Love is in the air o el amor está en el aire

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Los días se vuelven cálidos por las tierras del norte. Para las águilas calvas —también llamadas águilas de cabeza blanca—, el sol, que despierta a la vida, les indica que el momento tan ansiado ha llegado. El macho carraspea, saca pecho y está listo para entrar en acción. Porque junto a su hembra está a punto de llevar a cabo su espectacular salto mortal.

TEXTO POR PAULA MARIEL LIVERATORE
ILUSTRADO POR HAIZEA SAN GABINO
ARTÍCULOS
ANIMALES | ORNITOLOGÍA | SAN VALENTÍN | ZOOLOGÍA
14 de Febrero de 2024

Tiempo medio de lectura (minutos)

Las plumas blancas y amarronadas brillan buscando para un lado, para el otro. Las alas agitan el aire, palpitando el gran momento que se acerca. Y de su siringe estalla la primera estrofa:

«El amor está en el aire, dondequiera que miro a mi alrededor». Hace una pausa y continúa con su canto: «en todo lo que veo y todo lo que oigo».

La primavera está aterrizando por el sureste de Alaska y el macho de águila calva lo sabe. Sus pupilas renegridas y sus iris amarillos están al acecho. Y no para cazar una presa. Todo en él, posado en esa rama de pícea de Sitka, está expectante. Sin embargo, no siente ansias pues está seguro: su canto acompañado de la sonata de pico, patas, alas y cola atraerán a su hembra.

Así, con la paciencia ganada a través de la experiencia, sigue llamando:

«El amor está en el aire, en el susurro de los árboles…El amor está en el aire, en el estruendo del mar».

Y allí aparece ella, la trae el viento tibio del sur. No hay dudas de que es una hembra, porque su figura es bastante más grande que la del macho. Él la sigue con su aguda vista mientras observa cómo sus garras se aferran a otra rama, de otro árbol, no tan lejos, no tan cerca. Y una vez situada, ella responde al llamado, cantando:

«El amor está en el aire, el amor está en el aire, oh, oh. El amor está en el aire, el amor está en el aire, oh, oh».

Satisfecho de esta pequeña primera victoria, ya suspendido en el cielo, él la desafía: «¿Lista para volar?».

Ella duda de ese macho de seis años que ha visto, en otras ocasiones, no tener éxito. Pero su instinto le hace volar hacia él. Se aproxima y sin tiempo a nada, él agarra con sus uñas corvas las de ella y se lanzan vertiginosos hacia el vacío. Sus cuerpos emplumados giran y giran en el aire, confiando el uno del otro, unidos por sus garras y bajando a toda velocidad. Sus picos amarillos, las puntas opuestas de esa peonza, se equilibran como expertos acróbatas. Y dando vueltas, en caída libre, cuando ya el choque contra la tierra es inminente, se sueltan y lo saben: el amor sí está en el aire.

Sus corazones laten al unísono, felices porque ese ritual que acaban de llevar a cabo es la prueba que deben sortear para pasar al siguiente nivel: formar pareja y reproducirse. Y no es un capricho: las águilas calvas son depredadoras y tienen que estar en buen estado físico. Deben demostrar agilidad, coraje y fuerza para cazar aves acuáticas y pequeños mamíferos, así como pescar arenque, abadejo o salmón. Y porque en todo caso, se necesita de esa temeridad de tirarse al vacío para formar un hogar, un nido de amor que dure, si se puede, para toda la vida.

Satisfechos por lo que acaban de lograr, se sujetan a las ramas de una pícea, uno junto al otro. Ella, sin poder contenerse, le dice:

—Para estar a mi lado hay que estar un poco loco, pero no pensé que estuvieses así de loco.
—Llegamos muy cerca de la tierra, subidón de adrenalina, ¿no?
—¡Qué mareo con esas vueltas! ¡Tuve que cerrar los ojos! ¡Repitámoslo!
—¿podemos decir que aprendí a seducir a una hembra de águila calva? —pregunta el macho mientras sus picos se chocan, acariciándose.
—Yo te veía practicando y, para serte sincera, no daba ni dos salmones por ti… Pero, vaya, qué espectáculo, ¡me has dejado sin chillido!
—Sí, llevó su tiempo, pero valió la pena el esfuerzo.
—No es nada personal, ya lo sabes, pero me tenías que demostrar que tus genes son los mejores para nuestros futuros aguiluchos —le explica ella, volteando su cabeza blanca para verlo de frente.
—Sí, lo sé. No por nada somos águilas calvas: sagradas, símbolo de poder y fertilidad.
—Construiremos el nido más grande del mundo entre los dos —reflexiona ella en voz alta.
—Y nuestros pichones, uno, dos o tres que nazcan, deberán ser los más fuertes —aclara él, conocedor del destino de los débiles en la naturaleza.
—Sí, a los que veamos fuertes y sanos no les faltará nada. Estaremos los dos para que sobrevivan.
—Y cuando ya no nos necesiten y nos vayamos cada uno por su lado a las orillas del mar o lagos o ríos, volaré hacia ti cada primavera —promete él.
—Y cada primavera cantaremos…
—En esa espiral que es la vida…
El amor está en el aire.

*Estrofas tomadas prestadas de Love is the air, canción de John Paul Young.

 

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