Eugenie Clark: la científica que entendía a los tiburones
Eugenie Clark (1922-2015) se interesó por el mundo marino cuando era niña. De esta forma, tras acabar sus estudios universitarios, realizó un posgrado en zoología y se especializó en ictiología, centrándose así en el estudio de los peces. Concretamente, dedicó gran parte de su carrera al estudio de los tiburones. Su amor por los escualos y la publicación de un libro en 1969 donde contaba sus experiencias con estos animales le valdría el pseudónimo de «Shark Lady» (Dama de los tiburones). Además de la importancia de sus investigaciones, Eugenie Clark es reconocida como una de las mujeres pioneras en la conservación marina, en el buceo con fines científicos y un modelo a seguir en el campo de la biología marina.
Sabía que no debía. Los médicos la habían advertido. «Has alcanzado la remisión. En estos momentos el cáncer es prácticamente indetectable. Pero ¿crees que es buena idea volver al agua?». Era plenamente consciente de que sus pulmones podían resentirse, pero cumplía ochenta y siete años y estaba dispuesta a volver. Esta vez se sumergiría en las aguas del lago Tahoe. Se adentraría bajo la inmensidad de aquel espejo azul, como había hecho tantas otras veces a lo largo de su vida en tantos lugares diferentes, que a veces le era más fácil enumerar aquellos que aún no había tenido la oportunidad de conocer.
Había estado buceando durante más años de los que podía recordar, investigando en las profundidades del mar; tratando de transmitirle al mundo la belleza de las criaturas que esconde. Toda una aventura que había comenzado cuando contaba tan solo nueve años y pasaba los sábados en el Acuario de Nueva York, fascinada frente a aquellos enormes tanques llenos de peces con la nariz pegada al cristal; imaginando cómo sería nadar junto a tiburones.
Lo cierto es que su curiosidad (o temeridad, para algunos), la había llevado a hacer grandes descubrimientos y adoraba enseñarle al mundo que los tiburones no son criaturas a las que temer. Más bien una de las criaturas más perfectas de la naturaleza; uno de sus mayores supervivientes con una antigüedad de millones de años.
Aquella fascinación consiguió que a los trece años le regalasen su propio acuario. Fue un regalo que su madre le hizo por Navidad y ella se encargó de llenarlo de vida: su colección crecía y crecía sin parar. Le encantaba documentar todo lo que observaba sobre los animales que tenía: su nombre científico, la forma en la que se comportaban, etcétera. Todo lo que la ayudara a entenderlos un poco mejor. Y sabía, desde muy temprano, que sería aquello lo que haría durante el resto de su vida. Ahora era una reconocida ictióloga —siempre le había gustado el sonido de esa palabra y las caras de asombro de aquellos que no sabían de qué hablaba— y se había convertido, casi de forma instintiva, en una exploradora nata de los océanos.
Cuando le contó a Doubilet que quería volver a bucear por su cumpleaños, este no podía creérselo. La había acompañado con su cámara en innumerables inmersiones, pero siempre conseguía sorprenderlo con alguna otra locura:
—Genie, vas a cumplir ochenta y siete años y tu estado de salud es delicado. —Intentaba disimular su preocupación, pero era evidente. —¿Cómo reaccionarías tú, con una carrera de más de cuarenta años, si te dijeran que ya no puedes volver? ¿Si tuvieras que dejar de fotografiar el mundo subacuático, algo a lo que has dedicado tu vida? —Entiendo lo que dices, pero ten cuidado. Ya sabes que cuesta seguirte el ritmo. ¿Recuerdas aquella vez en la que pensé que no volveríamos a verte? —Claro que la recordaba, siempre contaba aquella historia—. Estábamos en el Mar de Cortés cuando decidiste montarte a lomos de un tiburón ballena. ¡Genie, el pez más grande del mundo! Te perdiste en el azul del mar y todo lo que escuché fue un grito de alegría. —Fue uno de los mejores momentos de mi vida y sabes que nunca me ha gustado desaprovechar una buena oportunidad. He buceado con más de cincuenta tiburones ballena en Ningaloo Reef y cerca de La Paz, en México. E incluso he buceado con más de treinta tiburones blancos en el sur de Australia, en jaulas desde las que podía extender la mano y acariciarlos… No creo que esto sea lo más arriesgado que haya hecho en mi vida.
Lo cierto es que su curiosidad (o temeridad, para algunos), la había llevado a hacer grandes descubrimientos y adoraba enseñarle al mundo que los tiburones no son criaturas a las que temer. Más bien una de las criaturas más perfectas de la naturaleza; uno de sus mayores supervivientes con una antigüedad de millones de años.
Aquellos gran temidos «mafiosos de las profundidades» tenían una mala reputación. Mitos y teorías incorrectas, muchas de las cuales había conseguido desmentir. Aún tenía grabada la imagen de un grupo de ellos reposando tranquilamente en el interior de una cueva, bajo las aguas de la península de Yucatán. Hasta aquel momento, se creía que los tiburones no dormían; que necesitaban nadar constantemente para poder respirar, moviendo el agua sobre sus branquias. Sin embargo, allí estaban, inmóviles, en una especie de estado de calma o trance en el que podían permanecer durante horas.
No eran tan mortales como la gente imaginaba; como hacía creer aquella película de los setenta. Ella nunca había tenido ningún percance con un tiburón; al menos no con uno vivo. Le encantaba contar que había sido atacada por un tiburón tigre en tierra firme. Puede que la historia no fuese lo que la gente esperaba escuchar, pero al menos era una buena historia. Ocurrió hace años. Tenía que dar una charla, pero se había retrasado y no llegaba a tiempo. Colocó una mandíbula disecada de aquel ejemplar en el asiento del copiloto dentro de su coche; una pieza enorme que bien podía llegar a medir más de tres metros. Se distrajo tan solo un segundo cuando las luces del semáforo se pusieron en rojo y tuvo que frenar con brusquedad. Instintivamente, extendió su brazo para sujetar la pieza y esta se cerró sobre su antebrazo. Desde entonces lucía una marca que gustaba mostrar como herida de guerra, aunque no fuese más que el cómico resultado de una imprudencia.
Los tiburones no eran tan mortales como la gente imaginaba; como hacía creer aquella película de los setenta. Ella nunca había tenido ningún percance con un tiburón; al menos no con uno vivo.
Pero, al fin y al cabo, eso es lo que ella hacía. Contar las historias de todo aquello que había conocido y era así como conseguía atraer la atención de los estudiantes cuando daba clases en la Universidad de Meryland. Le encantaba comunicar sobre ciencia, y cuando fundó el Mote Marine Laboratory, su objetivo fue el mismo: crear un espacio donde la gente pudiera aprender más sobre el mar. Lo que empezó en un humilde edificio de madera con algunas estanterías para muestras y un muelle en la parte trasera de la bahía, creció hasta triplicar su tamaño en tan solo dos años.
Ahora seguía vinculada al Mote, aunque ya no como antes. Seguía adorando los acertijos, sobre todo si tenían que ver con peces, pues se había pasado la vida intentando descifrar más y más sobre ellos. Y aunque el cáncer hubiera provocado estragos en sus pulmones, no sería ahora cuando la alejasen del agua…
Referencias:
National Geographic: 'Shark Lady' Eugenie Clark, Famed Marine Biologist, Has Died.
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