La urraca que no tenía amigos

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TEXTO POR AMADOR GARCÍA-CARRASCO
ILUSTRADO POR MARINA RIVERA CAMPOS
KIDS
AMISTAD
21 de Junio de 2021

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No sé si tener amigos es importante, pero el caso es que casi todo el mundo lo tiene en muy alta estima. Uno, inflándose como los globos de las fiestas infantiles, que se explotan nada más soplarle un poquito, dice: «Yo tengo muchos amigos». Y mira alrededor, atento a recibir la admiración del auditorio, dándose la paradoja de que no encuentra ninguno de esos muchos amigos entre quienes le rodean.

Pero da igual. Lo importante es llevarse bien, y la gente, sobre todo la que vive junta, se empeña en hacer lo contrario, como si les fuera la vida en fastidiar a los demás, y no en vivir en armonía.

Para la historia que voy a contaros valen esos ejemplillos, porque veréis, en un mini bosque de esos que quedan como avergonzados en España, vivía una urraca no del todo fea, para ser urraca, pues sus plumas, negrísimas, brillaban como el azabache de los ojos de Platero, y presumía de ellas porque le encantaba ser un poco cursi, repolluda, y se acicalaba todas las mañanas en un charco limpio que guardaba el rocío debajo de su árbol, un chopo o un álamo, según lo mires, que había crecido justo al borde de la carretera. De modo que se acostumbró pronto a los coches que pasaban, aunque era un lugar poco transitado, con el único atractivo de la soledad, que no es poco, y encima la cercana fuente de la salud, que es como se llaman todas las fuentes que no tienen nombre propio. Bueno, pues después del aseo matinal se esforzaba, volando hasta las ramas más altas, haciendo cabriolas en el aire, hasta donde alcanzaba su cola de timón, ancha como un remo. Como le habían dicho que tenía una voz algo ronca, y además gangosita, no cantaba, ni piaba, ni hacía otro ruido distinto del que salía del roce de sus alas con el aire, un sonido de abanico con algún toque de color, parecido al que hace cuando una dama lo cierra y recoge el material sobre su pecho, como si fuera un relicario.

Con todo ese esfuerzo, la urraquita —aún era muy joven y tenía poca malicia— esperaba hacerse con amigos, e incluso admiradores, otros habitantes de los árboles, en especial las aves, pero también pequeños mamíferos, las inquietas ardillas, los roedores sin nombre que pululaban por el tronco hueco, incluso los zorros y las comadrejas que acudían a beber al charco, y desde luego los ciervos y la pareja de corzos, airosos y huidizos, sobre los que ejercitaba números arriesgados de vuelo acrobático, y que la miraban sin pestañear, algo extrañados.

No quería cuentas con la familia de jabalíes, aunque los rayones y los jabatos le caían bien, y sus ronroneos, que contrastaban con el gruñido tosco de los adultos, la hacían sonreír. Cuando un pájaro sonríe no lo hace igual que los humanos o los homínidos, que abren la boca y muestran los dientes. Los pájaros de ahora carecen de dientes, y sus antecesores, algunos dinosaurios carnívoros voladores, se parecían muy poco a éstos, y además no se reían nunca, porque se consideraban gente muy importante.

Pues nada. No le hacían caso. Todo ese esfuerzo era en vano. Antes bien, pasados los primeros días de curiosidad, todos sus compañeros, advenedizos o permanentes, se iban cuando ella llegaba, la dejaban sola, y se quedaba mirando con aparente indiferencia el paisaje, triste, triste, porque no sabía qué podía haberles hecho de malo. Porque —pensaba la urraquita— si no querían ser sus amigos, al menos podían estarse quietos, cerca de ella, e incluso darle algo de conversación, como había visto hacer con otros habitantes del bosquecillo, y con las charlatanas golondrinas —que parecían caer bien a todo el mundo— o avisarla de algún peligro: los niños del pueblo con sus escopetillas mata pájaros, las rapaces, los carnívoros trepadores… No faltaban ocasiones para evitar que alguien se sintiera solo, sin necesidad de mostrarle afecto o cariño.

La urraquita, una tarde de verano, calurosa como todas, pero aún más, porque no muy lejos se había originado un incendio, sintió, paradójicamente, como un escalofrío. Y se dio cuenta de una cosa muy importante, algo que explicaba todo, lo que le pasaba y lo que no le sucedía: La vida es así. No es necesario haber hecho nada malo para que no te quieran. Incluso, en ocasiones, es al revés. Se admira, incluso se quiere más al malo que al bueno. Tampoco hace falta hacer cosas buenas para que te aprecien. Al revés: si no las haces, tendrás más aceptación que si eres un buenazo, al que se menosprecia. Y a ella le pasaba eso: que se esforzaba por agradar, y por ser amable, y esa era la razón de que la consideraran tan poca cosa, nada digna de aprecio.

La urraquita suspiró. De modo que así era la vida… Le faltaba sólo comprender por qué, de todas formas, los demás sí se entendían entre ellos. Había visto a los jugadores en las mesas del bar, abstraídos con sus cartas o sus fichas, y a los comensales gritando ante las viandas y a los niños persiguiéndose por los patios del cole y a otros ante el televisor, el móvil o la Tablet, atentos y silenciosos, como hipnotizados. Eso era entenderse, supuso.

Oyó las voces de los voluntarios y las brigadas antiincendios, cada vez más cerca. Tenía frío. Aquella gente estaba arriesgándose por salvar el bosque, que otros, seguramente, habían quemado antes. No todos somos iguales, pensó. Ni entre los hombres ni entre los demás seres del mundo. Alzó el vuelo, sacudió sus alas con fuerza, y voló hasta la extenuación sobre quienes intentaban combatir el fuego, haciendo sus mejores cabriolas, batiendo con toda su fuerza las alas, que poco a poco iban perdiendo su brillo y su prestancia entre las nubes de humo y los rescoldos que llevaba el viento. Era su homenaje. Había comprendido que la mediocridad siempre tiene compañía, falsos amigos, quizás, y que la excelencia suele vivir en soledad, y se junta en ocasiones para mostrar al mundo, en efecto, que no todos somos iguales.

Cuando cayó, desfallecida, antes de cerrar los ojos, sintió el calor de una mano que la acogía. Un muchacho le acariciaba las plumas, le limpiaba el pico, y con una pequeña cantimplora vertió en su pico unas gotitas de agua. La urraquita sonrió, con todas sus fuerzas. Supo que ya tenía amigos y entonces se quedó dormida.

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