Es sorprendente, quizá hasta una cura de humildad, darse cuenta de que a pesar de todo el daño que le estamos causando al planeta existen especies capaces de resistir nuestro destrozo, capaces de aguantar, adaptarse, de cambiar para poder sobrevivir. Y ni siquiera protestan ante quienes han estado a punto de eliminarlas. Qué más se les podría pedir. Unas nacen, otras (muchas) morirán, pero, al final, la vida sigue igual.
No recuerdo muy bien cómo se justificó aquel viaje, a qué intereses respondía y quién eligió el lugar, pero el caso es que estando en tercero de carrera alguien decidió fletar un avión para llevar a unos aprendices de biólogos a Mánchester. La idea de una universidad pública pagando un viaje al alumnado incluido en la matrícula parece el típico ejercicio de ficción de un relato breve, lo cual explicaría por qué no recuerdo muchas de las partes del recorrido y que lo que recuerdo es algo inconexo. Sin embargo, la coherencia no suele ser la ideología principal de ninguna universidad, facultad o asignatura, así que, de alguna manera, recordarlo caótico me hace otorgarle una cierta veracidad. Sea como fuere, la terminal de Mánchester tenía unos colores azules al iluminarse por la noche que garantizaban que llegaras despierto a donde sea que quisieras alojarte. En nuestro caso, un hotel cutre en las afueras. No me quejo, es pura descripción contextual.
Los humanos son la primera especie que le echan un órdago a la vida, la retan a evolucionar, a cambiar, a dar todo de sí, sin darse cuenta de que carecen de cualquier oportunidad de sobrevivir a ello
Dormí mucho en aquel viaje, fundamentalmente en las conferencias, que se introducían con extensos agradecimientos a personas que desconocíamos y continuaban con extensas referencias a autores y autoras que también estaban por conocer. No se entendió muy bien el concepto de didáctica. Por suerte, no todo fue aburrido. Un profesor con barba de la Universidad de Mánchester —que relacionaba España únicamente con las canciones de Julio Iglesias— hablaba sobre una tarima de un tema elemental: la vida. En esos momentos, escuchábamos impactados. Hablaba del cambio como una necesidad, de que todo debe moverse, adaptarse, para poder continuar. Que el ser humano estaba, con sus actos, obligando al resto de seres a adaptarse en un periodo de tiempo muy pequeño, el más pequeño de todas las extinciones históricas conocidas. Pero no lo decía horrorizado o indignado, sino que en sus ojos brillaba una cierta excitación, casi como si estuviera describiendo su sueño. «Los humanos son la primera especie que le echan un órdago a la vida, la retan a evolucionar, a cambiar, a dar todo de sí, sin darse cuenta de que carecen de cualquier oportunidad de sobrevivir a ello». Para el señor de las barbas, nuestra extinción estaba ya firmada, pero no parecía importarle siempre que pudiéramos agitar la coctelera de la vida y el mecanismo siguiera en funcionamiento. «Unas especies nacen, otras morirán, pero la vida seguirá y verá modificadas sus formas, se creará algo nuevo, diferente, adaptado». Él, enamorado del cambio. El más posmoderno. «No os preocupéis por la vida en general. La vida es algo demasiado grande como para pensar que podemos destruirlo al completo. Y si no, acompañadme al bosque esta tarde, vedlo con vuestros propios ojos».
La extracción de madera en los alrededores de las grandes ciudades inglesas había degradado su bosque convirtiéndolo en landas, formaciones vegetales compuestas por matorrales como brezos o arándanos, así que tuvimos que alejarnos un rato para llegar a un bosque con abedules. Como suele ocurrir con estas cosas, lo importante no eran los abedules, sino quién se posaba en ellos. «Eso que veis ahí, sobre la corteza, es un ejemplar de Biston betularia, la polilla geómetra del abedul. Su color, blanco grisáceo, le permite camuflarse sobre la corteza característica del árbol. Pero esperemos un momento a ver si se acerca otro ejemplar de la especie». Al rato, una polilla de color negro se posó sobre un abedul cercano. «Aquella de color negro es la misma especie. Las hay de dos tipos. Esta parece que se camufla un poco peor ¿verdad? Pues tener ese color le valió a la especie la posibilidad de sobrevivir. Antes, la mayoría de las polillas eran blancas, siendo las negras minoritarias, ya que los pájaros las detectaban muy fácilmente. Pero al iniciarse la revolución industrial en Inglaterra se comenzó a quemar carbón. Con los años, el hollín cubrió las cortezas de los abedules que aún circundaban las ciudades y propició que las circunstancias cambiaran. Ahora eran las polillas blancas las que podían ser fácilmente detectadas sobre la corteza ennegrecida de los árboles. Así, poco a poco, fue aumentando la cantidad de polillas negras, mejor adaptadas para sobrevivir al nuevo contexto. Este cambio de coloración es lo que se conoce como melanismo industrial. Muchas especies de lepidópteros, mariposas, de zonas urbanas tienden a adquirir tonalidades oscuras por la contaminación. Desde hace un tiempo ya no se quema tanto carbón en Inglaterra. La globalización nos permite tener estos abedules blancos mientras se contaminan zonas muy alejadas. A la variedad negra eso no le vino muy bien y su población está disminuyendo de nuevo, posiblemente descenderá hasta valores previos a la revolución industrial. Pero la polilla, como especie, supo adaptarse a la presión humana. Lo mismo pasará con muchas otras. Como dice vuestro cantante más célebre, la vida sigue igual».
No os preocupéis por la vida en general. La vida es algo demasiado grande como para pensar que podemos destruirlo al completo...
Nadie supo qué decir después. Nadie supo cómo contraargumentar. Nosotros, nosotras, estudiantes de biología, sensibilizados con el medio ambiente, estábamos cortocircuitando bajo la sombra de los abedules, tratando de digerir que todo un catedrático de ecología viviera el impacto humano como algo coyuntural, inevitable, como si la especie humana fuera otro meteorito dejándose llevar por la gravedad, sometido a las leyes de la física. Si Julio Iglesias hubiera estado allí, hubiera podido al menos cantar que siempre hay por qué vivir, por qué luchar, por quién sufrir y a quién amar; y que, aunque esa polilla haya conseguido sobrevivir, no quería sobre los hombros la responsabilidad de que otras no lo hagan, por muy fuertes que sean los hombros de Julio Iglesias.
Si Julio Iglesias hubiera estado allí, hubiera podido al menos cantar que siempre hay por qué vivir, por qué luchar, por quién sufrir y a quién amar; y que, aunque esa polilla haya conseguido sobrevivir, no quería sobre los hombros la responsabilidad de que otras no lo hagan, por muy fuertes que sean los hombros de Julio Iglesias
Por desgracia, a la universidad no se le había ocurrido invitarle y la excursión quedó cerrada sin réplica, almacenada en otra de tantas ocasiones en las que con el tiempo descubrimos que debíamos haber protestado. Yo, como intento infructuoso de redención, escribí, años después, un poema a la polilla geómetra del abedul. Lo dejo por aquí. Quién sabe, igual aquel señor de barbas lo lee en algún momento de su vida y se replantea cambiar la coctelera de la evolución por cualquiera de un bar de Magaluf.
Oh, Biston betularia "Polilla geómetra del abedul" que aceptas con naturalidad el capitalismo dejándote influenciar por el hollín
Tú, que posas tus patitas de insecto en la corteza que marcará tu destino sin quejarte de las pésimas condiciones del aire
Pasas por alto la contaminación y aprendes a difuminarte entre sus formas Dulce adalid de la indiferencia que ensalzas la omisión de la protesta
Hay días aciagos en que yo quisiera tener tus intestinos cuticulados digerir tranquilamente la ineptitud y la arrogancia y alzar el vuelo ante la lluvia ácida
Pero mi condición de ser no me permite hacerme irresponsable de mis actos Y verte reposando en abedules No debe impedirme ver el bosque
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