Las líneas de Nazca son un símbolo característico de la cultura de Perú. La figura de Maria Reiche no está ligada únicamente a su interpretación y estudio, sino que nos ofrece un claro ejemplo de lucha por la conservación del patrimonio y una pasión inquebrantable que jamás se planteó descansar para desentrañar los insondables misterios que albergaban aquellos enigmáticos dibujos del pasado.
En lo que se refería a otras cosas es posible que la niña demostrase un cierto déficit de atención, pero por las noches quedaba obnubilada por las historias que le leía su madre a la luz de las velas. Sabía que los dragones escupen fuego por la boca y que sus alas, pese a lo chicas, bastaban para alzarlos en vuelo en recorridos que podían durar varias horas. Sabía también que los fantasmas llevan cadenas ancladas a sus tobillos y que ululan por las noches para alterar el descanso de los vivos. Y, desde luego, también sabía que las brujas son mujeres viejas de vestir descuidado que odian a los niños y llevan escoba. Por eso, supo reconocer a una cuando la vio.
Los extranjeros siempre piensan que en el desierto no hay nada, que es todo igual, que visto un metro, vistos todos. Nada más lejos de la verdad. El desierto está vivo. Es un microcosmos cambiante, caótico, confuso incluso. El viento mece las partículas de arena de un lado a otro como el mar juega con las olas. A veces se vuelve calmo, pacífico, para atraer a los incautos que osarán introducirse en su serenidad aparente. Otras veces es salvaje, desbocado, y sus cabriolas y remolinos amotinan la sal y el silicio que arañan inclementes la faz de las rocas que encuentran a su paso. En aquella ocasión, como el telón que se retira al comenzar una función de teatro para revelar la apariencia del actor principal, una cortina de arena se abrió detenidamente para descubrir la presencia de aquella figura enjuta, armada tan solo por un escobajo de esparto, que surgía de la más vacía de las nadas. Al reparar en los críos que jugaban por aquella zona, los espantó con sus gritos mientras amenazaba con emprenderla a escobazos para que se marchasen. Todos ellos corrieron despavoridos. Todos menos la niña, que sabía que era una bruja. Y esto le fascinaba.
La extraña mujer de pelo canoso se llamaba María Raije (o eso entendió la niña) y provenía de Alemania, ese país del que sus padres siempre hablaban fatal y del que decían que sus habitantes hacían cosas horribles a los que eran diferentes. La infante se cuestionó si en un lugar donde había tanta gente mala, las brujas podrían haber decidido ser buenas, precisamente para contrariarlos. La germana le mostró lo que estaba haciendo. Lo que parecía un andar errático y una inútil dedicación por barrer la infinidad del desierto, era en realidad una tarea bien calculada que consistía en retirar la arena que cubría unas extrañas líneas talladas en el suelo que se extendían a lo largo y ancho de toda la región.
«¿Y son muy antiguas?», preguntó la curiosa escolar. Maria le explicó que, hasta que se descubriese una datación más precisa, el arqueólogo Paul Kosok las había ubicado en el año 550 de nuestra era mediante el método del carbono-14. Aunque entonces no comprendió muy bien qué era esto, ya en la pubertad descubriría que aquella sustancia era un isótopo radiactivo que, al descomponerse, se encuentra con el paso del tiempo cada vez en menor cantidad, por lo que constatando la cantidad remanente de carbono-14 puede precisarse la antigüedad de restos arqueológicos con cierta exactitud.
Aunque siguió su carrera y descubrimientos con atención, muchas veces lo hizo de lejos, pues la arqueóloga no gozaba de muy buena reputación entre las gentes de la zona. Si bien de menor consideraba que era por lo de bruja, más tarde descubrió que las verdaderas razones eran otras completamente diferentes. La investigadora había dedicado la mitad de su vida a preservar aquellas inscripciones tan llamativas que ya tenían fama universal y en cada rincón del mundo eran conocidas como las líneas de Nazca. Sin embargo, el desarrollo de su estudio y la protección de las mismas habían alterado algunos de los proyectos de desarrollo de la zona. Esto no fue muy bien encajado por muchos, pues si bien no ponían en duda el interés histórico que podían tener aquellos gigantes animales que en tiempos pretéritos alguien había dibujado en el terreno, no les parecía justo que aquellos trazos pusiesen en cuestión el crecimiento económico de la región habiendo pasado ya un milenio y medio desde su creación. El hecho de que la Reiche estuviese soltera y que pernoctase con relativa frecuencia en casa de otra mujer, quien además financiaba sus proyectos, terminó por alimentar toda clase de habladurías y de afilar las miradas de cuantos la observaban. Pero Maria Reiche estaba hecha de otra pasta y lo que pensasen o dijesen los demás le importaba más bien poco, siempre y cuando lograse conservar y estudiar sus amados jeroglifos.
La investigadora había dedicado la mitad de su vida a preservar aquellas inscripciones tan llamativas que ya tenían fama universal y en cada rincón del mundo eran conocidas como las líneas de Nazca
Las dos mujeres se reencontraron, pero la investigadora no supo reconocer en aquella cara que ya rozaba la treintena los rasgos infantiles que se había topado aquel día en el desierto. En aquella jornada, Maria Reiche quiso devolver a la región el regalo que ella había recibido de la misma décadas antes al descubrir aquel monumento único. Junto a la carretera Panamericana había erigido una torre de observación para que los locales pudiesen disfrutar desde una determinada altura del espectáculo que ofrecía aquel descubrimiento. En realidad, así mataba dos pájaros de un tiro. Por una parte, la gente podría gozar de aquellos dibujos apasionantes tanto como ella lo hacía, pero por otra, al ofrecerles un lugar privilegiado desde el que absorber aquellas bellas figuras, minimizaba la probabilidad de que se entrometiesen y pusiesen en peligro el buen estado de las mismas con su torpe curiosidad. Ahora todos podían ver las líneas, pero desde lejos. No estaba de más que también resultase evidente a vista de pájaro cómo la ruta de asfalto que cruzaba por allí cercenaba uno de aquellos dibujos milenarios, lo que empujó a algunos a preguntarse si no habría sido posible un trazado más responsable y respetuoso con el legado de sus ancestros.
Pero Maria Reiche estaba hecha de otra pasta y lo que pensasen o dijesen los demás le importaba más bien poco, siempre y cuando lograse conservar y estudiar sus amados jeroglifos
Pasado un tiempo, la región volvió a florecer económicamente. Al final, aquella bruja de la escoba a la que muchos habían acusado de detener el desarrollo del lugar fue la responsable de que la zona pudiese dar de comer a muchas familias, pues en aquel desierto infinito que los no iniciados consideraban una inescrutable extensión de monotonía, ella había logrado poner en el mapa un conjunto de signos únicos en el mundo que se convirtieron en objeto de todas las miradas, lo que fue semilla para la atracción del turismo.
Hoy, muchas personas se preguntan por qué no fueron educadas desde la infancia para saber valorar su patrimonio adecuadamente. Hoy, muchas personas se preguntan por qué no fueron educadas desde la infancia para no mirar con recelo a una mujer independiente que solo buscaba poner luz en la oscuridad de nuestra ignorancia. A escobazos.
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