El porqué de las abejas

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Cuento finalista del tercer concurso de cuentos infantiles Ciéncia-me un cuento. Organizado por la Society of Spanish researchers in the United Kingdom (SRUK/CERU).

TEXTO POR LIDIA DELGADO CALVO-FLORES
ILUSTRADO POR LIDIA IVARS
ARTÍCULOS | MUJERES DE CIENCIA | KIDS
ABEJAS | BIOLOGÍA | CIENCIA | ENTOMOLOGÍA | ZOOLOGÍA
10 de Diciembre de 2020

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Era un día caluroso de mediados de agosto. Habían acabado de comer y los abuelos de Mario, con quienes estaba pasando el verano, se habían ido a descansar un rato. Mario y Wellington, su perro corgi, se miraron con cara de aburrimiento al pensar en lo lento que iba a pasar el tiempo hasta que fuera hora de ir a la piscina. Sus abuelos se lo tenían dicho, no se arma jaleo a la hora de la siesta que se molesta a los vecinos, así que arrastrando los pies el niño y las patas el perro, se sentaron en el porche a esperar. Mario se puso a leer un libro que le habían mandado en el cole para el verano, se llamaba La isla del tesoro y narraba las aventuras de un niño y un grupo de piratas en la búsqueda de un tesoro enterrado en una isla tropical. Mientras tanto, Wellington roncaba medio adormilado a sus pies.

De repente, un zumbido sobresaltó a Wellington, que se puso en pie de un salto. Una abeja revoloteaba cerca de las macetas de geranios que su abuela tenía en las escaleras del porche. El perro, que se volvía loco ante la presencia de insectos voladores, salió disparado como un resorte hacia la abeja, ladrando muy fuerte, porque por si no lo sabéis, la raza corgi tiene uno de los ladridos más fuertes y molestos del mundo perruno. La abeja, en guardia por el barullo, se giró para ver lo que estaba ocurriendo y entonces vio algo enorme y peludo, con la boca abierta y llena de dientes y babas, corriendo hacia ella. Presa del pánico, la pobre abeja no tuvo más remedio que darle un buen picotazo a Wellington en el hocico. Mario se llevó las manos a la cabeza y fue corriendo hacia su perro que lloraba desconsoladamente mientras su nariz se iba hinchando más y más.

—¿Por qué existen las abejas? —Gritó el niño—. ¡No sirven para nada, solo saben picar y hacer daño!
—¡Auuuuuuuuuuuuuu!! Auuuuuuuuuuuu! —Aullaba el perro, como dándole la razón a su amiguito.

 Con todo el alboroto, el abuelo de Mario se había asomado por la ventana a ver qué estaba ocurriendo y al ver al niño tan enfurruñado y al perro lloriqueando se asustó mucho. Bajó las escaleras de dos en dos y en un momento estaba en el porche.

—Mario, ¿qué ha pasado aquí? ¿Estáis bien? —Le preguntó preocupado a su nieto.

Entonces Mario le contó lo que había pasado con la abeja

—Abuelo, ¡Wellington no ha hecho nada! ¡Solo la persiguió ladrando y la abeja le dio un picotazo sin venir a cuento!
—Jajajaja —el abuelo soltó una carcajada—, mi pequeño Mario, no te preocupes por

Wellington, nada le va a pasar porque le haya picado una abeja, acompáñame a la cocina a por un poco de hielo para ponérselo en el hocico.

Mario acompañó a su abuelo a la cocina y el perro los siguió de cerca. El hielo hizo su efecto, y un momento después Wellington roncaba despatarrado en el sofá como si no hubiera pasado nada. Sin embargo, Mario seguía muy enfadado porque no entendía por qué tenía que existir un animal como las abejas, ruidosas, molestas y que además pican. Y con eso en la cabeza llegó la hora de ir a la piscina. Sus abuelos también se pusieron el bañador y se fueron con su nieto a la piscina comunitaria que compartían con otros vecinos de la urbanización. El perro Wellington se quedó durmiendo en el sofá, quiero decir, guardando la casa.

—¡Hola, Mario! ¡Ya pensaba que hoy no ibas a venir! —Lo saludó Alejandra, una amiguita que conocía de anteriores veranos.
—Pues es que no sabes lo que le ha pasado a Wellington, ¡Se le puso la nariz como un pimiento! —Contestó Mario exagerándolo todo—. ¡Ven que te lo cuente!

Los dos niños se sentaron en el bordillo de la piscina y Mario comenzó a contarle a Alejandra lo que había pasado, haciendo la historia más grande de lo que había sido en realidad, y dejando claro que no quería volver a ver a una abeja en su vida. A todo esto, la mamá de Alejandra se había metido en el agua y había estado escuchando la conversación de los niños.

—Mario, Alejandra, poneos la ropa encima del bañador que vamos a ir a dar un paseo —les dijo a los niños.

Mario pidió permiso a sus abuelos para ir con Alejandra y su madre a dar un paseo y los abuelos le dijeron que sí, intuyendo de que iba todo aquello. Y una vez con la ropa y las zapatillas puestas los tres emprendieron el camino hacia un huerto que había en los alrededores de la urbanización.

—¿Habéis escuchado alguna vez la palabra «entomólogo»? —Les preguntó la mamá a los niños.
—No —contestó Mario.
—¡Yo, sí! ¡Yo, sí! —Canturreó Alejandra—. ¡Eso es lo que tú haces, mamá! ¿A que sí? ¡Estudiar bichos!

La mamá se rio con el comentario de su hija y mientras andaban les explicó que la entomología es la parte de la zoología (ciencia que estudia a los animales) que estudia los insectos. Ella era entomóloga en la facultad de ciencias de la ciudad y había dedicado casi toda su vida profesional al estudio de los antófilos, palabra que significa «que aman las flores», y es que otro nombre con el que se conoce a las abejas.

Les contó algunas cosas curiosísimas acerca de las abejas, como que se trata de uno de los insectos más antiguos que existen, ya que pueblan nuestro planeta desde hace más de treinta millones de años, o que habitan en todos los continentes de la Tierra menos en la Antártida. Y así, dato a dato, se fue ganando la atención de los niños, que la miraban con la boca abierta.

A todo esto, llegaron a su destino. En un extremo del huerto, en el suelo, había una especie de caja de tamaño mediano del que salía un zumbido muy sospechoso. Al fijarse mejor, Mario vio a unas cuantas abejas revoloteando alrededor de la caja y se asustó mucho pensando que le iban a picar.

—¡Esta caja está llena de abejas! ¡Salgamos corriendo o nos picaran a todos! —Gritó mientas corría despavorido.
—Anda, Mario, vuelve aquí. Las abejas no pican si no se sienten amenazadas —dijo la mamá de Alejandra.

Les explicó que aquella caja era una colmena de abejas que el departamento de entomología de la universidad había instalado allí para hacer un experimento de campo. Y a continuación les habló de lo más importante en referencia a las abejas, les dijo que son los insectos polinizadores por excelencia. Con sus flores de mil colores las plantas atraen a las abejas, estas, al mismo tiempo que se alimentan del néctar que producen las flores, se llenan la barriga y las patitas de polen, que depositarán en la siguiente flor a la que lleguen volando, y así es como se lleva a cabo la reproducción de muchas especies de plantas. De hecho, las abejas son fundamentales en la polinización del treinta por ciento de las frutas y hortalizas que comemos, lo que significa que los humanos tendríamos un serio problema si ellas no existieran. Por último, les habló de todos los peligros a los que tienen que hacer frente las pobres abejas, como el cambio climático, los pesticidas o la pérdida de su hábitat natural, y que por eso es fundamental que los humanos las valoremos y las respetemos.

—¡Guauuuuuuu! —Dijeron los dos niños a la vez.

Y así fue como Mario y Alejandra entendieron que las abejas no eran bichos a los que odiar, sino insectos muy necesarios para el equilibrio de nuestro querido planeta. Por supuesto, nada más llegar a casa, Mario se lo contó todo a su perro Wellington, para que él también pudiera entender el porqué de las abejas.

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