Hospital de animales

Portada móvil

Han pasado ya más de diez años desde que Víctor Frankenstein presenciara el hecho que marcaría su vida para siempre. Allí, en el colegio, observando asombrado cómo su estrambótico profesor de ciencias conseguía que el difunto cuerpo de una rana volviera a moverse, decidió que de mayor sería científico.

TEXTO POR ÍÑIGO BRETOS ULLÍVARRI
ILUSTRADO POR MANU GIL
ARTÍCULOS | KIDS
PIEL ELECTRÓNICA | ROBÓTICA
26 de Septiembre de 2022

Tiempo medio de lectura (minutos)

Víctor se imaginaba investigando fenómenos sorprendentes, realizando grandes descubrimientos y, sobre todo, haciendo posible lo imposible… Como resucitar a su amado perro Sparky mediante la descarga eléctrica de un rayo durante una noche tormentosa (y finalmente tenebrosa). Aunque este primer experimento no acabó del todo bien, Víctor no se desanimó y se hizo la promesa de aprender tanta ciencia como pudiera para que nada en una mesa de operaciones volviera a escapar de su control.

Pasado el tiempo, Víctor se encuentra hoy día estudiando el último año de la carrera de Ciencias y Tecnologías Robóticas en la universidad. Le apasiona la robótica: tiene la colección de libros sobre robots positrónicos escritos por Asimov y su habitación se encuentra decorada con multitud de pósteres de Star Wars. Precisamente, para poder comprarse más libros y permitirse algún que otro kit de robótica con el que divertirse, Víctor no tardó en conseguir un trabajo como ayudante en una clínica veterinaria donde acudía todos los días después de clase. A pesar de su amor por los animales, allí recordó también el dolor que supone perder un animal querido en la infancia. Y es que, de vez en cuando, se presentaban niños y niñas con el cuerpo inerte de un hámster, una tortuga o un pez en una cajita de cartón, esperando que Víctor obrara el milagro. Odiaba tener que comunicarles la muerte de sus mascotas e intentaba explicarles ―al igual que hizo su madre cuando él perdió a Sparky― que la ciencia aún no era capaz de resucitar un cuerpo sin vida (no, al menos él jamás lo volvería a intentar). Sin embargo, Víctor sabía que la ciencia avanzaba en la dirección correcta y que, por increíble que pudiera parecer, a día de hoy sí que era posible volver a sentir una parte del cuerpo que se quedó sin vida. Y esto era, ni más ni menos, a lo que él se dedicaba en secreto las noches que le tocaba cerrar la clínica, donde permanecía en su interior desarrollando misteriosos inventos robóticos.

En la universidad Víctor había aprendido todo lo necesario para diseñar miembros robóticos capaces de imitar a la perfección cualquier función que realizaran brazos y piernas del cuerpo humano. De esta forma consiguió construir diversos inventos mecánicos unidos por múltiples articulaciones que permitían a un robot desde agarrar, mover y manipular objetos, hasta caminar, correr o saltar

En las últimas semanas el vecindario se había llenado de carteles con fotos de perros desaparecidos. Desgraciadamente, la mayoría de ellos no volvería jamás a sus casas y los pocos que lo hacían mostraban un aspecto lamentable. Cicatrices en la cara, orejas cercenadas y graves lesiones en el cuerpo alimentaban la sospecha de que se estaban llevando a cabo peleas de perros de manera clandestina. Muchas veces no quedaba otro remedio que amputar una extremidad malherida, operación que se llevaba a cabo en la clínica veterinaria. Para Víctor lo peor era la tristeza que se instalaba en la mirada de los supervivientes, mascotas que vivían felices con sus familias hasta que un día fueron robadas para ser utilizadas como entrenamiento en el negocio ilegal de las peleas de perros. Y así, sintiendo cómo la rabia le ardía por dentro, decidió que había llegado el momento de hacer uso de todos los artilugios robóticos que había estado fabricando a escondidas en los últimos meses.

En la universidad Víctor había aprendido todo lo necesario para diseñar miembros robóticos capaces de imitar a la perfección cualquier función que realizaran brazos y piernas del cuerpo humano. De esta forma consiguió construir diversos inventos mecánicos unidos por múltiples articulaciones que permitían a un robot desde agarrar, mover y manipular objetos, hasta caminar, correr o saltar. Se le ocurrió además que podía recubrir estos artilugios con un tipo de piel artificial flexible y elástica cubierta de pelo que ocultara su aspecto robótico y los hiciera prácticamente indistinguibles de las patas de un perro. Dicho y hecho. Después de mucho esfuerzo y horas nocturnas de trabajo, Víctor tenía a su disposición toda una colección de prótesis robóticas listas para reemplazar los miembros amputados de sus peludos pacientes. Pero sus prótesis iban más allá que una simple sustitución mecánica... Las patas robóticas contaban con una serie de componentes electrónicos que se conectaban al sistema nervioso del animal mediante un conjunto de finísimos cables eléctricos, tan finos como hilos. Con ellas, el perro no solo podría caminar y correr con total normalidad, sino que además volvería a sentir estímulos tan agradables como una suave caricia sobre su sofisticada piel electrónica. Los perros salían así de la clínica caminando sobre sus cuatro patas de vuelta al hogar: ellos volvían a ser felices y Víctor, orgulloso de su trabajo, volvía a sonreír.

Unos días más tarde, en una desapacible noche de tormenta, Víctor se encontraba solo en la clínica veterinaria disfrutando de la angustiosa lectura de Cementerio de animales, la novela de terror de Stephen King. Permanecía absorto leyendo el escalofriante pasaje que describía cómo un gato enterrado regresaba de entre los muertos cuando, de repente, el sonido de alguien llamando a la puerta le sobresaltó.

—¿Eres Víctor Frankenstein? —preguntó la siniestra figura de un hombre bajo la lluvia—. He oído decir que eres capaz de curar animales de manera increíble.

Había algo en el aspecto de aquel desconocido que evocaba maldad. Quizá fuera la cicatriz que serpenteaba su cara o acaso su voz ronca de acento indescifrable. Paralizado por el miedo, Víctor bajó la mirada y sus ojos fueron a dar con un perro robusto de apariencia temible. El animal tenía la cara ligeramente deformada, seguramente por haber sido maltratado, y de su rostro sobresalía una amenazadora mandíbula. Una de sus patas presentaba una herida abierta bastante profunda, probablemente con una fractura que le impedía moverse con normalidad. Se trataba de una raza de perro de las consideradas peligrosas (aunque lo realmente peligroso fueran sus dueños): un animal que desde pequeño fue entrenado salvajemente para convertirse en un perro de combate.

—Necesito que mi perro deje de cojear. Tuvo un… llamémosle accidente en una pata que le ha dejado inservible para su trabajo —sonrió maliciosamente el desconocido. Y adelantándose a la pregunta de Víctor, añadió—. Cuida ovejitas. Para que no se las coman los lobos.

Víctor era consciente de que estaba delante del responsable de las últimas desapariciones de perros. Un personaje sin escrúpulos que organizaba peleas de perros donde se juntaba toda chusma de participantes en juegos de apuestas ilegales.

—Mira, chico, te cuento el trato que vamos a hacer. Tú vas a curar a Carnicero para que su pata vuelva a ser fuerte como antes y a cambio yo —hizo una pausa antes de concluir desafiante— mantendré alejados a los lobos de tu hospital de animales.

Resignado y sin escapatoria, Víctor se llevó al perro a la sala de operaciones donde permaneció encerrado durante más de una hora, el mismo tiempo que su perverso dueño pasó fuera vigilando que nadie entrara. Por desgracia, la operación fue todo un éxito: nadie podría averiguar cuál de las cuatro patas de Carnicero escondía una prótesis robótica bajo su piel electrónica. Satisfecho con el resultado, el desconocido abandonó la clínica tirando sin compasión de la correa de su perro de presa. Antes, se había asegurado de que el único testigo de aquella noche guardaría silencio; la marca del filo de su cuchillo sobre la garganta de Víctor daba buena cuenta de ello.

Nadie podía creerse lo que estaba pasando: dos perros de pelea expresando su felicidad mediante el movimiento agitado de sus colas, al que le siguieron algunos lametones, ladridos y saltos juguetones

Unas semanas más tarde, Carnicero se encontraba nuevamente dentro de un ring de combate que había sido improvisado en el interior de un garaje abandonado. A su alrededor se congregaban decenas de personas de mala vida: rateros, timadores, matones y demás delincuentes, todos dispuestos a lucrar sus bolsillos mediante el turbio negocio de las apuestas. Enfrente de Carnicero, atado también a una esquina del ring, se hallaba otro perro de gran tamaño listo para plantarle cara. Ambos salieron despedidos uno contra otro cuando fueron liberados de sus correas. Los gritos del odioso público jaleando al perro por el que apostaron crearon un ruido ensordecedor en el ambiente. Nada más comenzar la pelea, la fortuna quiso que el perro contendiente atrapara la pata robótica de Carnicero con sus fauces. Y fue en ese preciso momento cuando sucedió lo imposible…

La cola de Carnicero empezó a agitarse de un lado a otro sin control. El movimiento de su cola contrastaba con la posición estática que fueron adoptando ambos canes, quietos como estatuas. El silencio se hizo de golpe en el antro, donde los anteriormente enfurecidos asistentes contemplaban ahora perplejos la escena. El meneo de la cola de Carnicero terminó por contagiar a la cola de su rival, quien comenzó a liberar la pata robótica que mantenía presa en su boca. Nadie podía creerse lo que estaba pasando: dos perros de pelea expresando su felicidad mediante el movimiento agitado de sus colas, al que le siguieron algunos lametones, ladridos y saltos juguetones. Tan solo una persona podía esperar que algo así ocurriera, pero en ese momento se encontraba a salvo bien lejos de allí, en la clínica veterinaria.

...cuando Carnicero recibiera una agresión violenta en su pata robótica, en vez de sentir dolor empezaría a mover automáticamente la cola de un lado a otro

Quién iba a pensar que cuando Víctor implantó la pata robótica en el cuerpo de Carnicero se iba a asegurar de no conectar los finos hilos eléctricos de la prótesis a su sistema nervioso —el encargado de transmitir al cerebro la señal sensorial asociada a la percepción del dolor—. En su lugar, llevó esta conexión eléctrica a los nervios que transmiten al cerebro la señal motora asociada al movimiento involuntario de la cola. Dicho de otro modo: cuando Carnicero recibiera una agresión violenta en su pata robótica, en vez de sentir dolor empezaría a mover automáticamente la cola de un lado a otro. Una situación demasiado surrealista para el despreciable público reunido en aquel garaje, quienes no tardaron en abuchear al organizador del combate y en lanzarle restos de comida y bebida, obligándole a huir rápidamente del lugar.

Para alivio de Víctor, nunca más volvió a ver la cara de aquel desconocido, así como jamás volvieron a desaparecer más perros del vecindario. Él continuaba con los estudios universitarios, a punto de terminar ya su carrera de Ciencias y Tecnologías Robóticas. Sin embargo, había dejado su trabajo en la clínica veterinaria. Ahora tenía otro asunto más importante al que dedicarse, el cual requería sobre todo de tiempo y cariño. Desde que Carnicero volviera a aparecer un buen día en la clínica buscándole, Víctor decidió adoptarlo para entregarse a la difícil labor de rehabilitar un perro de pelea. Por suerte, no se encontraba solo en esta tarea: su fiel compañero Sparky siempre estaría dispuesto a echarle una pata.

 

 

https://shop.principia.io/
Ciencia y música en la nueva temporada de Principia Magazine y Principia Kids. Pincha en la imagen para ir a la tienda online.

 

Deja tu comentario!