Aprender a enseñar

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TEXTO POR LEONARDO D'ANCHIANO
ILUSTRADO POR LAURA DÍEZ
ARTÍCULOS
EGIPTO | EGIPTOLOGÍA
9 de Julio de 2022

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Egipto. Periodo intermedio. Año 1943 a. C.

El característico amanecer anaranjado del desierto anuncia un nuevo día. El joven Iny-su, hijo de Sekhsekh, abre los ojos con los primeros brochazos de luz que llegan hasta su cama. Todavía tumbado, se despereza emitiendo un gemido ininteligible mientras se estira. Fuera, en la calle, se oye el ajetreo típico de la gente pasando de un lado a otro hacia sus ocupaciones. Su padre ya ha salido de casa y se ha llevado con él a su hermano Pheny-su, tres años más pequeño que él. Cada día lo deja junto a su cuñada para asegurarse de que está atendido. Hace tiempo que confía en Iny-su la responsabilidad de hacerse adulto, quizá demasiado pronto. La madre de de la familia, Nefrure, fue una buena mujer que falleció durante el parto del que hubiera sido el tercer hijo de la familia. Pasa el tiempo, pero el dolor de la pérdida y el duelo da la sensación de que van para largo. Sekhsekh sigue sin entender por qué los dioses quisieron bendecirle con un tercer descendiente y, sin embargo, le arrebataron a la mujer de su vida. Ni las plegarias previas a Taueret, la diosa a la que se encomendaban las embarazadas, un ser mitológico con aspecto de hipopótamo, pero con patas de león, y cola de cocodrilo. En una de las mesitas de la estancia los amuletos que prometían gran cantidad de leche materna tampoco habían podido hacer nada para evitar su pérdida y la de la criatura. Las mujeres que la ayudaban fueron incapaces de salvarles. La postura en cuclillas que generalmente ayudaba en ese momento, había terminado por dejar exhausta a Nefrure, y el bebé, que parecía venir de nalgas, no pudo salir a tiempo. Sin duda, el parto era uno de los momentos más impredecibles en la vida de las mujeres de aquella época, a pesar de que se había avanzado. Los desgarradores gritos de dolor de aquel día aún despiertan en plena noche hoy a Sekhsekh. Se le quedaron grabados desde el mismo instante en que los escuchó esperando en aquella pequeña estancia contigua a la que estaba teniendo lugar el drama. Un dolor familiar que está siendo realmente duro para él: sacar adelante a sus dos hijos. Es por eso que le parece tan injusto que su hijo mayor tenga que dejar de ser niño de buenas a primeras por la violencia con la que a veces zarandean los dioses.

Desde hace muchos años, Sekhsekh es el encargado de que las zonas verdes interiores del templo junto al Nilo estén bien cuidadas. Su buen hacer durante todo este tiempo le ha permitido ciertas licencias que traerán prosperidad a la familia en un futuro que quizás él no verá, pero que probablemente suceda. Gracias a la buena relación que ha establecido con los sacerdotes, éstos le han compensado aceptando una de esas propuestas hechas medio en serio, medio en broma, sobre la posibilidad de que su hijo pudiera ser escriba cuando fuera mayor en lugar de jardinero o cualquier otro oficio igual de digno, pero supeditado a una clase social inferior. Todavía recuerda cuando le contó la buena nueva a Nefrure el día que le confirmaron que Iny-su sería aspirante a escriba y que de él dependería su futuro y el de su hermano cuando sus padres ya no estuvieran. El orgullo no le deja llorar ninguna de esas veces que recuerda la cantidad de vida que les quedaba por vivir juntos. «Iny-su será escriba algún día», se repite cuando duda de su capacidad como padre.

Apenas unos minutos después de haber despertado, Iny-su se incorpora de la cama. Se levanta casi de un salto, como si fuera la única forma de no remolonear. Se recoloca el shenti, esa característica faldilla de lino color crudo, estratégicamente colocada con los dos agujeros centrados que tiene el cinturón de cuero. Por ellos introduce los extremos y los anuda, sujetando firmemente el conjunto. Se pregunta cómo habrá ido el ejercicio del formulario que entregó ayer a Intef, el maestro sacerdote, durante el camino desde su casa a las clases en el pórtico del templo. Un trecho que no es excesivamente largo y que, acostumbrado al acuciante calor del Sáhara, lo hace descalzo portando las sandalias en la mano. Tampoco le preocupa mucho, incluso prefiere caminar descalzo porque cada vez que se las pone su tobillo derecho se resiente después de que Pheny-su se le cayera encima jugando hace ya algún tiempo. Todavía recuerda la bronca que le echó su padre por ser el mayor y estar picando a su hermano. Nada más salir a la calle todo es alboroto a su alrededor. No le gusta porque está recién levantado, así que acelera el paso cabizbajo. En su cabeza sigue con el repaso mental de lo que entregó ayer como ejercicio, maldiciendo cada fallo que cree haber cometido, aunque su parte adulta le apacigua recordándole que está bien cometer errores para aprender de ellos. Al fin y al cabo, todos los muchachos que, como él, están acudiendo al templo para recibir la instrucción general, esperan ir quemando las fases que les permitan enfocar su vida a una profesión que les guste.

A los seis años Iny-su comenzó a estudiar el silabario. La manera en la que aprendió a leer y escribir no difiere mucho de la que se ha usado miles de años después. La memorización de conceptos parece ser la manera más práctica de acometer el aprendizaje en edades tempranas. Ese tipo de aprendizaje en el Egipto de los faraones se complementa con matemática básica. En su caso, controlar la escritura y la fonética del silabario con sus más de cien símbolos resulta suficiente. Pero eso fue hace unos años. La enseñanza de los Seis Dones de Thot les otorgó a Iny-su y sus compañeros conocimientos sobre seis disciplinas fundamentales en la vida egipcia, explotando durante un último período de especificación aquellas que les serán de mayor utilidad en su futura dedicación. Media docena de temas tan necesarios como el dominio de la escritura, el detalle de la astronomía, la relevancia de la religión, el sentimiento de la música, la importancia del lenguaje y un concepto verdaderamente avanzado para la época como era la higiene.

Iny-su tiene claro que quiere ser escriba. Y que la escritura es un arte que debe aprender a hacer fluir para que la información pase de generación en generación. Conocer el lenguaje es una labor mucho más relevante de lo que pudiera parecer en un principio. Él quiere formar parte de la vida burocrática del Imperio, pero ya desde su temprana edad le gustaría contribuir enseñando a los niños que vengan al pórtico del templo, como Intef está haciendo hoy con ellos. Le gusta aprender. Sabe que el hecho de aspirar a ser escriba le permitirá conocer en profundidad cada una de esas seis disciplinas. Leerá el manto estrellado sobre el desierto para calcular las estaciones, algo elemental que permite a su civilización establecer las rutinas de trabajo que necesitan ser pormenorizadas, el orden. O, mejor dicho, el Orden, concepto imprescindible como contraposición al Caos. Ya en el día a día, los jóvenes estudiantes también deben interpretar los ríos de tinta sobre la mitología egipcia que les rodea en todo momento. Desde el amanecer al amor, la cosecha, la vida, la pesca… todo está regido por los dioses y diosas del imaginario colectivo heredado de sus antepasados. Iny-su también deberá ampliar sus conocimientos de matemáticas elementales con geometría aplicada, y es que el pueblo egipcio necesita conocer con exactitud cuándo tendrán lugar las crecidas del río dador de vida, saber hasta dónde llegará en su momento de mayor caudal y concebir el urbanismo como algo práctico que evite las tragedias en la medida de lo posible. En definitiva, intuir, controlar a la naturaleza. Le apasiona el hecho de saber predecir por dónde habrá agua y cómo canalizarla en el delta para obtener cosechas abundantes que permitan sobrellevar los años de sequía que su padre le ha contado que suceden cada cierto tiempo. Por si todo esto fuera poco, una de las materias dignas de ser aprendida es la higiene. Iny-su concibe la limpieza del cuerpo como una extensión de tener limpia el alma; a lo mejor no hay nada de cierto en ello, pero el caso es que su madre sí que hacía mucho hincapié en ella a diario. Llevar la cabeza rapada es un signo inequívoco de que algo saben sobre lo que influye en tener una buena salud en un clima tan tremendamente duro como el Sáhara. Por extensión, la propia depilación corporal ayuda a que los parásitos no molesten, amarrándose al vello o al cabello.  Oler bien —o no oler mal— por medio de ungüentos, tener una buena higiene bucal, usar retrete, ducharse si eres rico o bañarse en el Nilo si no lo eres. Todos esos conceptos Iny-su los lleva aprendidos de casa.

El muchacho se siente afortunado de no tener que estar pendiente de las labores típicas del agricultor o el esclavo. El imperio está adquiriendo unas dimensiones tan extensas que cada vez requiere más de un estricto control desde la gobernanza. Más burocracia que permita concretar la situación en cada una de las principales ciudades a ambas orillas del Nilo, río arriba. Es de todos conocida la peculiar forma de representar las palabras que tenían los egipcios: los jeroglíficos. Toda una suerte de símbolos con más de mil iconos con los que cuentan los viajes al Más Allá de sus faraones, las vicisitudes de la vida en palacio o el día a día de los comunes mortales de hace miles de años. Por suerte para los que vinimos después, la aparición de la piedra Rosetta en el siglo XIX sirvió para desbloquear ese conjunto de elementos gráficos indescifrables hasta entonces. Un milagroso hallazgo de una pieza realizada en el siglo II a. C. donde los jeroglíficos comparten la redacción de un decreto con su traducción a demótico y griego antiguo.

El cargo de escriba al que aspira Iny-su es para él la manera de poder algún día agradecer a su padre todo el esfuerzo que está realizando por él y su hermano desde su madre no está. Desde tiempos muy remotos, los ciudadanos notables de la civilización egipcia conciben la escritura hierática como la más práctica de todas las posibles para el tratamiento de documentos oficiales. Contrariamente a los jeroglíficos, que requieren un nivel de detalle en su representación que los formularios no pueden ni deben necesitar.

Con el sol proyectando las columnas en el interior del pórtico del templo, los alumnos se cuentan cosas entre mofas internas antes de que llegue el maestro escriba. El corrillo se desvanece en cuanto oyen un par de palmadas, que retumban en el amplio espacio en el que se imparten las clases. Un edificio precioso que a Iny-su le encanta, más aún con esa luz de la mañana. Para un niño con su madurez, esas enormes columnas de sección cuadrada grabadas con motivos geométricos y objetos clásicos de sus antepasados, y esos techos tan altos le inspiran un enorme respeto por el oficio que quiere aprender, y que quieren que aprenda. Los muchachos se sientan en el suelo sin que Iny-su haya llegado aún, y eso que esta mañana apenas ha remoloneado.

Tiene suerte de que el maestro haya olvidado en el interior del templo un par de papiros de los que les quiere hablar ese día. En el momento en el que el aspirante a escriba está enfilando las escaleras de acceso al pórtico, acelera el paso al ver dentro, a lo lejos, a Intef descendiendo lentamente, y de una en una, la docena larga de escaleras que separan la embaldosada y diáfana planta baja del edificio de la medianamente ordenada zona de biblioteca. Tiene un andar torpón, y más lo sería si no fuera por el bastón en el que se apoya por culpa de la edad y que, ocasionalmente, utiliza para señalar a algún alumno cuando no recuerda su nombre. Su cara muestra un sempiterno gesto cariacontecido, como si siempre estuviera preocupado, y está decorada por una nariz prominente y la cabeza afeitada. Una túnica de color marrón claro esconde su larguirucho y cada vez más encorvado cuerpo. Cada vez que olvida algo que necesita para la clase del día se maldice a sí mismo porque sabe lo que le cuesta ir a por ello. Ya casi ha llegado.

Junto a la pequeña tarima donde se coloca el maestro hay cerca de una docena de tablillas amontonadas que, esas sí, ha pedido a otro escriba joven el favor de acercárselas. Ya están corregidas. Son los ejercicios que los aspirantes entregaron ayer, ese formulario en el que Iny-su viene pensando desde hace un rato. En esa época las tablillas son un elemento educacional fundamental para aprender el oficio. Los alumnos representan lo que se les pide en color negro y los maestros corrigen lo que sea menester en color rojo. Es una forma muy visual para que los muchachos entiendan qué está mal y por qué.

Por los pelos, Iny-su llega a tiempo de empezar la clase. Intef está un poco contrariado por cómo algunos de los chicos han realizado sus ejercicios. Iny-su es uno de ellos. El maestro sacerdote empieza la clase con gesto disconforme, el ceño fruncido y más aspavientos de los habituales, echando un rapapolvo a los que se ríen de los compañeros que él está nombrando para que se acerquen a recoger sus ejercicios y corregirlos en grupo. Lo cierto es que Iny-su tiene mal día y no está por la labor de aprender. Quizá por ese sentido que tienen los enseñantes para ver cuándo las cabezas de su alumnado están a otra cosa, la clase se detiene en el formulario del muchacho. No es típico que precisamente él tenga fallos de transcripción como esos. La corrección comprende errores provocados más por la falta de atención a lo que se está haciendo que por falta de capacidad. Sin detenerse más de lo necesario, le dice al resto de la clase de manera casi paternal para tratar de aplacar la algarabía del grupo que el principal motivo por el que están ahí es para aprender de los errores.

Efectivamente, Intef había acertado. El día antes, en aquel momento Iny-su no estaba pensando en lo que hacía. Estaba hundido en el pozo de la nostalgia, del no entender por qué todos tenían madre menos él. Preguntas que ni siquiera alguien con la cabeza tan fría como él puede responder… porque, a fin de cuentas, es un niño. En cierto modo, de esos fallos lo que de verdad le molesta es no corresponder la confianza que su padre tiene depositada en él. Y, gracias a ese orgullo que le hace levantar la cabeza para ver quién de sus compañeros se está riendo, saca conclusiones nada precipitadas sobre qué es lo correcto y qué debe hacer para mejorar. La psicología y la cultura del esfuerzo no son nada nuevo. El comienzo de su gran aventura de vida como escriba del imperio está cada vez más cerca y las aportaciones que desarrollará durante su formación serán fundamentales para que dentro de unos años sea él quien sustituya a Intef y adoctrine el buen uso de los Seis Dones de Thot.

Los últimos momentos de clase son siempre algo despendolados. La tarde va avanzando y Shekshek termina su jornada, como cada día, revisando que todas sus herramientas estén limpias y recogidas. Sale de su almacén pensativo, ¿cómo fluirá este año el Nilo? La familiar voz de su hijo le saca de sus pensamientos al pasar por delante de las escaleras del templo donde Iny-su trata de rebatir los comentarios del maestro que algún día terminará siendo él. La tranquilidad y la reverberación de su voz en el pórtico argumentando. La madurez. Una vez más, el orgullo no le deja llorar mientras reanuda el paso hablando mentalmente con su amada Nefrure, diciéndole lo feliz que le hace ver a Iny-su por el buen camino, el de la palabra, una senda que ha podido coger gracias a él.

 

 

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