Cruce de caminos 2.0

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TEXTO POR ENEKO BERAZA
ILUSTRADO POR NEREA BLANCO
ARTÍCULOS
CARL SAGAN | FÍSICA | UNIVERSOS PARALELOS
24 de Marzo de 2022

Tiempo medio de lectura (minutos)

El camino era pedregoso y la zona de los árboles había quedado atrás. A los lados solo quedaban matorrales y B. miró arriba, a la cima, que aún se antojaba lejana. Ella iba por delante, como siempre, y B. aún se preguntaba qué había hecho bien para que esa chica decidiera vivir con él. Su melena pelirroja se balanceaba sobre su espalda mientras caminaba y algún ocasional saltito sobre una charca hacía que sus puntas rizadas despegaran al cielo para volver a su oscilación habitual.

A B. le habían recomendado pasear, claro. Despejarse. En su última sesión su psicóloga le dijo que lo veía más tranquilo, más centrado. Y era verdad. Se detuvo un momento, admiró las vistas y pronto A. le gritó desde la siguiente curva.

—¿No te entra el aire, B.? ¡Te haces mayor!
—¡Estoy bien! —contestó B., poniéndose más erguido de lo que le apetecía—. Solo quería admirar las vistas —mintió.

Ella volvió sobre sus pasos, se colocó a su lado y miró en la dirección en la que los ojos de B. estaban fijos.

—Estamos solos, ¿no? —preguntó A.—. No noto nada.
—Estamos solos, sí. Tranquila.
—No es que me importe —se apartó un mechón de pelo rojo de la cara y le ofreció agua de su botella metálica, que B. rechazó con un gesto—. A veces es un poco raro… pero nada más. Solo quiero que estés bien.
—Venga, vamos.

B. comenzó a caminar y de nuevo ella se puso por delante. Estaba bien, sí. Desde aquel extraño episodio en su coche, todo había cambiado. A. era la misma chica pelirroja que Hugh Everett III, creador de la teoría de los mundos múltiples, le había mostrado desde su coche a través del humo de su eterno cigarrillo. Seis meses más tarde estaban viviendo juntos. Dos años después tenían un pequeño. Y ahora todo era cuestión de equilibrio entre su familia, los visitantes que de vez en cuando llegaban para charlar con B. y la terapia que le ayudaba a asimilar todo aquello. Todo desde aquel día en el aparcamiento del centro comercial.

Tras media hora superando recodos y piedras en el camino, estaban sentados en la cima. A sus pies el valle estaba iluminado por los rayos de sol que escapaban entre las nubes como un cuadro de van Gogh. A. estaba relatando un incidente con la impresora-fotocopiadora de la oficina que tenía ingredientes como un becario sorprendido con su culo sobre el cristal y una compañera veterana desmayada por la impresión. «¡Por la impresión de ver la escena!», contaba A. Entonces B. sintió un pequeño escalofrío, no relacionado con la escatológica anécdota, y supo que algo iba a ocurrir. El aire se había espesado y notaba un ligero olor a ozono.

Se levantó de un salto y miró en todas las direcciones.

—¿Aquí también? No me jodas —dijo A. recogiéndose el pelo con una coleta. B. adoraba ese gesto de «preparada para todo».
—Desde la primera vez no me había vuelto a ocurrir fuera de casa —respondió B., que no veía nada extraño a su alrededor. Tan solo una figura lejana que subía por los primeros tramos del camino—. Alguien viene.

B. solo veía un borrón que se movía en el camino. No le dijo nada a B., claro: se ponía muy tenso cuando ocurría. Lo dejaron de ver unos segundos en un recodo oculto, pero instantáneamente apareció de nuevo a la vista mucho más arriba, a la salida de una curva más cercana a su posición.

—No-me-jodas. ¿Has visto eso, B.?

Él asintió. Lo había visto. Así que estaba claro: alguien venía.

Mientras esperaban, ella le animaba a que respirase profundamente, aunque él estaba tranquilo. Cada vez llevaba estos momentos con mayor normalidad. Después de su incidente con Everett las visitas habían ido en aumento y cada vez las encajaba mejor. Por culpa de Leonardo da Vinci casi acaba en la cárcel, Avogadro le pasó varias recetas de cocina y Alan Turing le ayudó con el viejo transistor de su abuelo. Solían ser amables, en general, y salvo en el caso de Florence Nightingale, que apareció una noche detrás de una puerta para ofrecerse a ayudarles con el pequeño llorón y casi le da un infarto, no había visto peligrar su vida. Pero había algo antinatural en todo ello: demasiado alejado de la lógica para las cómodas bases que fundamentaban su rutina y le incomodaba su papel en cada una de esas funciones. Una regla no escrita era que él debía escuchar, dialogar, ser partícipe. Cuando eso le ocurría a las cuatro de la mañana con la voz metálica de Stephen pegada a su almohada, no era tarea fácil.

El hecho de que A. pudiera sentir su presencia, auditiva y visualmente, certificaba (siempre a criterio de B., no así de su terapeuta) que él no estaba mal de la azotea. Alguna vez había intentado explicarle a B. que era parecido a la imagen que un proyector desenfocado dibuja en una superficie irregular: los contornos eran demasiado sutiles y algo parecía no encajar en la totalidad de la escena, aunque pudiese apreciar correctamente partes de ella. Algo que temblaba en el aire, lo describía ella, un sonido como el de una emisora de radio que se va perdiendo mientras conduces por carreteras secundarias y la certeza de que, por ejemplo, la cuna de su pequeño se movía mecida por una sombra mientras la lejana voz de Nightingale cantaba nanas victorianas mezcladas con alguna canción popular italiana de su infancia. En efecto, aquella fue una noche un poco tétrica. B., por otra parte, sentía siempre un sabor metálico similar al de la sangre en la boca y esa misma sensación que se transmitía a sus huesos (no tenía otra forma de describirlo). Como aquella primera vez en su coche y las siguientes, lo que había llegado a B. a concluir que su cuerpo debía estar disparando miles de sustancias químicas en las partes de su cerebro responsables de las funciones más básicas, aquellas que toman las decisiones en la vieja estrategia de huye o pelea.

—Recuerda lo que te dice tu psicóloga, B.
—¿Que estoy enamorado de mi madre?
—No, idiota —contestó A. Sabía que B. estaba haciendo un esfuerzo para parecer tranquilo—. Que respires. Que no te agobies. Que fluyas.
—Es fácil decirlo —contestó B. con una sonrisa.
—Yo estoy aquí, cariño —dijo ella, dándole la mano—. No estás chalado. Son reales, yo también los veo.

A veces los visitantes le chillaban, no entendían qué hacían allí, hablaban de brujería y el diablo a partes iguales. Freud solía ser muy apaciguador y repetía que era una psicosis, pero para él todo lo era. No solía contestar cuando B. le preguntaba si él se sentía como la psicosis de otro y solo acertaba a cambiar de tema después de bajar unos segundos la cabeza.

La figura estaba cada vez más cerca: llevaba ropa de colores llamativos, aunque eso era algo común en la montaña. Pero esa espalda encorvada, esos largos brazos, esos pantalones de campana… los reconocería en cualquier sitio.

—Creo que es tu amigo, A.
—¿El Profesor? —exclamó con una sonrisa que mostraba la niña que vivía en su interior.

B. asintió. Carl Sagan era su favorito. B. no sabía si estaba condicionada por su serie Cosmos o, su novela Contact o por algunos vídeos que había visto en YouTube, como el del punto azul pálido. De cualquier forma, era una visita siempre bienvenida. Era también uno de los pocos que había establecido una relación temporal lógica con B.: cada versión de Sagan era un poco más mayor que la anterior y siempre recordaba interacciones anteriores. La falta de esta capacidad había sido nefasta con otras figuras del pasado: siempre había que empezar de cero y explicar toda la situación.

Cuando Sagan llegó a su altura, bajó la cabeza en silencio a modo de saludo y se sentó en una roca junto a ellos. El viento no movía su rebelde cabello, pero la sonrisa plácida del divulgador más famoso de la historia mientras posaba su mirada sobre ambos ya era en sí un huracán de emociones.

—Buenos días, Profesor —saludaron al unísono.
—Buenos días a ambos —dijo Sagan antes de mirar hacia el valle—. Es una espléndida mañana, sin duda.
—Sin duda —contestó A.
—Aquí estamos otra vez, B. Y esta vez rodeados de la bella naturaleza que nos acoge. ¿Qué tal está el pequeño?
—Está con sus abuelos. A. y yo hemos salido a dar un paseo un poco más largo de lo habitual.
—Podría decir lo mismo —repuso Sagan con una franca sonrisa, consciente de lo cómico de su comentario—. Aún no sabes por qué ocurre, ¿verdad?
—No he llegado aún a ninguna conclusión lógica.
—Yo tampoco —confesó Sagan soltando la cremallera de su chubasquero amarillo—. Quizá no la encontremos jamás. Aunque la imaginación nos llevará a menudo a mundos que nunca fueron, sin ella no vamos a ninguna parte.

A B. le gustaba pensar que Sagan volvía a su casa en Ithaca, como Ulises, excitado por estos viajes a una dimensión paralela. B. coincidía con A. en que no debían hablar de su vida, sus logros o su muerte a no ser que el propio Sagan preguntaba, pero nunca lo hacía, por supuesto. A veces el interés se adivinaba en sus ojos, curiosidad y escepticismo mezclados con el asombro que sentía mientras vivía ese lapso de tiempo en un futuro que podría no ser el suyo. Por eso no cuestionaba el presente de B. ni quería saber nada de avances tecnológicos o científicos: solo vivir el momento junto a ellos.

—Isaac —dijo Sagan, utilizando amistosamente el nombre de pila de Asimov— suele decir que creería cualquier cosa, por ridícula que sea, si hay evidencia de ella. Yo coincido con él, pero muchas veces me pregunto si todo esto es un sueño: un sueño largo y excitante mientras creo que duermo. Nunca pude separar sueños y realidad y creo firmemente que nadie puede. Todo es real, a su modo y manera, mientras soñamos.
—A veces es como una pesadilla, Profesor. No entiendo mi función: no sé por qué venís a mí, qué buscáis. Bueno, qué buscan… —corrigió B., por temor a resultar ofensivo—. No entiendo por qué yo y no otra persona.
—El universo es enorme. Mi universo al menos —suspiró Sagan, guiñando un ojo—. Y creo fervientemente que casi todo es posible dentro de él… o de ellos. La magnitud de nuestro saco amniótico da vértigo. Imagina que eres un insecto que vive junto a la pata de tu cama: esa habitación sería entonces una maravillosa aventura, llena de peligros y extraños ruidos que podrían ser tus ronquidos. Pero imaginemos que eres un insecto aventurero y traspasas la puerta que lleva al pasillo. Con algo de tiempo y mucha fortuna quizá seas capaz de visitar dos o tres de sus estancias. Si vivieras lo suficiente quizá lograrías salir de tu piso y solo quizá descubrir todas las viviendas de tu edificio y más allá toda una ciudad repleta de edificios con más pisos, y más allá las ciudades llenas de casas, países, mares, continentes, todo un planeta... sobrepasarían tu discernimiento. Tu especie tendría graves problemas para asimilar eso, incluso si pudieseis crear una tradición oral o un lenguaje escrito para tus descendientes. Y aún te quedaría más, muchísimo más, esperando más allá de la atmósfera —Carl Sagan se rascó la rodilla y puso sus dos manos en forma de puño frente a sí—. La Tierra y la Luna: compañeros evidentes cuya danza ya no nos sorprende. Ahora piensa que puedes conducir hasta ella y te permitiré que lo hagas con una suerte de piloto automático a una media de doscientos kilómetros por hora. ¿Cuánto crees que tardarías?
—No sé —respondió B.—. ¿Veinte días? ¿Treinta?
—En dos meses y medio no habrías llegado aún —exclamó Sagan, chocando uno de los puños contra la palma de la otra mano—. Y este es nuestro vecindario… no quiero atosigarte con lo lejos que está la estrella más cercana de nuestro sistema solar, pero piensa esto: si la luz tarda ocho minutos en llegar desde el Sol a la Tierra, Proxima Centauri está a más de cuatro años a esa velocidad. ¿Entiendes la inmensidad del cosmos?
—Es que… no sé —contestó B. retirándose el pelo de la cara, visiblemente agobiado—. No puedo abrazar tanta información.
—A eso me refiero, por supuesto. Pensar por encima de uno mismo es algo extremadamente complicado. Como si, de alguna forma, una idea muy grande no tuviera cabida en nuestras pequeñas cabezas. Pero lo más sencillo también nos enseña: piensa en el tiempo que lleva aquí la roca sobre la que estoy sentado, acompañando nuestra evolución en silencio bajo el sol y las estrellas. En definitiva, todo lo que fue, es y será estuvo una vez unido, de forma muy compacta, en un espacio minúsculo. ¿Sigue todo siendo cercano, a pesar de que cada vez nos separamos más debido a la expansión del universo? ¿Hay algo que trasciende lo meramente físico? Apostaría por un entrelazamiento cuántico, querido B., o un rasgo evolutivo propio. Pero son demasiadas preguntas, querido B., y escaso nuestro tiempo. Además, la ciencia no solo es compatible con la espiritualidad: es de hecho una profunda fuente de espiritualidad. Así que, por ahora, deberías considerarte una suerte de médium de la ciencia, una especie de portal que nos conecta con este universo tuyo. De algún modo y quizá por algún motivo venimos a ti… no de tu pasado, sino de regiones alternativas, universos que transcurren invisibles entre sí sin un nodo de unión… salvo tú. Es algo enorme, B. Eres algo enorme.

Carl Sagan seguía sentado sobre su roca, mirando plácidamente el baile de las nubes y el sol sobre el valle y con su ropa y cabello en reposo a pesar del viento que azotaba la cima. A. estaba detrás de B., de puntillas, abrazándolo mientras apoyaba su barbilla en el hombro de él.

—Eres el Super glue del puto universo, B.
—Cállate —rió B., dándole un cariñoso azote en la pierna.
—El pegalotodo del cosmos —insistió A., que nunca soltaba su presa cuando algo le resultaba divertido—. Llevamos con un trozo de encimera roto dos meses y resulta que la respuesta siempre fuiste tú.
—El Profesor quizá tenga razón: no sé si la respuesta está en mi pasado o en mi futuro. Tendré que comenzar por el pasado, supongo.
—¿Te vas a hacer un test genético de esos? —preguntó A., jocosa.
—No sé. Quizá contratar a alguien que siga mi árbol genealógico. Bucear en la historia no es fácil, no siempre hay registros y en algún momento nos quedaremos sin información.
—Nos tienes a nosotros: podemos ser problema y solución al mismo tiempo —dijo Sagan poniéndose en pie y sacudiéndose los pantalones, aunque nada lo había tocado—. Somos pasado, vistos de cierta manera.

B. les podía preguntar. Que buscasen indicios, algo extraño en el pasado. En su pasado. Podría servir o acercarle a una respuesta. Sagan continuó:

—Ayudaremos, estoy seguro. A todos nos une el fervor por el conocimiento, el picor de la duda. ¿No sería maravilloso? Una entente de hombres y mujeres de ciencia en la búsqueda de la aguja en un inmenso pajar físico y temporal. Y todo aquí, en este minúsculo lugar, un trozo de roca y metal que gira en torno a una estrella monótona que es una de los cuatrocientos mil millones de estrellas que componen la Vía Láctea, que es una de los miles de millones de galaxias que componen un universo que puede ser uno de un número muy grande, quizás infinito, de otros universos. Esta es, sin lugar a dudas, una perspectiva de la vida humana y de nuestra cultura sobre la que vale la pena reflexionar. El cosmos es todo lo que es o ha sido o será y creo que nuestro futuro depende de lo bien que conozcamos este cosmos en el que flotamos como una mota de polvo en el cielo de la mañana.
—Hablaré con ellos, Profesor —prometió B.
—¿Y hallaremos la solución? —se preguntó Sagan, girando su cabeza en dirección al paisaje bajo sus pies—. ¿Sabremos dónde buscar? El universo también está dentro de nosotros, jamás debemos olvidarlo.
—Estamos hechos de polvo de estrellas —suspiró embelesada A., con sus brazos rodeando a B.
—Sin duda, queridos. Sin duda.

 

 

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«Intrépidas». Nº 1. Maryam Mirzakhani

 

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