Caravaggio: el pincel en las sombras

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TEXTO POR ENEKO BERAZA
ILUSTRADO POR GISELFUST
ARTÍCULOS
ARTE | CARAVAGGIO | PINTURA
1 de Junio de 2021

Tiempo medio de lectura (minutos)

Abrió los ojos. La luz que entraba por el ventanuco se convirtió en un cuchillo que atravesó sus retinas. La resaca era monumental, como no podía ser de otra manera. A su lado, el muchacho dormía plácidamente y Michelangelo Merisi da Caravaggio le dio un puntapié que hizo que cayera ruidosamente del lecho.

—Es tarde. Debes irte.

—¡Diantres, Michelangelo! No me trates así –exclamó el joven levantándose mientras lanzaba una almohada a Caravaggio con poca fortuna—. Además —susurró acercándose lentamente al pintor sobre la cama como un gato callejero—, anoche dijiste que…
—Anoche dije demasiadas cosas. Como siempre —Caravaggio levantó una copa del suelo, apuró los restos del vino aguado que, por desgracia, no había mejorado su sabor durante el resto de la noche y se limpió la boca con la manga de la camisa aún desabrochada antes de ponerse en pie–. Te buscaré en el mismo sitio. Pero eso será cuando termine.

El muchacho reunió sus pocas pertenencias y pateó por accidente una jarra de barro abandonada en el suelo que salió disparada a las tinieblas del enorme aposento. Se vistió apresuradamente y, de camino a la salida, se detuvo junto al cuadro inacabado en el estudio.

—¿Me prometes que lo harás? ¿Me pintarás en uno de esos cuadros?
—¿Qué? —preguntó Caravaggio, que no acertaba a meter bien el pie en sus pantalones de trabajo.
—Los cuadros. Que si me pintarás a mí un día.
—Cuando termine. Ya te he dicho que es tarde, tienes que irte.
—Promételo —suplicó el mozo, que no quería irse sin arrancarle esa promesa.
—Cecco, escucha. Ahora tengo algunos encargos y…
—Promételo, Michelangelo. ¿Sabes cómo se hace? Solo hay que decirlo y luego cumplirlo. No es tan difícil.
—Dios de los cielos –contestó Caravaggio, exasperado—, ¡lo prometo! ¡Lo prometo! ¿Contento? ¡Lárgate de una vez, maldito diablo!

El chico le lanzó un beso antes de salir. Caravaggio lo despidió con desgana, esperando con muy poca fe que acertara a salir al exterior por la puerta que le había indicado la noche anterior. El palacio estaba lleno de salidas, algunas secretas y otras más evidentes, y no deseaba que los transeúntes pensaran que ese muchacho descarado había pasado la noche con el cardenal Del Monte, dueño y señor del palacio Madama, en Roma, si lo veían salir por la puerta principal a medio vestir.

Se sentó sobre un almohadón en el suelo frente a la luz que entraba por el cuadrado que rozaba el techo, mientras apoyaba la cabeza en sus rodillas apretadas contra el tórax. Un observador casual podría creer que era una suerte de ángel caído, pero la barba rala, las ojeras, un párpado hinchado por un puñetazo perdido la noche anterior y las manchas de vino en la pechera de su camisa indicaban que era algo más mundano que una criatura celestial. Alargó la mano, solo un instante, para tocar una mota de polvo que se mantenía suspendida frente a él en esa luz del mediodía. El movimiento la hizo alejarse de la luz, adentrándola en las tinieblas. Solo era polvo, pensó Caravaggio, pero bien podría ser un resumen de su existencia.

1595 fue un buen año porque fue entonces cuando el cardenal Francesco María del Monte le ofreció su patronazgo. Los encargos se sucedieron desde entonces y Baco, Chico mordido por una lagartija y Los músicos nacieron así de su pincel. La bolsa sonaba y eso le permitía fanfarronear con espada al flanco en los juegos de pelota y tugurios en los que la vida de una persona valía tanto como su capacidad por defenderla.

Caravaggio tenía una cosa muy clara: trabajar era el arduo, pero inevitable, camino que le permitía llevar una vida carente de toda virtud.  Cuando le propusieron pintar San Mateo y el ángel para la capilla San Luigi dei Francesi, de Roma, le dieron tres meses y catorce días para entregarla. Cualquier otro quizá no hubiera aceptado, pero Caravaggio siempre reconocía una buena pelea cuando la tenía delante. Pero ¿qué pasó? Que el día de entrega Michelangelo Merisi da Caravaggio llegaba con una sonrisa y un cuadro acabado y ocurrió lo de casi siempre: que si San Mateo les parecía un analfabeto, que si el ángel le cogía de la mano y le guiaba como a un tonto, que si la postura de Mateo era poco digna para un santo... Era siempre la misma historia, aquellas mentes pequeñas eran incapaces de mirar más allá de lo evidente y de comprender que el arte no conocía decoro ni otorgaba respeto más que a la verdad de lo terrenal. Pidió otros tres meses y catorce días y entregó el nuevo trabajo con un San Mateo mucho más digerible para sus pagadores.  Y Caravaggio, viejo perro callejero, no desconocía que había quienes habían apostado en su contra (cumplir los plazos no era tarea fácil, todo sea dicho) y se alegraba de que hubieran perdido. Lo que no sospechaban, para nada, era que había tardado aún menos tiempo en realizarlo y que había apostado a su favor cuando las apuestas eran más altas en su contra. Y ganó… vaya si ganó.

Eso había sido unos meses atrás y Caravaggio, levantándose de su camastro, se movió en el claroscuro de ese sótano que era al mismo tiempo taller, dormitorio y escenario de las ocasionales orgías del pintor (cuya existencia el cardenal del Monte desconocía o fingía desconocer). Giró hacia sí el cuadro inacabado y sintió de nuevo esa mezcla de pereza y urgencia que le acompañaba en los minutos previos a comenzar a trabajar. Miró hacia las pequeñas ventanas en las alturas: la luz era lo más importante y pronto no quedaría tiempo. Pero antes de comenzar a preocuparse, escuchó voces y risas cerca de las ventanas. Instantes después llamaban a la puerta.

Abrió y allí estaban: los cuatro hombres.

—¡Merisi! –exclamó un joven, notablemente borracho mientras intentaba levantar lo más seriamente posible la mano para imitar la bendición del pan—. ¿Llegamos a tiempo? Este —dijo apuntando al más mayor— se ha entretenido con una gitana que quería leerle la buena ventura y entonces…

El viejo se miraba la mano como buscando una respuesta al origen mismo del mundo y el joven, tropezando con el pintor al entrar, siguió hablando sin dirigirse a nadie en especial. De los otros dos, que aún estaban fuera, uno estaba vomitando junto a la puerta un líquido bermejo con ocasionales elementos sólidos y el otro lo agarraba para que no cayese de bruces sobre aquella desgracia. Venían como una cuba y lo raro hubiera sido lo contrario.

Caravaggio ni los saludó, limitándose a empujarles atropelladamente al interior del sótano y lanzarles sus ropas a la cara. Lo mejor y lo peor de su trabajo eran los modelos: hablaban, reñían, se movían, contaban chismes y la chanza era su único quehacer. A veces echaba de menos los bodegones. Mientras los hombres, entre tumbos y empellones, se desvestían y se metían en los andrajosos ropajes, Caravaggio colocó el cuadro, ya empezado, sobre unas marcas en el suelo. Pasó sus dedos levemente por las incisiones del cuadro, se giró, gritó a los hombres que ya estaban acabando de vestirse y les señaló la mesa y las sillas que llevaban en esa posición un par de semanas. Cada hombre ocupó su puesto y Caravaggio repasó la escena: Cleofás, de espaldas, era el único que parecía no haber sido arrollado por un carretón; el posadero, en pie, intentaba recuperar la compostura tras la vomitona de la puerta; Jesús, en el centro, bendiciendo el pan tenía problemas para mantener la cabeza derecha y Santiago, sin su concha en el pecho, aún se miraba de reojo la mano que había tocado la gitana.

—¡Luigi! ¿Quieres ponerte la concha? ¿Es tanto pedir? —Caravaggio se empezaba a impacientar. La luz.

—¡Perdona, Merisi! —Santiago se levantó corriendo al montón de ropa que estaba en el suelo y cogió la concha, se la colgó al cuello y se colocó en posición—. Es que apesta, maestro. Huele peor que las cloacas del Trastévere. Luego no puedo quitarme ese puto olor de la nariz en todo el día y…

—¡Silencio, por el Altísimo! Callad y esperad.

Y Caravaggio se introdujo en las sombras, de espaldas a la escena, donde la magia nacía. Repasó las incisiones, que le ayudaban a colocar a los modelos. «Esa mano arriba, Jesús. ¡Cleofás, la mano derecha al borde del posabrazos! ¿Esa es la derecha? ¡La derecha! Posadero, levanta un poco la barbilla». Jesús aguantó una arcada por el olor de la concha, pero Caravaggio decidió continuar. Y cuando todo estuvo listo, esperó a que la luz hiciera su entrada triunfal.

Caravaggio, en la oscuridad y con la cara iluminada por el reflejo de la luz en el lienzo, recordó la primera vez que Giovanni Battista della Porta hizo una exhibición en el palacio Madama. Con todas las ventanas cerradas y el salón lleno de gente a un lado de la estancia, abrió aquel pequeño orificio por el que un rayo de luz entraba en palacio. De repente, frente a un centenar de personas boquiabiertas (Caravaggio se resignaba a admitir ser una de ellas, aunque odiaba pasar por bobo), una escena cotidiana se dibujaba y redibujaba frente a ellos. En aquella pared, pasaban carretones, personas, un caballo que se había soltado de su carruaje e incluso podía verse nítidamente un pájaro apoyado en una rama. Brujería, sin duda. La gente se acercaba a tocar la pared pero detrás no había nada. Battista, un físico napolitano invitado por el cardenal, les habló entonces del obscurum cubiculum, un milagro de la antigüedad que se repetía en el presente para asombro de hombres y mujeres romanos.

Horas más tarde, cuando el bullicio ya se había calmado y la fiesta había vuelto a sus cauces normales, Caravaggio solicitó al cardenal conocer a ese napolitano. Battista, visiblemente molesto por tener que dejar de hablar con unas damas demasiado coquetas (a pesar de ser prácticamente un anciano), atendió la súplica del cardenal del Monte y se acercó a Caravaggio, que aguardaba con inusitado nerviosismo.

—Merisi, piacere —dijo con seriedad y un fuerte acento sureño. Caravaggio lo vio acercarse el vino a los labios, mirar de reojo a las cortesanas y decidió que la conversación debía ser corta.
Signore, he quedado asombrado con su demostración —dijo—. ¿Cómo es posible semejante efecto? Jamás vi nada parecido…

Battista miró al techo del salón con suficiencia, suspiró y recitó con poca gracia lo que tatas veces había repetido.

—El orificio en la pared se comporta como una lente convergente: muestra la imagen invertida en los ejes vertical y horizontal. Es un fenómeno conocido desde la antigüedad, creedme, no me otorguéis todo el mérito —miró hacia las mujeres para volver a clavar su mirada en su copa de vino—. Si alguna vez habéis dormido en alguna cabaña mal dispuesta o las ventanas permiten pasar la luz del amanecer de forma accidental por alguna rendija, es posible que alguna vez lo hayáis presenciado y atribuido al Bajísimo. Pero es ciencia, muchacho —Battista clavó sus duros ojos en Caravaggio por primera vez—. Del Monte me dice que sois pintor: como veis, Dios puede pintar en cualquier pared sin esfuerzo, tal es su grandeza.

Caravaggio lanzó su último ataque mientras Battista se giraba hacia las damas.

—¿Se puede corregir? La imagen. ¿Puede quedar idéntica al original?

—Muchacho —dijo Battista mirando atrás, antes de abandonarlo por mejores compañías—, en la ciencia todo es posible.

Caravaggio, entre las sombras, tenía el cuadro frente a sí. La luz ya era la adecuada y la proyección era idónea. Comenzó a trabajar. En jornadas anteriores ya había dado los primeros pasos: llenar el óleo con su base de aceites y pigmentos, que iba a ser el punto de partida. Solo había dos objetivos: trabajar poco y que el resultado fuera espectacular. Por ello, esa base oscura casi siempre era el fondo, solo tendría que hacer unos esbozos para darle algo de personalidad al entorno porque lo importante iría delante: la magia. Economía, tiempo, dinero. No había perspectivas, ni cuadrículas ni pesadas geometrías: Caravaggio pintaba lo que veía y con las figuras en el lienzo todo era más fácil.

Incisiones en el cuadro: así Caravaggio fijaba las posiciones de los modelos para futuras sesiones. En este caso, en esta cena en Emaús, había además dibujado rápidamente los contornos de las manos, las caras de los apóstoles y de Jesús. No solía ser así en muchas ocasiones: su genio se disparaba una vez colocados los modelos porque lo difícil ya estaba resuelto y en los detalles el Merisi era uno de los mejores.

Pinceladas rápidas, sueltas. Fuertes. Ni una duda. Los colores eran efectistas y sencillos, Caravaggio no se complicaba; ocres, verdes, azules, blanco de plomo y negro carbón, cardenillo, cinabrio. A veces sonreía en la oscuridad: lo que a otros les llevaba meses, Caravaggio lo realizaba en semanas. Cada elipse, cada ángulo, nada libre a la interpretación o estudio. La naturaleza otorgaba y Caravaggio cogía a manos llenas. Además, por supuesto, todo era anatómicamente correcto… no como antes de llegar al palacio Madama.

Peterzano tomaba al escuálido joven de los hombros mientras hablaba con su tío. El crío estaba inquieto, odiaba que aquel viejo pusiera sus manos sobre él. Escuchaba su voz como una letanía lejana, mientras su tío bajaba sus ojos de Peterzano a él en ocasiones para encontrarse los suyos. Había fuego en esos ojos. Era injusto, era aburrido y solo quería largarse de allí.

—… pero es una lástima, signore. Ha sido incapaz de aprender a la técnica del fresco en todo este tiempo. Cinque anni! No acude al taller, se rebela, no entrega sus cartones a tiempo, replica a sus profesores —aquí Peterzano aprovechó para apretar más de la cuenta los hombros de Caravaggio, que se encogió lleno de dolor—. En definitiva, no aprenderá jamás.

Su tío escuchaba sin decir nada. La familia de Caravaggio había pagado cinco años de clases en el taller de Simone Peterzano, discípulo de Tiziano (como no se cansaba de repetir), y el chaval no era un superdotado precisamente.

—… y lo hemos intentado, signore. Tiene mi palabra, Dio lo sa che c’è —Peterzano frotaba el ensortijado cabello del chico, con fingido cariño—. No le diré que es el peor alumno que tengo porque le prometo que tiene potencial, pero, ecco, ¿cómo lo diría? Se cree más listo que los demás. ¡Eso es! Más listo, ¿verdad, Merisi? —El maestro le tiraba maliciosamente del pelo—. Se esconde en lugares oscuros, dibuja bosquejos y no atiende a razones. Lo siento tanto. Como bien sabe, fui discípulo de Tiziano y sé de lo que hablo: debería meter en vereda a este muchacho, signore, creo que en el fondo se ríe de todos nosotros y además…

Caravaggio dejó de escuchar en ese momento.

Caminaba más tarde por las calles de Milán junto a su tío, con la cabeza baja. Miraba el reflejo del cielo plomizo en los charcos embarrados que se fracturaban en mil pedazos cuando, con toda la intención del mundo, metía sus zapatones en ellos intentando salpicar las calzas de su tío.

—Y ahora ¿qué? Tú dirás, Michelangelo. Tú dirás —su tío le hablaba sin mirarlo, la vista al frente. Siempre hacía eso cuando estaba enfadado—. Siento decirlo, pero tus padres estarían bastante decepcionados, me temo. ¿Me escuchas?
—Te escucho, tío.
—¿Y no tienes nada que decir? ¿Nada en absoluto?
—Que mis padres ya no están, viejo —replicó Caravaggio con voz de ultratumba mientras contaba las piedras del camino.
—Pero dejaron dinero, Michelangelo. Dinero. Y me encargaron tu educación. No sé lo que has hecho, en serio: ni lo sé ni lo quiero saber. Por eso te pregunto qué vas a hacer ahora.
—No lo sé.
—Pero lo sabrás, Michelangelo —dijo su tío, deteniéndose y mirándole por primera vez desde que habían abandonado el taller—. Y lo harás por las buenas… o por las malas.

Algunas sesiones más tarde el cuadro ya iba cogiendo forma: la cena en Emaús. Santiago se quejaba de los brazos porque la posición en cruz le mataba sus viejos hombros. Y Cleofás decía que se le había dormido el culo. Jesús parecía dormido con la mano al frente y el posadero se había ausentado porque había contraído unas fiebres (que según él no tenían en absoluto que ver con aquella prostituta de pies cavos con la que se retiró unas noches atrás a la ribera del río). Les dio un tiempo de descanso, que los hombres aprovecharon para acercarse a otra mesa y comer de pie unas sobras que la cocina de palacio había acercado al taller. Caravaggio se centró en otra mesa, la del cuadro. Detalles, detalles: en eso Caravaggio era excepcional. Realizó los primeros bodegones en ese mismo sótano, cuando aún cometía aquellos errores de bulto que el espectador no reconocía, pero sospechaba. Él era un naturalista y necesitaba copiar, no interpretar. Su pincel era un mero testigo, que ni añadía ni quitaba salvo en casos muy excepcionales. Mientras comparaba su cuadro y la mesa dispuesta para los modelos, pensaba en la siguiente demostración que Giovanni Battista della Porta llevó a Madama. Lo interrogó, claro, para saber más. Necesitaba saber más.

Battista le había mostrado entonces una pequeña lente que guardaba en un bolsillo. Con ella era capaz de convertir esa imagen boca abajo e invertida horizontalmente en una copia exacta de lo que el ojo humano vería si se diera la vuelta y no hubiera una pared. Otra lente, biconvexa, para aumentar y definir la imagen. Como un mago ambulante, el napolitano le mostró en su taller formas, maneras, técnicas y cálculos. Caravaggio siempre acababa esas jornadas haciéndole un chiste napolitano: cocco, ammunnato e bbuono.

Y así comenzó, ensayo y error, con naturalezas muertas. Modelos que no se mueven. Probando aperturas, distancias y definiciones con esa luz cenital que se repetiría más tarde en tantas obras. Pintar del revés y dar la vuelta al cuadro para cuidar los detalles, utilizar lentes para enderezar la imagen y pintar directamente: todo era posible y Caravaggio se empeñó en trabajar un poco para trabajar menos el resto de su vida. Perfeccionó su estilo, con desconocida paciencia, e incluso estuvo un par de días sin noches en la taberna, ni peleas con cortesanos ni visitas a lupanares. Nada, solo trabajar. Y llegó a ese estado zen en el que no tenía que pensar, ni resolver las complicadas elipses de las copas, ni interpretar posiciones: tan solo trasladar la belleza cotidiana a un lienzo, trabajar esas telas y drapeados para que casi se pudieran tocar… cuidar cada detalle para ser un fiel reflejo del mundo que lo rodeaba. Ser, por fin, un mero notario con pincel y un canalla con un talento como pocos.

Semanas más tarde La cena de Emaús ya estaba prácticamente lista. Había pagado esa mañana las últimas monedas a los modelos y el posadero (que se encontraba mejor, aunque no dejaba de rascarse la entrepierna) prometió a Jesús y a sus apóstoles invitarles a la primera jarra de vino barato. Les pidió que enviaran recado cuando vieran a Cecco, el muchacho de aquella noche turbia y ahogada en alcohol, para que acudiera a palacio y tocase siete veces la puerta del sótano (dos cortos, tres largos, dos cortos). Voló sobre la escena con ojos de pájaro y se alegró de haber cubierto la cabeza del posadero en el último momento: Jesús se había aparecido a los apóstoles y ese hombre no sabía que tenía frente a sí al mismísimo redentor. No tenía por qué descubrirse. Tan solo esperaba que, por una vez, alguno de aquellos meapilas no lo descolgase por falta de decoro… ya estaba harto de eso.

Miró la mesa del cuadro. Pensó en lo (poco) que sabía de la Biblia. Y entonces, por súbita iluminación, decidió romper una regla indispensable en su trabajo: dibujar algo que no estaba ahí en origen. Con sumo cuidado, y asumiendo que corría un riesgo innecesario —pero atendiendo a su eterno desafío hacia lo establecido—, añadió un poco de sombra a la derecha del cuenco. Era la cola de un pez, el símbolo de los primeros cristianos. Dio dos pasos atrás, lo miró en su conjunto y repasó los detalles. Joder, ahora sí.

Alguien llamaba a la puerta. Dos. Tres. Dos. Notó algo de vida bajo su bragueta y se encaminó al portón. Tenía las manos llenas de pintura y por un segundo su parte vanidosa pensó en cambiarse de ropa. Pero Cecco esperaba.

Cuando abrió la puerta allí estaba él. Llovía y la lechuguilla se desparramaba sobre el bohemio. Cecco sonrió, nada más, porque nada más era necesario en esa situación.

—Entra, joder. Te estás mojando.

El chico entró con su habitual seguridad. Se quitó el gorro aplastado, lo lanzó sobre una silla y la pluma comenzó a gotear en el suelo. Se quitó las calzas, el jubón y se puso unos pantalones de trabajo de Caravaggio.

—¿Y bien? ¿Vamos a follar? —Miró detrás de Caravaggio y vio el cuadro—. Diantres, es un cuadro muy bonito.
—Busca el pez —dijo Caravaggio divertido con el extremo del pincel en la boca.
—¿El pez? ¿Qué pez?
—Tú búscalo —Cecco se acercó al cuadro y Caravaggio se acercó por detrás, abrazándolo. Metió su mano bajo el pantalón del chico, que seguía absorto mirando el cuadro—. Yo ya he encontrado uno.
—¡En el cuenco! —exclamó el chico, girándose con una sonrisa enorme—. ¿Cuál es el premio?

Caravaggio le miró a los ojos y de repente se quedó muy serio.

—¿Qué pasa, Merisi? –Pasó la mano por su cara—. ¿Estás bien?
—Desnúdate. Ahora.

Cecco frunció el ceño mientras se quitaba la ropa. Súbitamente el trato no pintaba bien, pero le gustaba aquel artista. Cecco, sintiéndose vulnerable, no sabía muy bien qué hacer mientras Caravaggio contemplaba su desnudez, así que cogió con su mano derecha unos largos pinceles que descansaban en un bote con aguarrás y sacó de lo más profundo de su alma esa sonrisa traviesa que le había salvado en tantos entuertos nocturnos.

—¿Me enseñarás a pintar algún día, Caravaggio? Prometo ser tu mejor alumno.

Caravaggio lo vio allí de pie, en aquella postura voluptuosa y con aquellos pinceles en su mano, y susurró:

—Amor victorioso… alas de gorrión.
—¿Qué? Joder, Merisi, sí que estás raro hoy. ¿Eso significa que vamos a follar o no?

Caravaggio sonrió.

—Significa que sí, mi querido Cupido. Y que saldremos a la calle y beberemos y viviremos y ¡seremos tan pérfidos como podamos! —Caravaggio cogía la mano de Cecco en una suerte de baile de salón mientras le hacía girar sobre sí mismo—. Pelearemos, amaremos, reñiremos y volveremos aquí dando tumbos con los gatos como únicos testigos. Y después, muy pronto, cumpliré mi promesa.

Cecco se puso a saltar sobre la cama.

—¿Mi cuadro? Dime que sí, Michelangelo —los ojos de Cecco eran cámaras oscuras en sí mismas, puntos blancos sobre fondo negro que brillaban con picardía—. No bromees con eso.
—Sí, Cecco —dijo en voz baja, acercándose al muchacho y plantándole en la boca un beso muy poco casto para las estancias subterráneas de todo un cardenal de Roma—. Amor vincit omnia.

 

Fuentes:

La técnica de Caravaggio (ARTENet): https://www.youtube.com/watch?v=8SKcxNEaSx8
La captación de la imagen en la pintura de Caravaggio (Fernando Fraga Lopez): https://ruc.udc.es/dspace/handle/2183/11546
Detrás del naturalismo de Caravaggio: La cena en Emaúshttps://www.investigart.com/2018/04/10/detras-del-naturalismo-de-caravaggio-la-cena-en-emaus/

Agradecimientos (descomunales): @MdaCaravaggio (Twitter)

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