Misterio en la casa abandonada

Portada móvil

Ana y Sofía están aburridas; es la hora de la siesta en las vacaciones de verano. ¿Y si van a la casa de la esquina, esa que está abandonada?, desafía Sofía. Ana acepta ante la insistencia de su amiga. Lo que no saben es que allí hallarán un fragmento de periódico con una noticia estremecedora: ¿Alienígena? ¿Ser creado en laboratorio? ¿Moho amorfo voraz? ¡Acompáñalas a descubrirlo!

TEXTO POR PAULA MARIEL LIVERATORE
ILUSTRADO POR JOEL OLMEDO
ARTÍCULOS | KIDS
MISTERIO | MOHO | PRINCIPIA KIDS
30 de Enero de 2024

Tiempo medio de lectura (minutos)

—¡Qué rollo! No puedo más con este calor —se queja Sofía recostada sobre el sofá, abanicándose con las manos.
—Le tendríamos que haber pedido a Laura ir a su piscina —sugiere Ana sentada en la silla del comedor de su amiga mientras se seca la frente con una servilleta.
—Tú porque no te atreves a ir a la casa de la esquina. Al menos así mataríamos el tiempo.
—No es que no me atreva. No le veo la gracia a entrar en una casa abandonada donde vivían una anciana estrafalaria, que creía en extraterrestres, con un cuervo negro como mascota.
—Reconócelo, Ana: ¡tienes miedo!
—A veces Sofía eres muy tenaz, por no decir, PE-SA-DA.
—¡Estoy A-BU-RRI-DA!
—Vale, vamos, pero la que pierde al Worldle, entra, y la otra se queda vigilando fuera.
—¡Yupi! Estuve practicando, ya verás.

Ana está segura de que ganará. Geografía es su asignatura preferida, nadie conoce los países mejor que ella. Y así es. Sofía no identifica el primer país en la pantalla del móvil: Islandia.

—¡Vale, yo entro! Total, a mí no me asusta. Espera que ya vuelvo —decide Sofía, quien ya corre por las escaleras. Cuando baja, lleva una sudadera con capucha negra.
—¿Qué haces con eso puesto con cuarenta grados a la sombra, Sofía?
—¿No voy a entrar en una casa abandonada? Pues eso, tengo que ponerme en ambiente.

Ana niega con la cabeza mientras Sofía coge una linterna del cajón de la cocina.
Ya listas, las dos amigas salen de la casa; la brisa caliente les abraza la piel. Sofía suda desde que atraviesa la puerta, por llevar una sudadera con semejante calor y porque, aunque no lo reconozca, está inquieta.
Van caminando como quien no quiere llegar a destino, cuando el canto de un búho interrumpe el silencio de la siesta aldeana.

—¿Los búhos no duermen de día? —pregunta Sofía ansiosa.

«¿Alienígena? ¿Ser creado en laboratorio? Estados Unidos advierte sobre el descubrimiento de la masa devoradora ¡A rezar!».

Ana no responde, solo mira lo que tiene delante: han llegado a la casa de dos pisos, de cemento resquebrajado, rodeada de alta hierba amarillenta y árboles frutales donde cucarachas, gusanos y moscas se están dando un festín.
Sin poder controlarse, Ana abre la boca:

—¿De verdad tenemos que hacer esto, Sofía? 

 Sofía está a punto de abrir la puerta de madera carcomida y despintada cuando una ráfaga de aire caliente le eriza todos los pelos del cuerpo. Se dice que lo mejor es entrar por la ventana del costado, que ha quedado entreabierta.
Al ver que su amiga se dispone a entrar a la casa empujando la persiana de plástico hacia arriba, Ana comienza a tiritar, como cada vez que se pone nerviosa.

El interior de la casa está frío, lo cual agrada a Sofía, que suspira aliviada. Percibe un olor raro, pero piensa que así deben oler las casas deshabitadas. Enciende la linterna pues todo es penumbra, a pesar de los rayos de luz que se cuelan por los huecos de las puertas y persianas. Aunque sabe que no tiene sentido, tiene la extraña sensación de estar acompañada. Va recorriendo con la mirada lo que la linterna alumbra: telas de araña, muebles cubiertos de polvo y adornos de platillos voladores y seres amorfos de color verduzco con cabezas alargadas, un cuadro de un gato negro melenudo y otro de la antigua dueña extremadamente maquillada, con una sonrisa muy blanca y artificial, que no pega para nada con las arrugas que el pintor del cuadro no ha querido disimular.
El polvo que circula en el aire le da ganas de estornudar, pero Sofía se contiene cuando advierte un abrigo, una bufanda y un gorro, al lado del armario de entrada. Petrificada, con el corazón que se le sale por la boca, reconoce que es un simple perchero. Se maldice a sí misma por su cobardía.
Va temblando a la cocina. Parece como si a pesar de estar desocupada hace años, la dueña se hubiese marchado ayer: tazas sobre la mesa, platos y vasos en el secador. Hasta un trapo de E.T. colgado de la manija del horno.
Como por allí no ve nada interesante, Sofía sube las escaleras. Las maderas crujen. La primera habitación a la derecha tiene la puerta cerrada. Sofía la abre apresurada para evitar cualquier duda.

¡Aaaahhhhh!—grita Sofía tapándose los ojos. No sabe si chilla por miedo a la familia de ratas que se escabulle bajo sus pies o porque su imaginación ha previsto espíritus, alienígenas y monstruos sin cabeza.

Ana llega corriendo a la habitación de la anciana y burlándose de su amiga, dice:

—¿Tanto escándalo por un par de ratas, Sofía? ¡Al final te asusta hasta tu propia sombra!

Sofía tarda en responder porque está concentrada inspeccionando, gracias a su linterna, un recorte de un viejo periódico que se halla sobre la cómoda.

—¿Eh? Sí, vale, vale. Ahora mira, lee.

Cuando Ana se acerca, apoya sus manos en la cómoda, pero las saca de inmediato pues hay algo pegajoso y amarillento. Sofía, sin esperar a que su amiga ojee el recorte, lee en voz alta el titular: «¿Alienígena? ¿Ser creado en laboratorio? Estados Unidos advierte sobre el descubrimiento de la masa devoradora ¡A rezar!».

—Sofía mira la pared… ¡está llena de noticias de extraterrestres!
—Cada loco con su tema… Igual, parece que se hubiese tenido que marchar en el medio de la noche. Todo muy extraño, Ana.
—No lo sé, pero este olor a humedad no me deja pensar.
—¡Sí! Huele mucho a moho y se siente cada vez más.

Sofía termina de hablar y un cosquilleo le recorre la espalda al mismo tiempo que se escucha: ¡PAM!

—¿Qué fue eso? —pregunta Ana con voz entrecortada.
—No lo sé y no quiero averiguarlo. Salgamos por la ventana, que el tejado nos amortiguará la caída.

Ana abre la persiana y la ventana volando. Sofía coge el trozo de diario y las dos salen de la casa a toda prisa, resbalando por el tejado. Caen como bolsas de patatas en los altos pastizales amarillos.
Corren como si no hubiese un mañana los escasos metros que separan la casa abandonada de la de Sofia. Llegan jadeantes y sudadas. Sofía ni se fija en sus moratones, resultado del salto, ni bebe el agua que Ana, después de lavarse con insistencia sus manos, ha servido para las dos. Se sienta y sigue leyendo la noticia: 

«Dos adolescentes aseguran que ‘La Mancha’, la criatura amorfa que aterrorizó a una mujer mientras ordenaba su jardín en Dallas, Estados Unidos, llegó en un meteorito que ellos habían encontrado en un descampado. Las descripciones del supuesto ser extraterrestre dada por los dos jóvenes concuerdan con la narración que hizo la señora.

Marie Harris, ama de casa, pensando que era una seta, la roció con herbicida, pero al día siguiente, la masa gelatinosa había duplicado su tamaño. Inmediatamente llamó a los bomberos y las fuerzas del orden quienes trataron de incendiarla, ahogarla e, incluso, le dispararon. Sin embargo, la mancha amarilla seguía creciendo.

Los conspiranoicos sostienen que la cosa, parecida a un moho de varias cabezas, que devora todo lo que encuentra en su camino, es fruto de experimentos científicos. El gobierno de Estados Unidos, por su parte, ha aplicado mano dura y ha enviado ‘La Mancha’ al Ártico, encerrada en una caja, con el propósito de congelarla para siempre jamás».

—Me pongo a tiritar de nuevo —comenta Ana frotándose los brazos para evitar los escalofríos.
—Con este calor no se me hiela la sangre, aunque…
—Pero ¿realmente la han congelado? ¿Y el pegote amarillento de la cómoda? ¿Tú lo has tocado, Sofía? ¡Porque yo sí! ¿Tengo las manos rojas o es mi impresión?

Sofía coge el móvil que había dejado sobre la mesa y dice:

—¡Calma, Ana! Nada como una buena dosis de Internet.

Después de consultar información fehaciente por allí y por allá, Sofía lee:

«Physarum polycephalum no es animal ni hongo ni planta: es un moho unicelular, es decir organismo de una sola célula. También llamado Blob, mancha, masa o moho de muchas cabezas, se lo reconoce por su color amarillo patito.
Este ser, que se parece a una tortilla francesa, aprende, aunque no tiene cerebro y avanza un centímetro la hora, aunque no tiene piernas.
Vive en lugares oscuros y húmedos, en árboles u hojas en descomposición, come desde palomitas de maíz hasta setas y bacterias.  
Se pone a dormir si no tiene buenas condiciones de vida, es decir, hasta que no tiene agua suficiente o una temperatura de entre 18 y 24°C. Y cuando se le corta, cicatriza y da vida a otro Blob, por eso se dice que es casi inmortal.
La mancha es un depredador increíble, que vive en la tierra desde antes de los dinosaurios, pero no es inmortal: una babosa y ¡zas!».

—Uf, al menos los humanos estamos a salvo —se consuela Ana.
—Si, seguro que no nos devorará y ¡que no es extraterrestre!
—¿Seguro? —pregunta Ana mirando a los ojos a su amiga.

«Physarum polycephalum no es animal ni hongo ni planta: es un moho unicelular, es decir organismo de una sola célula. También llamado Blob, mancha, masa o moho de muchas cabezas, se lo reconoce por su color amarillo patito.

Sofía dobla despacio y con cuidado el trozo de periódico en su sudadera y responde provocadora:

—¡Mañana de nuevo, Ana!

 

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