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Cuento finalista de la quinta edición de cuentos infantiles Ciéncia-me un cuento. Organizado por la Society of Spanish researchers in the United Kingdom (SRUK/CERU).

TEXTO POR FRANCESC XAVIER BENEYTO IBÁÑEZ
ILUSTRADO POR MANU GIL
ARTÍCULOS
CIENCIA-ME UN CUENTO V | MEDICINA
27 de Diciembre de 2022

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Nunca me gustaron las agujas y me aterrorizaba la idea de que me sacaran sangre. Por eso, cuando mi abuelo me pidió que fuera con él a donar, me quedé mirándole blanca y petrificada. Ya era mayor y quería ayudar a otras personas, pero temblaba solo de pensar en el pinchazo. Lo notó enseguida y me dijo que no me preocupara; si no quería donar, no tenía por qué hacerlo. Me pidió que le acompañara igualmente y me dijo que por el camino me contaría una historia que hacía tiempo que quería contarme. Más tranquila, le dije que sí y me vestí para salir con él.

...cuando nos hacemos una herida y sangramos, el cuerpo forma coágulos de sangre, es decir, la sangre se espesa para ayudar a detener la hemorragia.

Era una mañana otoñal y había algunas nubes, pero la temperatura era agradable. Mientras esperábamos a que llegara el autobús, mi abuelo empezó a hablarme de una guerra que estalló en España en 1936, la Guerra Civil. Como en cualquier conflicto armado, cada día había numerosos heridos, pero la ciencia no había avanzado aún lo suficiente y solo se podían hacer transfusiones de un brazo a otro, es decir, transfusiones directas. Con los hospitales llenos de heridos, la cantidad de sangre que hacía falta era mucho mayor que la que se podía conseguir con este método. Lo peor era que había mucha gente que necesitaba transfusiones y no estaba en el hospital, sino en la propia guerra, en el frente.

...el austríaco Karl Landsteiner había descubierto y clasificado los grupos sanguíneos. Ganó el Premio Nobel por ello.

A los pocos minutos llegó nuestro autobús. Subimos y mi abuelo mencionó al hombre que lograría encontrar la solución a este problema: un científico catalán llamado Frederic Duran i Jordà. Era un médico que se había incorporado al Hospital 18 de Barcelona para atender a los heridos de la guerra. No se vio superado por aquella situación y decidió intentar dar con el modo de hacer llegar la sangre al mayor número de pacientes, tanto en los hospitales como fuera de ellos. Junto a unos colaboradores, crearon el Servicio de Transfusión en ese mismo hospital. Este equipo tenía el reto de hallar un sistema que permitiera hacer transfusiones de sangre en cualquier lugar, en cualquier momento y por cualquier tipo de personal sanitario.

—Y lo consiguieron en menos de un mes —dijo mi abuelo.

Paró un instante su relato, miró por la ventanilla y sugirió que bajáramos una parada antes para atravesar el parque caminando. Me pareció genial, porque así alargábamos la llegada al centro de salud. La historia me tenía atrapada, pero inevitablemente me recordaba hacia dónde nos dirigíamos.

—Era más difícil de lo que pueda parecer —advirtió mi abuelo cuando accedíamos al parque—. En aquella época aún había científicos que intentaban utilizar sangre extraída de cadáveres.

Me mareaba solo de pensarlo… Mi abuelo volvió a darse cuenta y puso su brazo sobre mi hombro acercándome hacia él. Me explicó que tampoco empezaban totalmente de cero, pues unos años antes, en 1930, el austríaco Karl Landsteiner había descubierto y clasificado los grupos sanguíneos. Ganó el Premio Nobel por ello y fue fundamental para el trabajo de Frederic y su equipo. Además, otro científico catalán, el doctor Grífols, también había estado realizando transfusiones indirectas. El problema de su sistema era que permitía almacenar la sangre solamente unas pocas horas, ya que había riesgo de contaminación bacteriana.

Para guardar la sangre tuvieron la suerte de contar con el doctor Cullell, que se había hecho con un invento de un ingeniero madrileño: el sistema Rapide. Se trataba de unos frascos de vidrio que permitían las transfusiones sin necesidad de ningún otro aparato.

Habíamos salido ya del parque y mi abuelo señaló el quiosco. Nos detuvimos unos instantes mientras compraba el periódico y comentaba con el quiosquero algunas noticias de aquellos días. Cuando retomamos nuestro camino, le pedí que me contara cómo lo habían conseguido, tenía muchísima curiosidad.

—Te contaré exactamente el método que llevaron a cabo —respondió satisfecho.

Según me dijo, primero se identificaba al donante, su grupo sanguíneo y se detectaba que no hubiera infecciones. Si todo era correcto, el donante volvía una semana después para la extracción. Se le sacaba la sangre y se mezclaba con citrato para evitar la coagulación. Yo no entendía qué quería decir eso, así que me explicó que cuando nos hacemos una herida y sangramos, el cuerpo forma coágulos de sangre, es decir, la sangre se espesa para ayudar a detener la hemorragia. Como este mecanismo de defensa del cuerpo no les interesaba, tenían que utilizar el citrato. Para guardar la sangre tuvieron la suerte de contar con el doctor Cullell, que se había hecho con un invento de un ingeniero madrileño: el sistema Rapide. Se trataba de unos frascos de vidrio que permitían las transfusiones sin necesidad de ningún otro aparato. Solo con la aguja y el filtro que llevaban conectadas las botellas se podían realizar las transfusiones en cualquier lugar. Además, se conseguía evitar la contaminación bacteriana, el gran problema con el que se había encontrado el doctor Grífols. El equipo de Frederic logró así que la sangre se pudiera almacenar hasta quince días a una temperatura de 2 °C.

Por primera vez en la historia, se llevaba sangre para una transfusión a trescientos kilómetros de distancia, hasta el frente de Aragón. A partir de ese momento, los envíos fueron semanales y se salvaron miles de vidas.

Ya lo tenían casi todo solucionado, solo faltaba llevar la sangre hasta los lugares donde se necesitase. Lo hicieron con un camión frigorífico que antes de la guerra se había utilizado para transportar pescado. Así, por primera vez en la historia, se llevaba sangre para una transfusión a trescientos kilómetros de distancia, hasta el frente de Aragón. A partir de ese momento, los envíos fueron semanales y se salvaron miles de vidas. Decía mi abuelo que este sistema funcionó durante casi dos años y que se calculaban cerca de diez mil litros de sangre trasfundidos. A los donantes se les convocaba a través de la radio, de conciertos o de carteles y participaron alrededor de treinta mil.

—¿Y qué pasó después de esos dos años? —pregunté.

Mi abuelo me respondió que la situación se complicó y la guerra se puso a favor del bando del que después sería dictador. Frederic había estado ayudando al otro bando, el republicano. Por eso, para evitar problemas serios, tuvo que salir de España. A principios de 1939, gracias a una invitación de la Cruz Roja británica, pudo escapar a Londres. Allí sabían bien que Frederic era el número uno mundial en transfusiones y su método sirvió para salvar muchas más vidas en otro conflicto horrible, la Segunda Guerra Mundial.

No salía de mi asombro con cada cosa que me iba contando mi abuelo. Jamás había oído hablar de Frederic y él conocía cada detalle, así que le pregunté por qué sabía tanto de este médico. Su respuesta me dejó de piedra: había sido una de esas personas a las que las transfusiones les salvaron la vida en el frente de Aragón. Y no solo eso, sino que incluso había conocido en persona a Frederic. Cuando mi abuelo se recuperó de sus heridas, quiso ir a Barcelona a agradecerle todo su esfuerzo y dedicación. Logró dar con él y le ofreció unos ahorros que tenía como pago por salvarle la vida.

Frederic no solo era un genio científico, sino también una persona generosa y solidaria que creía en un sistema público de salud para que todos pudiéramos disfrutar de los recursos sanitarios.

—Se lo agradezco, pero creo firmemente que las personas no deben pagar por ser curadas —le dijo Frederic—. De ser así, solo podrían ser curadas las que tienen dinero.

Mi abuelo me dijo que su admiración por este médico era infinita, y no únicamente por salvar su vida y la de millones de personas a partir de aquellos años. Frederic no solo era un genio científico, sino también una persona generosa y solidaria que creía en un sistema público de salud para que todos pudiéramos disfrutar de los recursos sanitarios.

Estábamos frente a la puerta del centro de salud y quería hablar, pero me costaba conseguir que las palabras salieran de la boca.

—Quiero entrar contigo y donar sangre —dije al fin con una voz casi irreconocible.

Mi abuelo sonrió y me envolvió en un tierno y apretado abrazo de los suyos. Mi decisión era firme y lo sería para siempre.

 

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