en el sanatorio Herwig, y siempre les estaré agradecida.

—Bien, esto es todo por hoy —dice, cerrando el libro de geología que hay sobre la mesa. Todavía soy capaz de ver las letras escritas, aunque cada vez es una tarea más difícil—. Tengo algunas cosas que hacer ahora, pero luego iremos a ver el crecimiento de las habas para anotar los datos diarios.

Asiento con la cabeza.

La veo desaparecer por el pasillo con su típico vestido blanco volando tras sus pisadas. Su pequeño moño rubio se mantiene inmóvil en lo alto de su cabeza, otorgándole el porte imponente que la caracteriza. Se apoya en un bastón de madera oscura que la ayuda a caminar. La tuberculosis y el transcurrir de los años le han pasado factura, dejándole una pequeña cojera en su pierna izquierda. Aun así, sigue siendo la preciosa mujer que se ve en las fotografías de su despacho. Dejar atrás su vocación también le hizo daño, aunque ella jamás lo admitirá. Sigue trabajando en el laboratorio, solo que observando plantas y animales. Puede verse la nostalgia flotar en el aire de esa sala cuando mi madre mira las estanterías donde antes guardaba todo tipo de mezclas que solo ella conocía.

Abandono la habitación y empiezo a correr a través de las diferentes estancias del complejo médico. A nadie le sorprende verme correteando por los pasillos, se limitan a saludarme y desearme un buen día. Ahora tengo que ir con un poco más de cuidado. Mi campo de visión cada vez es menor, y si no fuera porque conozco este lugar a la perfección, ya me habría caído por las escaleras un par de veces. Las bajo con cuidado de no tropezar, y cuando llego al piso inferior, vuelvo a coger toda la velocidad posible. No me detengo al salir por la puerta principal, sino que sigo corriendo a través del camino que conduce hasta los jardines exteriores. El aire se resiste a llegar a mis pulmones, pero estos últimos le roban el suficiente para poder seguir en movimiento. Cuando siento el pasto verde bajo la suela de mis zapatos, sé que puedo detenerme. Me siento sobre la hierba, aspirando profundamente para adquirir todo el oxígeno que me ha faltado en la carrera. El olor a pinos y roca desgastada no tarda en llegar a mi nariz. La vista es absolutamente increíble. Las altas montañas con sus cumbres nevadas tratan de rascar el cielo con la punta de sus cimas. Los árboles adornan el pie de las mismas y se mezclan con el prado. Los pájaros cantan posados en la copa de los árboles, buscando el sol en un día nublado como hoy. No puedo verlos, pero oigo la melodía que entonan simultáneamente. Voy a echar de menos esta imagen cuando ya no pueda verla más. Trato de fotografiarla todos los días y guardarla en el fondo de mi memoria, pero no sé si eso será suficiente como para no olvidarla nunca.

Me pongo de pie y vuelvo caminando. Algunos pacientes están fuera, sintiendo la fría brisa golpear sus rostros o simplemente tomando un café caliente con sus manos temblorosas. Rodeo el enorme edificio y llego hasta la parte trasera. La puerta del invernadero está abierta, así que entro directamente. Este es el laboratorio de mi madre; una vieja cúpula de cristal que adaptó para que cumpliera la función que ella deseaba. Antes no me dejaba venir y acompañarla, pero ahora no le molesta que esté aquí.

Veo nuestra enorme planta colocada sobre la mesa. Las pequeñas flores aparecen al final de cada una de las ramas, anunciando que pronto dará sus frutos. Como mamá todavía no ha llegado, doy una pequeña vuelta alrededor de la habitación. No hay instrumentos típicos de laboratorio, ya que todos fueron retirados y ahora estarán bajo llave en algún lugar. Solo hay frascos vacíos y recuerdos de lo que un día realmente fue. Camino hasta el final para ver la última estantería. Está llena de polvo y algún que otro cristal roto, pero eso no es lo que capta mi atención. Un pequeño estuche de cuero negro descansa bajo una pila de botellas. Sin dudarlo ni un segundo, me agacho para sacarlo de ahí. Aparto los trozos de vidrio y agarro el pequeño maletín. Una vez lo tengo en mis manos, me siento en una de las banquetas que rodean la mesa. Es entonces cuando me doy cuenta de que no es ningún estuche; es una libreta. La abro y me recibe un papel liso de color crema con una única letra escrita con grafito: una S. Paso a la siguiente página y encuentro decenas de números escritos sin ningún tipo de orden aparente. Algunos están tachados, otros están rodeados o marcados con interrogaciones. También son visibles algunas letras griegas por toda la página, haciendo función de valores. No sabía que mamá hubiera hecho matemáticas. Siempre ha dicho que no le gustan mucho, lo que hace que el hallazgo de ese cuaderno me sorprenda aún más.

—¿Ada? ¿Estás aquí?

Es la voz de mi madre.

—Sí, ya he llegado —respondo sin levantar la vista de los números desordenados.

Da un par de pasos hacia el interior y frunce el ceño al verme con el cuaderno. Avanza rápidamente hasta mí y me lo quita de las manos para poder verlo bien, como si no creyera que es real aun teniéndolo delante.

—¿Hacías matemáticas? —pregunto—. Siempre me has dicho que no te gustaban mucho.
—Esto no son mates, es física. Lo que estás viendo es la creación de una ecuación de mecánica cuántica.
—¿La hiciste tú?
—No, yo no. La hizo un antiguo paciente del sanatorio hace unos cuantos años. La libreta es suya, aunque la tengo yo.

Tengo una infinidad de preguntas. ¿Quién es ese antiguo paciente? ¿Por qué escribía esas cosas tan extrañas? ¿Qué significa esa ecuación?

—¿Podrías enseñarme física? —pregunto con un tono suplicante.

Mamá se ríe por lo bajo y suspira.

—No puedo. Yo no sé mucho sobre física, así que no puedo ayudarte.

Vuelvo a mirar los números. Sé que tienen que significar algo, y necesito saber qué es.

—¿Y por qué no hablas con el dueño de la libreta? Él podría enseñarme.

Guarda silencio por un momento, meditando mi loca idea.

—Él es un hombre muy ocupado, pero creo que puedo probar a llamarle por teléfono y hablar con él.
—Gracias —respondo sonriendo.

Pasaron días hasta que tuvimos noticias del desconocido. Mamá tuvo que enviar un par de cartas; primero para conseguir el número de teléfono de aquel señor, y luego llamó varias veces sin obtener respuesta. Mi visión iba deteriorándose cada vez más deprisa. Puedo ver menos cosas de forma nítida, y los colores están empezando a difuminarse hasta desaparecer.
Una tarde, de repente, sonó el teléfono cuando menos lo esperábamos.

—¿Sí, dígame? —La cara de mi madre se iluminó por un momento al recibir la respuesta del interlocutor—. Señor Schrödinger, cuánto tiempo sin saber de usted… Sí, espero que se encuentre bien… Claro, entiendo… No se preocupe, no ha sido molestia…
—¿Quién es? —pregunto yo.

Recibo una mueca para que guarde silencio.

—Llamaba para preguntarle si estaría dispuesto a enseñarle física a mi hija… Sí, entiendo que usted no da clases privadas, pero yo no puedo enseñarle sobre ello… Oh, sí, tómese el tiempo que quiera para pensárselo… Claro, hasta luego.

Cuelga el teléfono.

—¿Quién era? —Vuelvo a preguntar.
—El hombre del que te hablé. Ha dicho que tiene que meditarlo primero, así que nos comunicará su decisión en unos días.

Esos días fueron eternos para mí. Podía sentir mis ojos marchitándose lentamente mientras esperaba la llegada de una carta que no iba a poder leer. Todos los pacientes se habían enterado de mi acechante ceguera y mis posibles clases de física. Trataban de darme ánimos cada vez que me veían, y aunque lo agradecía mucho, no me ayudaban a relajarme en absoluto.

La carta llegó una mañana en manos del cartero. Mamá la abrió y leyó en voz alta su contenido, ya que yo apenas podía ver más allá de mi propia nariz:

«Estaré dispuesto a acoger a tu hija durante un periodo de dos meses en el que pondré a prueba su capacidad y le enseñaré a entender el mundo de la física. Tendrá que trasladarse a Dublín, mi ciudad de residencia en estos momentos. Firmado: Erwin Schrödinger».

No puedo creerlo. Ese hombre está dispuesto a acogerme y ser mi profesor. El sanatorio Herwig está celebrando la noticia esta noche con una cena especial. Mientras los pacientes festejan, yo preparo mi equipaje en mi dormitorio. ¿Qué tiempo hace en Dublín? ¿Cuánta ropa será suficiente? Empiezo a guardar las prendas guiándome por su tejido, ya que solo soy capaz de ver las sombras de sus colores en algunos casos. No es una tarea muy complicada, llevo toda mi vida preparándome para el momento en el que perdiese mi visión por completo.

El viaje hasta Dublín dura dos días en barco. Me paso todo el trayecto pensando en las montañas suizas que tanto adoro y cómo será Dublín, ya que no seré capaz de verlo yo misma. ¿Cómo serán las casas? ¿Y la gente? ¿Las calles? Jamás lo sabré. Siempre podrá haber alguien describiéndolo, pero no será lo mismo. La llegada al puerto de la ciudad es anunciada por la bocina colocada en la enorme chimenea. La gente se mueve emocionada a través de los asientos, esperando para desembarcar. Soy de las últimas pasajeras en bajar la rampa de madera que conecta el barco con el suelo de hormigón.

—¿Ada Herwig? —Escucho la voz de un muchacho detrás de mí. Puedo deducir que su edad será similar a la mía.
—Sí, soy yo.
—Me envía el señor Schrödinger, he venido a recogerla. Su maleta ya está en el coche. Acompáñeme.

Noto cómo me tiende su brazo para poder servir de guía. Me apoyo en él y empiezo a caminar a su lado. Mis ojos perciben algunas sombras cobrizas aquí y allá, pero nada más. Los sonidos me ayudan a imaginar cómo es el puerto. Voces ilusionadas, cadenas, pasos agitados, carretas cargadas… Todo esto mezclado con las olas del mar. Llegamos hasta la puerta de un coche, la cual el chico abre para dejarme pasar. Cuando ambos estamos dentro, el automóvil se pone en marcha. El ruido del puerto se hace cada vez más imperceptible a medida que nos alejamos, y pasa a ser sustituido por el olor a combustible y el zumbido de los motores. La luz entra por la diminuta ventana, golpeando la piel de mi rostro. Nunca había estado en una ciudad tan grande, así que sentir las ruedas de todos los vehículos vibrando bajo mis pies es algo novedoso para mí. El coche se detiene y me despierta del estado de fascinación en el que estaba.

—Es aquí —dice el muchacho.

Baja primero para abrir la puerta del lado en el que estoy sentada. Me ayuda a bajar y anda conmigo a su derecha. La verja de metal chirría cuando la empuja y la cierra tras él. Subimos un par de escalones que llevan hasta la puerta de la vivienda. Noto los bordes de los ladrillos al pasar los dedos por la pared. Varios están picados en las esquinas, indicando que el edificio no ha sido construido recientemente. Tras dos golpes secos en la madera maciza, la puerta se abre.

—Usted debe de ser la señorita Herwig —una voz rasposa me recibe. Soy incapaz de determinar la edad concreta del hombre que se encuentra frente a mí, aunque suena como si hubiese sido desgastada poco a poco con los años y ahora mismo estuviese a punto de agotarse, aunque nunca lo hace.
—Llámeme Ada. Encantada de conocerle, señor Schrödinger.
—Bienvenida a Dublín. Adelante, pasa.

Su mano se detiene frente a mí, esperando a que la agarre. Dudo un momento, pero no tardo en aceptarla. Me conduce hacia el interior de la casa. Sus pisadas son un poco torpes aun estando dentro de su propio hogar, cosa que me hace gracia. El aire huele a tiza y madera quemada, aunque sorprendentemente, no es nada desagradable.

—Es una casa pequeña, pero suficiente para dos personas. Tu dormitorio está en la planta baja para tu comodidad, aunque suelo trabajar en el sótano.

Me acerca una silla. Él se sienta al otro lado de la mesita redonda del comedor.

—Como ya sabrás, tengo tuberculosis. Me ha acompañado durante años, pero ya no soy un chaval como para poder contra ella. Me canso demasiado rápido porque mis pulmones no pueden aguantar muchos esfuerzos, soy incapaz de subir más de dos pisos de escaleras, y a veces estoy días sin comer por falta de apetito. La razón por la que estás aquí es porque yo necesito a alguien que me ayude a realizar las tareas que yo ya no puedo hacer. Yo seré los ojos y tú serás las manos. También me dedicaré a enseñarte, no tienes que preocuparte por eso.
—Me parece bien —respondo con sinceridad. Es un trato justo; aunque yo sea ciega, mis manos siguen siendo válidas.
—Bien. Mañana a primera hora estarás en el sótano, lista para empezar. Ahora ve a descansar, ha sido un día muy largo para ti.

Y eso hice. Me tumbé en la vieja cama de la habitación y me quedé dormida en cuestión de segundos, soñando con todos esos números que encontré hace semanas en la vieja libreta del señor Schrödinger.
Horas después, ya estoy en el sótano de la casa antes incluso de que haya salido el sol por completo. Hay dos pizarras enormes pegadas a la pared de ladrillo y una mesa cuadrada en el centro de la sala. También hay decenas de tomos de libros apilados en el suelo debido a la falta de estanterías. El caos reina en esta parte de la vivienda, pero supongo que el ajetreado científico que vive aquí sabrá a la perfección cuál es el lugar de cada cosa.

—Veo que has llegado pronto —oigo su voz en la puerta.

Baja los escalones, y antes de acercarse a mí, pasea sin prisa por el lugar. Se detiene frente a las pizarras y anota algo rápido con un trozo de tiza. Suspira y retrocede hasta la mesa. Deja un objeto sobre esta, sin decir ni una palabra.

—Cógelo, es para ti. —Obedezco. Su silueta es un poco extraña; por más que lo manoseo y le doy vueltas, soy incapaz de identificarlo—. ¿Sabes qué es?
—Sinceramente, no.
—Es la maqueta de un átomo, según mi modelo, en un tamaño mayor. Ese objeto que estás tocando ahora mismo simula un electrón. Éstos se mueven constantemente en unas ondas llamadas órbitas. 

Muevo mis manos por la maqueta hasta que confirma que lo que estoy tocando son esas órbitas de las que habla.

—Correcto. En el centro del átomo se encuentra el núcleo, alrededor del cual se mueven los electrones. Es imposible saber la ruta del electrón o su posición, pero podemos estimarlo.

Trato de localizar los diferentes elementos en la maqueta guiándome por sus explicaciones.

—¿Has entendido? —Asiento—. Bien, porque esta es la base sobre la cual trabajaremos constantemente.

Los días pasan con una velocidad asombrosa. Le escribo cartas a mi madre contándole sobre nuestras clases, el clima de Dublín y el olor a tiza mojada que hay constantemente en la casa. Estoy aprendiendo muy rápido, cosa que me alegra mucho. El señor Schrödinger adapta las explicaciones a mi condición, de forma que no sea capaz de perderme nada solo por no poder ver. Cuando terminamos con mis clases, pasamos a sus investigaciones. Mientras él anota en la pizarra, yo le ayudo con otras tareas. Me deja aportar mis ideas, las cuales muchas veces le ayudan a corregir algún despiste. Aunque es un trabajo muy intenso y duradero, siempre voy a dormir deseando que llegue el día siguiente para poder volver al sótano y trabajar allí. Los números bailan como locos por toda la habitación, expresando resultado tras resultado mientras definen tiempos, velocidades, energías, fuerzas, magnitudes… Siempre supe que la pasión de mi madre eran las ciencias, pero yo ya he descubierto cuál es la mía. Realmente me gusta a lo que se dedica el señor Schrödinger, y solo espero poder ser como él algún día.

***

Unos golpes me despiertan de repente. No han sido muy escandalosos, pero lo suficiente como para detener mi profundo sueño. Salgo del dormitorio y camino sigilosamente por el pasillo. Al apoyar mi mano en la pared, noto que la puerta del sótano está entreabierta. La empujo con cuidado y el sonido de la tiza golpeando desenfrenada delata al causante del ruido.

—¿Señor Schrödinger? —lo llamo desde la puerta—. ¿Qué hace despierto a estas horas de la madrugada?
—Oh, Ada —responde, deteniendo su escritura—. Solo estoy terminando un trabajo, no te preocupes. Vuelve a la cama, lamento haberte despertado.

No le hago caso y bajo los escalones.

—¿En qué está trabajando? —pregunto.
—No es nada importante, solo unas operaciones.
—Tiene que ser algo de vital importancia para que usted esté aporreando la pizarra como un condenado en mitad de la noche —noto que la mesa está llena de libros abiertos de par en par—. ¿En qué está trabajando realmente, señor?

Suspira frustrado. Empieza a pasear por la sala, pisando los trozos de tiza que han caído al suelo y golpeando también algunos cuadernos.

—Es… Es algo que no había visto nunca antes. He buscado algún tipo de información similar a lo que yo he descubierto, pero no hay absolutamente nada en los libros. Ni siquiera en los informes de la universidad. No puedo explicar qué es realmente, pero estoy seguro de que ningún otro investigador ha hallado algo semejante en mucho tiempo. Si obtengo unos resultados lo suficientemente satisfactorios, podría revolucionar el campo de la mecánica cuántica para siempre. No puedes decirle nada de esto a nadie, Ada. Tiene que ser completamente confidencial entre nosotros dos, ¿entendido?
—Por supuesto.
—Entonces toma asiento, porque creo que podrás ser de gran ayuda.

Hago lo que me pide y me siento en una banqueta al lado de la pizarra.

El señor Schrödinger no se equivocaba. Fue una noche muy importante para el mundo científico, aunque nadie lo supo realmente. Me encantaría poder contaros cuál fue esa asombrosa revelación, pero como ya habéis leído, es un tema altamente privado. Estuvimos investigando durante semanas, que acabaron convirtiéndose en meses, y luego en años. Cuando creíamos que habíamos hallado el resultado a una variante que había surgido, otra aparecía y no podíamos evitarla. El señor Schrödinger falleció sin poder ver el final del proyecto al que le había dedicado todo su tiempo y fui yo la que heredó la tarea de terminarlo. Nunca regresé al sanatorio Herwig, estaba demasiado sumida en algo que realmente me hacía feliz. No dejé que mi ceguera fuera un obstáculo para mí, sino que traté de hacer de ella una herramienta a mi favor.

A día de hoy, sigo dedicándome a la misma investigación, con la diferencia de que hace unas horas he podido declararla como terminada. Estoy sentada frente al teclado de mi ordenador, a punto de pulsar la tecla «enviar» para poder mandarla a los institutos de física más importantes del mundo. Puede que al final sepáis de lo que os hablo debido a vuestros libros de historia o que penséis en mí y el señor Schrödinger cuando habléis de mecánica cuántica. Todo depende de unas terceras personas ajenas a mí que decidirán sobre todo esto.

Así que, ahora que ya conocéis mi historia, solo me gustaría que recordarais algo: no ver más allá de la punta de tu nariz no te impide encontrar cosas mil veces más lejanas.

Ada Herwig.

 

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