El error

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Primer Premio de la quinta edición de cuentos infantiles Ciéncia-me un cuento. Organizado por la Society of Spanish researchers in the United Kingdom (SRUK/CERU).

TEXTO POR FELIPE TENENBAUM
ILUSTRADO POR NEREA ORTIZ
ARTÍCULOS | KIDS
ANTIBIÓTICOS | CIENCIA-ME UN CUENTO V | PENICILINA
27 de Enero de 2023

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El científico que va a cometer un error extraordinario todavía duerme. Sueña con temibles colonias de estreptococos, meningococos y estafilococos. De esos que provocan forúnculos, dolores de garganta y calamidades mucho más graves. Al científico que va a equivocarse le gusta leer, investigar y descubrir cosas nuevas. Tanto que a veces hasta sueña con bibliotecas espaciales que contienen libros de medicina y cometas en sus estantes… o con volcanes, que en lugar de lava, escupen tubos de ensayo y placas de Petri. Ahora mismo, el 28 de octubre de 1928 a las cinco de la mañana, el hijo del científico que va a equivocarse está a punto de despertarlo con un beso en la frente. Si al menos sospechara que su padre va a meter la pata, a lo mejor se quedaría pensando en cómo darle un buen consejo. O quizás lo abrazaría fuerte y le diría que confía en su buen juicio. Como no lo sabe, se limita a darle el citado beso mientras duerme. Sarah, la esposa del científico que va a cometer un gran gran gran error, abre los ojos. Por suerte, ella no es tan dormilona y se levanta.

—Todavía es temprano, Robert. Deja que tu padre duerma un poco más. Ya sabes que trabaja mucho en el laboratorio. Puede que esta semana haga un gran descubrimiento. O la que viene…
—Pero… me había prometido que hoy nos iríamos de vacaciones.
—Imposible, cariño. Tiene decenas de experimentos a medio realizar.
—Podría dejarlos en pausa y seguir después.
—Podría… pero ¿sabes? Las bacterias no se toman vacaciones como nosotros. Son tan diminutas que no se pueden ver a simple vista… pero no te confíes, ¡crecen muy rápido! Si las dejamos estar, formarán grandes colonias en seguida. Por su culpa, hay muchas enfermedades en el mundo.
—¿Y qué puedes hacer si te enfermas?
—De momento, no mucho, cariño. Solamente cruzar los dedos y esperar… Por eso tu padre las está estudiando, porque cree que en el futuro será posible combatirlas.
—¿Tú qué opinas? —pregunta Robert a su padre que acaba de asomar la cabeza por debajo de la almohada—. ¿Verdad que podemos tomarnos un respiro? Últimamente trabajas mucho. Ya verás como al volver, haces un gran descubrimiento.

El científico que va a cometer un error extraordinario se sienta en la cama y sonríe a Robert.

—Puede que tengas razón, hijo. Los cultivos en el laboratorio crecen de forma muy anárquica y no hay forma de diferenciar unas bacterias de otras. Llevamos meses sin adelantar nada—suspira—. A lo mejor podríamos irnos unos pocos días. Tomar un tren a…
—Sí, sí—lo interrumpe Robert, entusiasmado—. Vamos al tren. Al tren. Rápido. Antes de que cambies de opinión. Vamos, mamá, tú también. Hay que hacer las maletas. ¿Dónde está mi bufanda verde y mi gorro naranja?
—¿Bufanda? ¿Con este calor?
—No hay tiempo para detalles. ¡Nos vamos de vacaciones!

Un par de horas después, la familia sale a la calle. ¿Alguien durante el camino hacia la estación sabe lo que va a pasarle al científico en su laboratorio cuando vuelva de esas vacaciones? Nadie. Ni el jardinero (que lo saluda con una margarita en la mano) ni el lechero (que le sonríe con dos grandes recipientes de leche entre sus manos) ni siquiera el zapatero (que está abrillantando una bota con una lata de betún tan oscura que parece carbón). Si alguno de ellos lo supiera, seguramente le diría que los accidentes ocurren, que, a veces, la fortuna ayuda a hacer grandes descubrimientos y luego, le darían muchos ánimos. Sin embargo, no lo saben. Y puesto que no lo saben, se dedican a saludarlos con una margarita, dos recipientes de leche y una lata de betún tan oscura que parece carbón.

En dirección contraria va un abogado. Él también se ha equivocado, pues acaba de perder un juicio. Ve primero al zapatero. Luego, al lechero. Y, por último, al jardinero. Ninguno de ellos tiene tiempo de saludarlo. El abogado se pasa maldiciendo su suerte en voz alta y no les hace caso. Pasa a tal velocidad que ni siquiera se detienen a oler la margarita del jardinero. Y es una pena, porque aquella margarita no es una flor cualquiera. Es una margarita con mayúsculas. Una MARGARITA QUE SABE LO QUE VA A OCURRIR. Sabe, por ejemplo, que el científico se llama Alexander Fleming y que el error que acaba de cometer (irse de vacaciones)… ¡es un buen error! ¡De los mejores!  ¡Uno que dará paso a la edad de los antibióticos! ¡Uno que, en definitiva, salvará muchísimas vidas y le permitirá obtener el Premio Nóbel!

Primero pasa Alexander. Luego, Sarah y por último… Robert.

—¡Eh! —susurra la margarita al niño—. ¡Eh! Tú. Sí, tú. El pequeño que lleva una bufanda verde y un gorro anaranjado, aunque hace calor... Ven un segundo. Eres Robert, ¿verdad? ¿Quieres que te cuente un secreto?
—Claro. Los secretos de las margaritas parlantes son los mejores del mundo.
—Sí, ¿verdad? Pues escucha bien: dentro de unos días, el 3 de septiembre de 1928, cuando vuelvas de las vacaciones, tu padre se encontrará con algo horrible en el laboratorio: todos sus cultivos de bacterias habrán crecido más de lo previsto en su ausencia. Primero se preocupará por el tiempo perdido y se enfadará un montón. Incluso puede que te eche la culpa por convencerlo de irse de vacaciones e intente castigarte. Tú no te preocupes. En una de las placas de Petri encontrará un cultivo que lo cambiará todo. Estará salpicado de bacterias por todos los sitios… ¡menos en un lugar! Uno en el que estará creciendo una mancha de moho. ¡Esa es la clave! «¿Por qué no crecieron bacterias allí?», se preguntará tu padre. Fácil. Porque ese moho contiene penicilina, una sustancia que impide a las bacterias crecer. ¿Te das cuenta? La penicilina mata a las bacterias. Y será tu padre el primero que se dé cuenta. Gracias a ese descubrimiento, dentro de unas décadas será posible tratar enfermedades comunes como la neumonía, gonorrea, fiebre reumática, etc. Tu padre será un héroe. Y tú también, por ayudarlo a cometer ese error tan afortunado.
—No sé si se pondrá contento… realizar un descubrimiento así… por pura suerte… no tiene tanto mérito.
—Al contrario. Existieron varios científicos que tuvieron la oportunidad de hacer este mismo hallazgo a lo largo de la historia de la humanidad. Los antiguos egipcios, por ejemplo, curaban las heridas infectadas con pan mohoso. Sin embargo, tu padre será el primer científico con los conocimientos suficientes para entender lo que ocurre entre el moho y las bacterias. Y aunque no será él quien consiga aislar este compuesto causante de la actividad antimicrobiana, servirá para que Ernst Chain y Howard Florey, de la Universidad de Oxford, lo logren más de una década después, justo a tiempo para salvar muchas vidas durante la Segunda Guerra Mundial. Tan solo un año después, en 1945, la estructura química de la penicilina será resuelta por la británica Dorothy Crowfoot Hodgkin gracias a la difracción de rayos X, lo que permitirá que se empiece a extraer penicilina en cantidades industriales y a un precio más económico y que pueda usarse con todo el mundo, no solo con militares. 
—¿¡Segunda Guerra Mundial!?
—Ups. Lo siento. Hablé demasiado… Esto,mira, por allí viene el tren. Corre, corre… ¡que te perderás tus vacaciones!

Y así, más o menos, es cómo se produjo en 1928 el descubrimiento del primer antibiótico. Podéis creerme, porque yo, la margarita que sostiene el jardinero entre sus manos, soy muy sabia.

Fin

 

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«Intrépidas», la series de tebeos sobre Pioneras de las ciencias

 

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