Wakefield, mala ciencia y un peligroso legado antivacunas: 25 años de uno de los mayores y dañinos fraudes científicos

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Este es un relato sobre algo que sucedió hace 25 años y que todavía sigue haciendo daño. Este texto, que parte de un hilo que publiqué en Twitter, recuerda una historia digna de caer en el olvido, pero que conviene saber, porque conocer y comprender nos puede hacer mejores.

TEXTO POR JOSÉ A. PLAZA
ILUSTRADO POR JAIME GONZÁLEZ
ARTÍCULOS | EFEMÉRIDES
PERIODISMO CIENTÍFICO | VACUNAS | WAKEFIELD
28 de Febrero de 2023

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El 28 de febrero de 2023 se cumplieron 25 años de uno de los casos más conocidos de fraude científico de la historia reciente: la publicación en una de las revistas médicas más prestigiosas, The Lancet, de un artículo firmado -entre otros autores- por Andrew Wakefield, que sugería un (falso) vínculo entre la vacuna infantil triple vírica y el autismo. El artículo, que generó críticas desde el principio, quedó retractado —es decir, señalado como erróneo, y desmentido— más de diez años después de su publicación, pero sembró una duda que aún alimenta las corrientes antivacunas.

Es bueno conocer la historia y cómo se desarrolló. Andrew Wakefield, un médico que trabajaba en los años 90 en el Hospital Royal Free de Londres, llevaba tiempo investigando el origen y desarrollo de diversas enfermedades inflamatorias, lo que empezaba a darle ciento nombre entre la comunidad científica. Tras varios años estudiando la relación entre inflamación y enfermedades digestivas, el 28 de febrero de 1998 publicó un artículo que marcó su carrera y provocó un terremoto científico y social. Bajo lo que podía parecer un estudio más sobre gastroenterología, se escondía una hipótesis preocupante: ¿podía provocar la vacuna triple vírica -llamada así porque protege contra el sarampión, las paperas y la rubeola- estar relacionada con la aparición de trastornos neurológicos en menores?

Wakefield y sus colegas decían haber encontrado una posible relación, tras estudiar los casos de 12 niños y niñas, entre la administración de esta vacuna y la aparición de autismo. Esta relación, extraída del estudio de un grupo muy pequeño de personas, sólo se sugería y no quedaba confirmada, pero su impacto fue enorme. La propia revista The Lancet publicó otro artículo firmado por expertos de los Centros para la Prevención y el Control de Enfermedades de Estados Unidos (ECDC) en el que se advertía de la necesidad de confirmar unos resultados con poca base científica, y un segundo artículo sobre los peligros de generar dudas sobre una vacuna totalmente asentada. Wakefield comenzó a aparecer en medios de comunicación señalando continuamente una misma idea: “Un solo caso más de autismo ya es demasiado, así que no recomiendo esta vacuna”.

El mensaje, tras moverse por entornos científicos, empezó a llegar a la sociedad. De poco sirvieron réplicas como esta declaración de un grupo de 30 expertos del Reino Unido, que señalaron que no existían pruebas que relacionaran la vacuna con el autismo, y que no había razón para modificar el calendario de vacunaciones. Consciente de que la hipótesis parecía endeble, si no desacertada, la comunidad científica trató sin éxito de confirmar los resultados obtenidos por Wakefield y sus colegas. Nadie lo consiguió.

Mientras, el impacto social seguía al alza: se extendió la (falsa) creencia de que la vacuna causaba autismo, lo que provocó graves consecuencias, como una caída de las tasas de vacunación y un aumento de brotes de sarampión. Un ejemplo: en 1997 la tasa de vacunación contra el sarampión en Reino Unido era del 92%. La cifra cayó justo en 1998, el año de publicación del artículo de Wakefield, muy por debajo del 90%, y en 2002 quedó en un 83%, lejos de la denominada inmunidad de grupo, que facilita la protección social frente a la infección. Pudieron influir más factores en la caída de las tasas de vacunación, pero el efecto Wakefield sin duda se notó

Los movimientos antivacunas cobraron fuerza gracias a la investigación, al altavoz mediático que se generó y a la intensa labor social de desinformación que Wakefield lideró, convirtiéndose en un apóstol de la lucha contra la vacunación, con un séquito creciente de seguidores. Ante la imposibilidad de demostrar su hipótesis, y debido a su comportamiento, el hospital donde Wakefield trabajaba decidió despedirle. De forma paralela, el tema se judicializó y surgieron numerosas demandas de padres y familiares por los posibles daños de la vacuna sobre menores. La bola de nieve no dejaba de crecer.

El artículo, que generó críticas desde el principio, quedó retractado —es decir, señalado como erróneo, y desmentido— más de diez años después de su publicación, pero sembró una duda que aún alimenta las corrientes antivacunas.


Periodismo científico ‘al rescate’

Mientras las dudas científicas y el daño social se extendían, el periodismo se interesaba cada vez más por la historia. Fruto de este interés, un periodista del Sunday Times, Brian Deer, publicó en 2005 un reportaje clave en esta historia. Tras varios años de trabajo de investigación -quizá con mayor implicación de la que mostraban algunos agentes científicos- el reportaje de Deer puso sobre la mesa numerosos conflictos de interés de Wakefield en su investigación, su falta de ética e integridad, y confirmó un runrún que ya circulaba: su artículo era un fraude. Su reportaje fue un bombazo, y su trabajo periodístico llegó incluso a publicarse en revistas científicas como el British Medical Journal. The Lancet, donde Wakefield había publicado su investigación fraudulenta, mantenía por aquel momento un incómodo silencio.

Con el trabajo de Deer salieron a la luz intereses ocultos de Wakefield contra la vacuna y se confirmaron malas prácticas clínicas y éticas en su trabajo. Su hipótesis de relación entre la vacuna y el autismo no se sostenía y estaba construida sobre mentiras interesadas. Entre otras cuestiones ilícitas, se descubrió que Wakefield había ganado millones de dólares vendiendo kits de diagnóstico relacionados con un síndrome inxistente, que era el titular de la patente de una vacuna que era competencia de la que criticaba en su estudio, y que había sido contratado por un abogado que representaba a familias antivacunas, con el objetivo de llevar más lejos las dudas sobre la vacunación.

Las fichas empezaron a caer. Los investigadores que firmaron el estudio con Wakefield renegaron del artículo y de su colega. El Consejo General de Médicos del Reino Unido abrió una investigación oficial y la comunidad científica y sanitaria le dio la espalda, pero Wakefield seguía pregonando los peligros de las vacunas. En 2010, más de 12 años después de la publicación del artículo y cinco después del reportaje de Brian Deer, el Consejo General de Médicos del Reino Unido acabó su investigación, expulsó a Wakefield y le retiró su permiso para ejercer la Medicina.

Las razones para retirarle su licencia de médico fueron numerosas. Los niños y niñas participantes en el estudio habían sido elegidos con ayuda de colectivos antivacunas, no estaban realmente diagnosticados de autismo y muchos de sus problemas de neurodesarrollo eran previos a la vacunación y a su participación en el estudio, que había sido financiado y diseñado con el objetivo de mentir y, de paso, generar demandas. Pero tuvieron que pasar 13 años para que, en 2011, la revista The Lancet retractara el artículo completo. ¿Qué significa retractarse de un artículo publicado? Se hace público que esa investigación es incorrecta y no debe tomarse como referencia, pero el artículo sigue quedando a la vista de quienes quieran consultarlo. La revista admitió de forma pública que ese fraude nunca debería haberse publicado, sí, pero esto no supuso el final de la historia, ni mucho menos.


El legado Wakefield: antivacunas, negacionismo, desinformación y conspiranoia

Aun con el artículo retractado, la influencia del artículo de Wakefield sigue siendo innegable, tanto como base para el movimiento antivacunas como un gran ejemplo de fraude científico. Aparentemente inmune a las pruebas en su contra y al rechazo de la comunidad médica y científica, y probablemente crecido por el apoyo de muchos sectores sociales, Wakefield aún sigue mintiendo y defendiendo que su investigación fue correcta. Sigue pregonando que la hipótesis que vincula vacuna y autismo tiene base, y que vacunar puede ser un peligro social.

Pese a que -con cierto retraso- la ciencia ha desmontado sus mentiras, muchas personas las siguen creyendo. No son pocos los colectivos que enarbolan la historia de Wakefield como ejemplo de resistencia ante presuntas conspiraciones científicas y gubernamentales. Para algunos, este médico mentiroso es un adalid de la lucha contra poderes opresores que engañan al pueblo. Circulan numerosas teorías conspiratorias en torno a las vacunas, muchas de ellas ligadas al movimiento negacionista. Pero no sólo se trata de las personas convencidas que creen erróneamente que las vacunas pueden ser peligrosas: quienes tienen alguna duda sobre las vacunas, y tienen -como ha podido suceder durante la pandemia -preguntas razonables, pueden verse afectados por el ruido generado por ideas antivacunas. Las vacunas no son perfectas, las personas no somos omniscientes, y es lícito que podamos tener dudas sobre su uso. Frente a la recomendación de confiar en fuentes veraces, en la comunidad médica y científica, la desinformación es una amenaza real para todo el mundo, y no es sencillo gestionarla.

La mentira de la vacuna triple vírica y el autismo ha alimentado otros bulos que también afectan a las vacunas en general, como el que señala a uno de los compuestos utilizados para desarrollar vacunas, el timerosal, como causa de intoxicaciones ligadas a la presencia de mercurio. Otros bulos similares hablan de la presencia de niveles de aluminio en las vacunas capaces de causar enfermedades. No son más que mentiras, como explica esta respuesta del Comité Asesor de Vacunas de la Asociación Española de Pediatría (AEP).

El caso Wakefield, además de un ejemplo paradigmático de fraude científico, muestra bien cómo la desinformación se acompaña de intereses y puede generar cambios sociales relevantes, con percepciones y comportamientos infundados y potencialmente peligrosos. Tan importante es hacer la ciencia como contarla, pero hay que saber comunicarla bien para que sus mensajes puedan interpretarse de manera correcta. En el caso Wakefield casi todo salió mal: la investigación se basó en mentiras interesadas, la revista tardó demasiado en retirar el artículo, se generó un altavoz mediático injustificado y parte de la sociedad aceptó, por los motivos que fueran, una mentira científica peligrosa.

Cuatro lecturas de una historia con muchas aristas: las vacunas son seguras

Hay muchas lecturas en torno a esta historia, pero he elegido cuatro para tratar de hacerla más comprensible, hablando con cuatro personas expertas en vacunas, en ética científica, en el estudio de la percepción social y en comunicación científica.

La lectura puramente científica señala que Wakefield no tiene razón, que su estudio no era clínicamente válido, que la vacuna triple vírica no causa autismo, y que las vacunas son seguras y cuentan con probados niveles de eficacia. Ángel Hernández Merino, médico pediatra especializado en vacunas, explica que pese a haber pasado 25 años, “el tristemente famoso y fraudulento artículo de Wakefield ha tenido y sigue teniendo efectos desastrosos sobre la confianza y el seguimiento de las recomendaciones de uso de las vacunas en general, y de la vacuna triple vírica en particular”. A su juicio, la retractación “no cerró el asunto porque sus insidias siguen teniendo efecto: en muchas personas y profesionales honestos prendió la semilla de la duda, y se abonaron reticencias con consecuencias en la vida real, en forma de oportunidades de vacunación perdidas, rumores sobre falsas contraindicaciones, demora en algunas vacunaciones, etc.”.

Hernández Merino ve tres efectos “especialmente lamentables” del caso Wakefield: “En primer lugar, minando la confianza en la ciencia y en el sistema de gestión científica. En segundo lugar, porque incide especialmente en países, grupos de población y personas con menores recursos y nivel educativo, lo que conduce a un círculo vicioso de peor salud y menor confianza en las herramientas que pueden mejorarla. Y, en tercer lugar, por los inmensos recursos gastados en refutar los argumentos y efectos de este fraude”.


Ética e integridad científica

Otra de las lecturas en torno al caso Wakefield es la relacionada con la ética y la integridad científica. En este caso, las conclusiones son también claras: su investigación fue un fraude que vulneró, a sabiendas, numerosos principios de la ética biomédica. Lluis Montoliu, investigador en el Centro Nacional de Biotecnología del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) y expresidente del Comité de Ética de esta institución, señala que el problema principal del artículo es que, a pesar de estar retractado desde 2011, “se puede seguir encontrando, leyendo y citando en las bases de datos de artículos científicos que están accesibles para cualquiera en Internet”.

Montoliu destaca el impacto que sigue teniendo Wakefield y su publicación, porque la historia “la conoce la mayor parte de la comunidad científica y también gente ajena a ella, pero interesadas en estos temas. Para un gran número de personas, quizás no suficientemente informadas o con una predisposición a no creer en los beneficios de las vacunas, les hará ponerse a la defensiva saber que un médico correlacionó vacunas y autismo, y creerán que disponen de un argumento para su negativa a vacunarse y, lo que es peor, vacunar a sus hijos”.

El investigador del CSIC lamenta que la transparencia del sistema, “que marca como retractado un artículo objetivamente fraudulento y tóxico sin borrarlo del historial de publicaciones científicas, se vuelve en contra de la propia comunidad científica”. La influencia de la publicación es innegable: “En Web of Science [un servicio público en línea de información científica] se puede comprobar el número de estudios y de revistas que han citado su artículo desde 1998. A pesar de que fue retractado en 2011, ha seguido citándose y referenciándose ampliamente: en 2020 se citó más de 5.000 veces y este año lleva ya más de 200 citas”. En total, el artículo lleva ya más de 57.000 referencias acumuladas en los últimos 25 años: “Algunas de estas citas son para resaltar el fraude, pero el verdadero problema es que otras siguen refiriéndose a este artículo para elaborar sus teorías pseudocientíficas, seguir denostando las vacunas y asociarlas, sin razón, a la aparición de casos de autismo, consiguiendo que mucha gente no vacune a sus hijos”.

La importancia de saber y estudiar qué piensa la gente

Una tercera lectura nos acerca a las ciencias sociales y a la importancia de estudiar el comportamiento humano y la percepción social en relación con la ciencia. María Romay Barja, científica del Instituto de Salud Carlos III (ISCIII), lleva años estudiando las relaciones entre ciencia y sociedad, y entre 2020 y 2022 ha trabajado en el estudio COSMO-Spain, que ha valorado la percepción social frente a la pandemia, centrándose en cuestiones como la confianza en las vacunas. Según explica, la mayoría de las medidas que se proponen para prevenir enfermedades “conllevan un cambio en el comportamiento de la población, incluida la vacunación. Decidir o no adherirse a una vacuna está muy relacionado con los conocimientos que la población tenga sobre una enfermedad, la percepción de su gravedad, así como de la disponibilidad de las vacunas y las posibles barreras de acceso”.

Como se ha podido ver en los últimos años, una adecuada percepción de los riesgos y beneficios de una determinada intervención juega un papel muy importante en el comportamiento de la población en relación con su salud: “Tener una elevada confianza en la ciencia y en la información que dan los científicos, frente al ruido mediático y algunos efectos de las redes sociales, ha resultado crucial en el nivel de cumplimiento de las medidas preventivas de la población durante la pandemia de COVID-19 en España”, recuerda Romay Barja.

En torno al caso Wakefield, coincide en que su impacto se sigue notando: “Han pasado 25 años, pero todavía podemos ver efectos negativos en determinados colectivos. Por ejemplo, un estudio publicado hace sólo unas semanas muestra que la baja cobertura de la vacuna triple vírica en algunas localidades de Suecia con una alta densidad de población somalí se debe todavía a la creencia de que esa vacuna puede provocar autismo en sus hijos”.

La investigadora del ISCIII añade que un primer paso en el diseño de intervenciones dirigidas a mejorar la salud de la población “debe ser comprender quién debe hacer qué, cuándo y durante cuánto tiempo para alcanzar esos objetivos”. El estudio del comportamiento relacionado con la salud “se centra en comprender por qué se producen determinadas actuaciones y procesos de toma de decisiones, evaluando los comportamientos de la población relacionados con la salud para crear entornos propicios y mejorar la prestación de servicios sanitarios haciéndolos más accesibles, aceptables y convenientes”. Según explica, para que un programa de prevención tenga éxito “debe tener en cuenta las preocupaciones y percepciones de la población, especialmente de los grupos más vulnerables, porque conocer los comportamientos relacionados con la salud a nivel individual, comunitario y es esencial para el éxito de las estrategias de prevención y control de las enfermedades”.


Contar la ciencia: comunicación y periodismo

Finalmente, está la lectura de la comunicación científica. La ciencia trabaja ampliando conocimientos, evolucionando y, en muchas ocasiones, corrigiéndose a sí misma. En cualquier ámbito científico, los nuevos conocimientos pueden añadirse y complementar a los ya existentes, pero también pueden generar hipótesis nuevas, derrocar otras consideradas plausibles hasta ese momento, o incluso cambiar paradigmas establecidos y considerados válidos por la comunidad científica. En el caso Wakefield sucedía esto, pero era mentira. Uno de los retos de la comunicación científica es manejar información veraz y trasladar a la sociedad esta idea: lo que la ciencia piensa hoy puede cambiar mañana, porque el conocimiento cambia. Asumir esto es fundamental para acercarse a la ciencia, conocerla y confiar en sus posibilidades.

Pampa García Molina es periodista científica y directora del Science Media Center España, una oficina independiente impulsada por la Fundación Española para la Ciencia y la Tecnología (FECYT) que ofrece a los medios de comunicación y periodistas recursos, contenidos fiables y fuentes expertas para cubrir la actualidad relacionada con la ciencia. En su opinión, el caso Wakefield “es paradigmático sobre la importancia del periodismo a la hora de ejercer una de sus funciones clave: la vigilancia. Nuestro objetivo es informar, con reglas y códigos profesionales propios, cumpliendo una función social. En nuestra lectura diaria de artículos e historias sobre ciencia, en ocasiones encontramos conflictos que merecen ser contados, o cuestiones que nos huelen ‘raro’ y sobre las que debemos profundizar para asegurarnos que el público acceda a una información contrastada y matizada”.

La coordinadora del Science Media Center España recuerda un caso muy mediático de hace unos años: “En España sucedió con el caso de Nadia, en el que el padre de una niña con una enfermedad rara convenció a algunos medios, que no se ocuparon de contrastar su versión, de una historia rocambolesca que tuvo una enorme repercusión y que estaba diseñada en su propio beneficio económico. Fueron dos periodistas quienes desenmascararon al impostor de una manera muy simple: haciendo su trabajo”.

El periodismo científico habla sobre la buena ciencia, pero también está para señalar las malas prácticas: “Quienes nos dedicamos al periodismo de ciencia sabemos que somos prescriptores de las noticias que llegan a la sociedad. Cada día, entre cientos de opciones, escogemos sobre qué estudios vamos a hablar, qué ciencia vamos a ofrecer en la agenda informativa. Esa es quizá la mayor responsabilidad en nuestro oficio porque hay buena ciencia, pero también hay mala ciencia, o ciencia que sabemos que se va a malinterpretar fácilmente si no la contamos bien, con las fuentes y el contexto necesarios”, concluye Pampa García Molina.


Una historia inacabada

Como estamos comprobando, 25 años después del Caso Wakefield se siguen notando los efectos de la mala ciencia. En España el movimiento antivacunas tiene escasa fuerza, pero hay lugres en los que es un verdadero problema. Puede ser un riesgo seguir difundiendo esta historia para que se siga utilizando de forma falaz e interesada, pero creo que en la balanza riesgo-beneficio sigue ganando la opción de contarla bien. Espero que recordarla y conocer sus consecuencias pueda ser un granito de arena más para apoyar la integridad científica, la buena comunicación de la ciencia y el espíritu crítico en la sociedad.

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